A donde no todos llegan: un viaje en barco por las islas del Caribe

Un viaje por las Antillas Menores, las islas olvidadas del Caribe, visitadas sólo por veleros, catamaranes y algunos cruceros.

24 Sep 2019
Viaje en crucero por las Antillas Menores

La oscuridad es tal que al ver por la ventana podría parecer que no nos estamos moviendo: el ala del avión iluminada esporádicamente por un foco rojo y nada más. De pronto, una isla; más tarde, otra; las manchas de luz a la distancia se empiezan a multiplicar. Estamos volando de Miami a Barbados. Es raro pasar sobre el Caribe y no observar el azul característico de su mar, saber que está ahí y no poder verlo genera una sensación de frustración y expectativa a la vez. “Te vas a cansar de ver el mar en el crucero”, me dice Diego, fotógrafo con quien hice este viaje; por ahora, me contento con mirar la foto de una playa paradisiaca en la pantalla del celular de un desconocido.

En el mundo de los viajes,crucero por el Caribe” es casi un cliché. Esa idea preconcebida y estandarizada ha logrado homogeneizar a toda una región. En palabras del poeta santaluciano, Derek Walcott: “Un lago azul con islas de goma infladas que cabecean en el agua y cocteles con sombrillas que flotan hacia ellas arrastrados por la corriente. Así es cómo las islas, movidas por la vergüenza de la necesidad, se venden al mundo… esa estridente repetición de las mismas imágenes que no sabe distinguir una isla de la otra”.

Viaje en crucero por las Antillas Menores

Entonces, hay que especificar, ¿a qué Caribe vamos?, ¿al continental (desde las costas de la península de Yucatán hasta Guyana)?, ¿a alguna de las islas?, ¿a las Antillas Mayores (Cuba, Jamaica y Puerto Rico, por poner un ejemplo) o a las Menores? De los más de 30 países que conforman esta zona —el número varía según quién lo determine—, nosotros vamos a Barbados, Dominica, Guadalupe, San Bartolomé, San Cristóbal y Nieves y a las Islas Vírgenes Británicas. Seis de las islas que conforman el arco volcánico de las Antillas Menores, islotes que, como los de la Polinesia Francesa, siempre son olvidados en los exámenes de geografdo

De la misma manera, hay que precisar a qué barco vamos porque los cruceros también sufren el peso de su propio estereotipo. Seabourn Odyssey es a los cruceros lo que el Bentley a los coches; normalmente uno no empieza en Seabourn, uno acaba en Seabourn.

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¿Cómo llegamos aquí? Aaron nos sirve un coctel en la sala de su suite, la número 600; ron, azúcar de caña y limones, todos de Guadalupe (la isla que acabamos de visitar). Diego y yo nos limitamos a observar, no estamos familiarizados con la naturaleza del apéro, la tradición francesa del aperitivo previo a la cena a la que nos invitó nuestro nuevo amigo, vía un mensaje en la contestadora de nuestro (más pequeño) camarote, el 639. Salimos al balcón y cada quien toma asiento. La conversación fluye mientras la luz del atardecer disminuye y el ruido de las olas que rompen en el casco del Seabourn Odyssey aumenta. Nos tenemos que ir, se nos hace tarde para nuestro siguiente compromiso: la cena que reservamos a través de una llamada por el mismo teléfono, el de nuestra habitación. Nos despedimos con la promesa de volvernos a encontrar en los pasillos. Cierro la puerta y la pregunta vuelve a mí, ¿cómo llegamos aquí?

Viaje en crucero por las Antillas Menores

Conocimos a Aaron en la noche formal del viaje. Es raro ver una fila en un crucero de tan sólo 450 personas, pero ésta lo vale. Smokings, vestidos de gala, corbatas que hacen juego con los pañuelos de bolsillo y collares de perlas esperan desde el pie de la escalera en espiral —columna vertebral del barco— a ser acomodados en The Restaurant, donde se lleva a cabo la cena principal. El lugar donde decidas sentarte —o en donde te hayan invitado a pasar la noche— definirá si las siguientes dos horas serán de pláticas de negocios y viajes; o un silencio estridente, preferible ante la posibilidad de las incómodas conversaciones de política. Nosotros compartimos mesa con Sheila Webb, Victor Tippins y sus respectivas parejas. Hay un asiento vacío, su etiqueta de presentación dicta “Mr. Aaron Bradley Freed”.

Champagne para empezar, vino tinto o blanco; sommelier, candelabros, manteles largos; doble juego de cubiertos, tres tiempos; ostras, camarones o ensaladas; langosta, pollo o pasta; salmón, tenderloin o cordero. Todo se presenta tan diferente que en nuestra primera cena antes de zarpar, en Kermitt’s, un pequeño bar en Bridgetown: pollo rostizado o pescado frito; unicel y cubiertos de plástico; cerveza, Deputy o Banks; hits de Bob Marley.

Viaje en crucero por las Antillas Menores

Aaron llega elegantemente tarde, acapara la atención al corregir la manera de brindar, explicando la forma “correcta” de hacerlo; su carisma y encanto tan bien calculado y entrenado hacen que perdones el tono presuntuoso del comentario. Deleita a todos con las historias de su velero, el Freedom, con el que ha navegado el Caribe durante los últimos meses. Se asegura de platicar con todas las personas de la mesa, “¿y ustedes cómo se conocieron?”, “en mi tiempo en el ejército…”, “ah, ¿eres de Jersey? Cuando estuve ahí hace dos años…”. Presta atención y recuerda, tanta amabilidad es parte de los “modales de crucero”, de donde uno sale con maestría en small talk. Una de sus historias preferidas es cómo abordó al Odyssey, unos días atrás: mojado y lleno de arena por culpa de la ola que lo tiró de su velero. “¿Y te dejaron subir en ese estado?”, remata el señor Tippins, con bigote inmaculado. Todos ríen.

Caerse en una de las playas de Barbados no es tan malo como suena. Las aguas de Carlisle Bay o Worthing Beach, por ejemplo, mutan sus tonalidades de azul según las atraviesan los rayos del sol y de la profundidad. En la mañana la paleta de color es la misma que la de un glaciar recién desprendido, y por la tarde tiene los tonos leves de una esmeralda. La arena es dorada y fina; hay mucho movimiento alrededor, se ve que la vida en este lugar se lleva a cabo en la playa, a diferencia de Dominica, la segunda isla que visitamos.

Viaje en crucero por las Antillas Menores

“El dominiqués se identifica más con las montañas que con la playa”, me dice Elandas, taxista de 73 años. Estamos cruzando Roseau, la capital de esta joven nación insular con apenas 40 años de independencia y poco menos de 80 000 habitantes, rumbo a una de las cascadas más famosas: Trafalgar Falls (no es difícil adivinar que se emanciparon de Inglaterra). Sin darnos cuenta, dejamos atrás la playa y nos adentramos a la selva. Poco a poco, empiezan a aparecer pequeñas y coloridas cabañas de madera en las escarpadas laderas de las montañas; hay que admitir que esta isla cumple con todos los requisitos del arquetipo caribeño.

Una de las ventajas de viajar en crucero es que se puede dividir el día en tres: actividad en la mañana, almuerzo de vuelta en el barco y por la tarde una segunda salida (si es que uno puede vencer la tentación de quedarse a descansar en el jacuzzi). Escogiendo con inteligencia, uno puede evitar las multitudes al realizar las actividades a la inversa: la mayoría visita las cascadas en la mañana; por la tarde están vacías.

Viaje en crucero por las Antillas Menores

Para el amante de la naturaleza, la caminata de diez minutos que separa el estacionamiento de las cascadas se vuelve de 30 cuando se encuentra inmerso —completamente solo— en medio de la selva. Al final del camino, un mirador de madera es la frontera entre quienes se limitan a ver con los binoculares y los más aventureros. Nadar en las albercas de agua cristalina formadas entre rocas del tamaño de un automóvil, después de que el río es dividido montaña arriba y resulta en dos caídas de agua (de 38 y 22 metros) que desembocan en un valle rodeado de barrancos y peñascos llenos de vegetación mientras cae una leve lluvia y se genera un arcoíris, merece una pieza de Ennio Morricone de fondo, como si de una escena de La Misión se tratara.

Si bien las joyas de Barbados están en las playas y las de Dominica en las montañas, las de Guadalupe —tercer lugar que visitamos— están bajo el mar. Aquí fue donde, a finales de 1959, el explorador Jacques-Yves Cousteau estableció el récord de descender 400 metros bajo la superficie (también es una de las islas que Colón visitó en sus expediciones a América). Fue en 1974 que la zona del archipiélago Pigeon se volvió una reserva natural, en gran medida por los viajes y la iniciativa de Cousteau.

Viaje en crucero por las Antillas Menores

Teniendo esto en cuenta, es natural imaginar el paisaje lleno de vida y colores que tanto nos presentan en la publicidad del Caribe, cuando —al menos en la superficie— eso es una versión con esteroides de lo que pasa en la realidad, ya que es difícil encontrar tortugas, mantarrayas, peces payaso, corales y caballitos de mar amontonados en escasos metros cuadrados; esto no es una pecera, tienen un océano inmenso que habitar. Maneras de vivir esta joya de la naturaleza hay muchas, en la playa se ven un par de científicos, buceadores aficionados que han viajado de todas partes del mundo, grupos de turistas que van a bordo de botes con piso de cristal; y nosotros, simples mortales, que vamos a esnorquelear. Antes de sumergirse, hay que dejar ese estereotipo de acuario de centro comercial en el pequeño bote que lleva al archipiélago para dejarse sorprender por el mundo natural en su estado salvaje. El saldo final: peces globo, cientos de diferentes tipos de coral, una anguila, distintas especies de peces (de los que resaltan los azules chillantes, amarillos pálidos y rojos terracota).

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Este es una primera entrega del original publicado en el número 194 de Travesías.

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