Para celebrar nuestros 18 años, invitamos a nuestros amigos y colaboradores más cercanos a compartir sus historias y recuerdos favoritos de Travesías en nuestro especial 18 X 18. Este texto –recomendación de Theda Acha– se publicó originalmente en el número 16 de Travesías, en diciembre de 2002.
La temporada del “foliage” en Nueva Inglaterra es la máxima expresión del otoño, algo que todos deberíamos ver al menos una vez. Sólo una precisión: lo que entendemos por “temporada” en realidad no dura más que unos pocos días, por lo que la dificultad está en elegir el tiempo preciso para ir a un sitio interesante donde ver el espectáculo. En cualquier caso, emprender el camino en busca de la hoja rubí es un pretexto para meterse en el corazón de la vida estadounidense.
La primera vez que vi a Ish, el bajista de la orquesta de Klezmer que tocó en Red Square (136 Church Street; T. (802) 859 8909), un agradable bar de Burlington, pensé que estaba viviendo la escena más atípica de un fin de semana en la temporada del foliage en Nueva Inglaterra.
La búsqueda de hojas rojas y naranjas, que era el único objetivo del viaje, no empezaría sino hasta la mañana siguiente. Pero era precisamente ese imperativo lo que trataba de olvidar a fuerza de ginebras y la fusión del jazz con la música idish, pues a pesar de haber consultado todos los mapas que predicen en qué centímetro del bosque habrá hojas del color preciso en cada uno de los fines de semana de octubre, el sobrecalentamiento de la Tierra o algún otro fenómeno climatológico nos jugó chueco y nada garantizaba que nos tocaría ver el peak, como le llaman al momento más encendido de este fenómeno cromático-botánico.
Foliage en Nueva Inglaterra
El famoso peak dura apenas unos días —mismos que aprovechan los fotógrafos de calendarios de todo el mundo y sirven de pretexto a diseñadores de ropa y maquillaje para justificar la gama de colores otoñales—. Antes de eso el paisaje es absolutamente verde (no es que tenga nada de malo, pero…) y en seguida del espectáculo multicolor el bosque se queda todo pelón.
En lo que a nuestro viaje respecta, no paramos de oír toda la noche despiadadas recomendaciones —por lo demás obsoletas— del tipo “debieron esperar hasta la semana próxima”, como si fuera tan fácil reservar avión y alojamiento para el fin de semana más cotizado del año en el último momento. De hecho, nosotras nos hospedamos en la granja orgánica de unos amigos locales —otra experiencia que parecía tangencial y terminó siendo coyuntural de la vida vermontesa.
En cuanto amanecimos, y evadiendo un poco la misión de la hoja roja, fuimos al huerto. Recorrimos zanahorias, papas, tomates y, al llegar a las calabazas (las grandotas anaranjadas, las de Halloween), nos enteramos de que Ish, el que tocaba el bajo en Red Square, fungía también como uno de los granjeros.
De ahí nos fuimos al centro. Entre las hermosas montañas Adirondack y el lago Champlain. Burlington es la ciudad más importante de esa zona. Tiene una encantadora (ellos dicen agitada) calle peatonal con cafecitos, tiendas y restaurantes con una sobria iglesia en el fondo (de ahí el nombre de Church Street) y, arriba, en el otro extremo, un elegante campus estilo victoriano metido entre hermosos prados y jardines (verdes).
Los amabilísimos pero poco sensibles vermonteses que seguimos encontrando nos aseguraban de manera unánime: “Esto no es nada comparado con lo que tendremos el próximo fin de semana.” Una sola palabra se perfilaba como la síntesis de nuestra expedición, que incluía la tarea de tomar fotografías para ilustrar este artículo: fracaso. Pero había que hacer el intento.
Nuestra primera incursión en el bosque fue tímida, y también lo fue la respuesta de los árboles: algunas copas altas presumían tres hojitas de color, pero eran de verdad tres —o a lo sumo 10—. Ni el mejor zoom nos sacaría de apuros. Sin embargo, en aras de la honestidad debo confesar que, presa de una gran emoción y a pesar de mi fobia a la cursilería, no pude resistir coger una del piso y meterla en mi libro.
Esa tarde los amigos granjeros orgánicos (ex neoyorquinos de 30 años que gustan de cenar meat lovers’ pizza, escuchan Moby y Morcheeba y piensas comprarse un Astroboy para ponerlo en la ventana que da hacia el chiquero) nos habían conseguido boletos para un evento que tiene lugar todos los años en el bosque de Marrowbone, a unos 40 minutos de Burlington.
Se trata de un recorrido que se detiene en diferentes estaciones: de entre las ramas aparecen diversos grupos de cantantes, músicos y actores que representan escenas neo-hippies con mensajes de paz, amor y anarquismo, y canciones y danzas semifolk que celebran la naturaleza. Es, según me dicen, la máxima expresión del espíritu de Vermont, un estado de librepensadores radicales, ambientalistas, con una tradición independentista y el orgullo de haber sido los primeros en prohibir la esclavitud, en 1777. Hubo al final pastel de calabaza, sidra de manzana, auténtico cheddar… todos ellos genuinos y deliciosos productos regionales. Las hojas, no obstante, eran verdes.
Recurrimos, pues, al reporte más actualizado de la situación del foliage. La recomendación era viajar hacia el Northeast Kingdom, hacia el este, la parte del estado que primero alcanza el peak. Nos despertamos temprano para alcanzar mesa en Sneakers (28 Main Street, Winooski; T (802) 655 9081), un clásico, aun si no está en la zona más turística. Mis huevos con cheddar metidos en un english muffin estaban insuperables, pero aun así tuve que probar de los hot cakes de blueberry con miel de maple que habían pedido los demás, una gloria. Este diner que alguna vez fue club de jazz ahora se limita a servir desayunos y le deja a unas anticuadas bocinas la tarea de musicalizar.
Salimos por carreteras impecables y nunca pasaron más de 24 kilómetros sin que un paisaje nos hiciera detenernos: un lago, un río, un valle, una granja, unas vacas pastando. Las hojas eran cada vez más naranjas, pero el efecto era un poco de espejismo en el desierto: sentíamos que si seguíamos avanzando hacia las montañas que se veían a lo lejos habría “más”, de modo que nos deteníamos en un lago, nos acostábamos en el pasto, pero terminábamos de vuelta en el coche en dirección al noreste. Yo, como quien no quiere la cosa, seguía levantando hojitas cada vez que se aparecía el siguiente paisaje más rojo.
El último punto del recorrido era Saint Johnsbury, a unos 128 kilómetros de Burlington, y sólo cuando nos sentamos a comer una sopa en este pueblo casi fantasma nos dimos cuenta de que ya no había más que buscar. Habíamos visto y recorrido el paisaje otoñal de los cuentos y los calendarios, y lo habíamos visto con lago, con río, con casa, con puente, con vaca y con lancha. Nada se compara con esa satisfacción, aunada a la emoción de saber que aún restaba el camino de regreso. Para nosotros el peak empezó en el momento en que dejamos de buscarlo.
Llegamos de vuelta a Burlington justo para ver la puesta de sol en el lago y, aunque nos habían recomendado disfrutarla desde Shanty, un antiguo taller de barcos que se dedica ahora a servir langosta de Maine, bacalao y cocteles en un agradable local del muelle principal, preferimos quedarnos afuera: si el calor tardío nos había hecho batallar con el color, al menos queríamos aprovechar sus bondades a la intemperie.
El último día nos quedaban unas horas libres —lluviosas y frías— antes de tomar el avión. Camino a la ciudad de nuestro anfitrión, al volante, tuvo el buen tacto de informarnos: “Esta noche habrá helada, así que mañana las hojas amanecerán mucho más coloridas.” Lo peor es que no creo que lo haya hecho por molestar.
Una vez en la calle peatonal Church Street —que para estas alturas conocíamos al dedillo— nos dispusimos a recorrer cafés, chocolaterías, tiendas de productos regionales… a pasear, vaya. Así fue como terminamos de constatar que tomar té tailandés, café orgánico, muffins de frutas y acompañar las sopas y ensaladas con panes integrales eran experiencias constitutivas de la vida burlingtoniana.
El colmo fue una pareja que encontramos en Stone Soup (211 College Street; T. (802) 862 7616), el sitio para el lunch por antonomasia, con una selección de panes y pasteles imbatible. Mientras ella —chapeada y rozagante— amamantaba a un bebé de 13 semanas, él aprovechó el menor guiño de nuestra parte para contarnos cómo habían tenido a su bebé ellos dos solos, en la casa, sin partera, ni médicos ni nada, y cómo Burlington era, en pocas palabras, el ideal de la vida urbana. Del aturdimiento se nos escapó Ish, a quien habíamos visto comerse un sandwich en otra mesa.
Cuando paró de llover salimos a respirar el último viento otoñal (y orgánico) y nos llamó la atención Muddy Waters (184 Main Street; T. (802) 658 0466), un establecimiento todo de madera con sillones y mesas ocupadas por estudiantes y sus libros y sus laptops y, sobre todo, unas galletas de jengibre con muy buena pinta. Pues nada, ya ni nos asombramos cuando el mismísimo Ish nos despachó en el mostrador.
Todo esto para hacer énfasis no en el personaje más activo y polifacético del mundo ni en una reencarnación del elefagente secreto sino, más bien, para ilustrar la dinámica de una ciudad como Burlington, en la que —nos constó— los peatones tenemos de jure y de facto preferencia y podemos cruzar cuando se nos dé la gana, siempre y cuando lo hagamos en los cruces indicados para tal efecto.
Si eso es lo que una descubre después de tres días de buscar hojas rojas, me queda clarísimo que, de habernos quedado unas horas más, la inercia orgánico-laboral nos habría engullido y habrían tenido que venir a encontrarnos en un invernadero, ordeñando una vaca suiza o, en una de esas, perforando los ojos de triángulo de una calabaza para ponerla en el porche.
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Foto de portada: Theda Acha
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