Hoy es muy fácil salir de viaje. Basta con subir el coche y encaminarse a la carretera o comprar un boleto de avión o de autobús que nos lleve a nuestro destino. Ahora podemos cruzar un océano en 12 horas y nuestro país en dos. Ahora vamos sentados y mientas otros se encargan del control del vehículo nos dedicamos a ver el camino o las nubes. En 1920 dirigirse de un destino a otro era aparatoso, tardado y podía llevarnos meses.
Desde luego que hace un siglo, México no era el sexto país más visitado del mundo; de hecho la explotación de la industria turística no llegó hasta la década de los sesenta, cuando el Fondo Nacional de Fomento al Turismo (FONATUR) inició un programa en ubicaciones ideales, diseñados específicamente con intenciones vacacionales, como Cancún, Ixtapa o Los Cabos.
En el México de hace 100 años, la Revolución apenas terminaba y la atmósfera fuera de las ciudades era básicamente rural. En ese entonces no existía el turismo como lo conocemos ahora, pues los eventuales viajeros únicamente acudían a destinos de recreación que se encontraban cerca de su lugar de residencia. Viajar unos cientos de kilómetros era toda una odisea, pues había una gran escasez de conexiones, tanto carreteras como férreas o marítimas.
Quizá por eso, en esa época solo la burguesía urbana, y uno que otro aventurero extranjero, era la única que se aventuraba a conocer los sitios inhóspitos e incomunicados. Estas mujeres y hombres vieron antes que nadie los sitios más populares del país. Contemplaron Cancún mucho antes de los edificios, fueron a Acapulco cuando el paisaje era limpio y el agua cristalina y descubrieron los pueblos en su estado más puro. Lo que hallaron en México fue tan único, tan especial que en 1926 se incluyó la categoría migratoria “turista” en los documentos oficiales.
Viajar sobre las vías
Hacia 1920, la aviación civil apenas abría los ojos hacia la posibilidad de transportar pasajeros. En esa década, los aparatos voladores únicamente se usaban con fines militares o postales. Entonces los viajeros de aquella época utilizaban medios de transporte terrestres para trasladarse y una gran mayoría se servía del ferrocarril, y ya cuando llegaban a su destino de los tranvías locales para no tener que caminar tanto.
La mayor concentración de rieles estaba en la Ciudad de México, donde había cinco estaciones de ferrocarril principales: F.C. Hidalgo, San Lázaro, Buenavista, Colonia y Nonoalco-Tlatelolco (de carga). De éstas partían enormes trenes que llegaban hasta el Bajío y el norte del país y pequeños tranvías que mantenían comunicada a la urbe.
Los destinos más cotizados (cerca de la ciudad) eran principalmente los balnearios. Los baños turcos de la Alberca Pane (frente al monumento a Colón) eran muy concurridos y también templos como el Santuario de la Virgen de Guadalupe. A los turistas de los años 20 les gustaba pasar el fin de semana en Amecameca o en el pueblo de Tepotzotlán.
Con el tiempo surgieron varias rutas turísticas para conocer los pueblitos desperdigados de la capital. Del Zócalo a la Alameda, un tour por el lejano (e inmenso) Bosque de Chapultepec y hasta un día de campo entre las arterias empedradas de San Ángel o Coyoacán. También estaban algunos trayectos que iban de Tacubaya hacia el pueblo de Santa Fe con una parada final en el Bosque del Desierto de los Leones.
¿A dónde se viajaba fuera de la capital?
Los sitios arqueológicos llamaban la atención de muchos, a pesar de que no lucían como en la actualidad. Las ruinas de Xochicalco, Cholula o Teotihuacán eran de las preferidas de la época ya que se encontraban cerca de Cuernavaca, Puebla y la Ciudad de México respectivamente.
El agua y la arquitectura eran dos buenos pretextos para los viajeros del México hace 100 años. Los tapatíos acudían a velear al lago de Chapala; los habitantes de Mérida llegaban a Puerto Progreso en coche, mientras que los tampiqueños aprovechaban el tranvía para acercarse a las Playas de Miramar. Veracruz, por su lado, recibía a locales y foráneos en su icónico malecón plagado de cafeterías, mientras que Orizaba recibía visitantes que iban sólo a ver un palacio de gobierno edificado por Gustave Eiffel.
En el norte el turismo atraía más que nada a visitantes de Estados Unidos. Las playas de Rosarito se convirtieron en un paraíso natural para los californianos. En 1924 abrió sus puertas el emblemático Rosarito Beach Hotel que sigue dando servicio. Otros destinos de esta región se contagiaron por la ludopatía de los años veinte e inauguraron casinos en localidades fronterizas como Tijuana y Mexicali.
El caso de Acapulco
Aunque vivió sus años de gloria a mitades del siglo XX, esta playa comenzó su desarrollo hace más de 150 años. Las personas viajaban de cinco a seis días por carretera para llegar a este paraíso inhóspito en el que el Océano Pacífico brillaba. Su atmósfera de jet set inició con la visita de Eduardo VIII del Reino Unido en 1920 y creció hasta ser el punto de encuentro de artistas, políticos y millonarios de todo el mundo. En 1927 se construyó la autopista federal 95 que conecta a la capital con esta ciudad costera, e hizo mucho más fácil el viaje.
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Foto de portada: Eduardo Francisco Vázquez Murillo
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