La filosofía japonesa del wabi-sabi o ¿cómo aprender a ver lo bello en lo imperfecto?
¿Qué es lo perfecto y lo hermoso? La respuesta depende de a quién se lo preguntamos.
POR: Paola Gerez Levy
A principios del siglo XVI, un monje –que hasta la actualidad se considera como el padre de la ceremonia moderna del té– llamado Sen no Rikyu, desafió la tradición de emplear inmaculados recipientes de porcelana china y eligió utilizar artefactos de cerámica japonesa que no tenían la misma simetría que los otros, pero ¿qué importaba? Esta simple acción inauguró una de las filosofías más interesantes y completas del mundo, la del wabi-sabi.
Por muchos siglos, la perfección occidental se le ha atribuido a aquello que es liso, geométrico, simétrico, impoluto, esférico. No obstante, pocas cosas en la vida contienen todas estas características; de hecho la naturaleza –y todo lo que hay en ella– es genialmente imperfecta. Y entre más nos alejemos del cerrado precepto de “lo bueno o lo malo, lo feo o lo bonito”, más podremos contemplar la realidad y apreciar la grandeza que está en los detalles.
Se trata de valorar los pequeños defectos que hay alrededor; desde un jardín hasta la taza de un café o un templo sintoísta en Japón. Según esta forma de ver la vida, la perfección (como la interpretamos en Occidente) no existe en la naturaleza ni en aquello que fabrican las manos humanas, entonces cada cosa es bella, tal cual es.
Wabi-sabi se compone de dos palabras: wabi, que se refiere a la simpleza de lo rústico y a la elegancia sutil; y sabi, que significa lo hermoso de la edad, la serenidad que viene con el tiempo, deterioro. Aun sabiendo esto, incluso para los japoneses es un concepto bastante indefinible y ambiguo que, por cierto, no tiene traducción. Se trata de un sentido de la estética que se desarrolla con el tiempo.
De los monasterios zen hasta la actualidad
El uso de esta filosofía se puede rastrear hasta los antiguos salones de té, unos 700 años atrás. Si bien el té se introdujo en Japón en el siglo VIII, no fue hasta el siglo XIV que esta bebida se convirtió en un centro importante del budismo zen. Para tomar esta infusión los monjes se reunían en salas cubiertas por tatamis y bebían té verde. Dicha ceremonia –sadō– estaba estrechamente ligada con la espiritualidad.
En estas ceremonias los monjes contemplaban la simpleza y belleza rústica –wabi– en los cazos locales, pues tenían acabados un tanto defectuosos o estaban pintados irregularmente. Estos pequeño detalles que tenían “las tazas” que usaban las convertían en algo único e irrepetible. Ojo, que esta valoración de lo imperfecto no es sinónimo de artefactos descuidados o de mala calidad.
Ahora podemos encontrar wabi-sabi en cualquier cosa que pueda considerarse estética, desde alfarería, un jardín, arreglos florales –ikebono–, haikus, obras arquitectónicas y hasta cicatrices en la piel.
De cómo el wabi-sabi llegó a occidente
Esta corriente estética llegó al otro lado del mundo durante la década de los setenta como una contraposición a los productos masivos e industriales que se hacían todos iguales y perfectos. Para muchos, el wabi-sabi representaba la posibilidad de regresarle a la existencia esa autenticidad que le faltaba, que le había quitado la sobremodernidad.
Para entrar en el complejo universo de apreciar lo humilde, en las diferentes disciplinas se adoptaron siete principios estéticos; simpleza, asimetría, naturalidad, belleza sutil, una gracia tímida, libertad y tranquilidad. Aunque hay que destacar que esto no es para nada una definición concreta ni un concepto fijo; la subjetividad y la interpretación propia juegan un papel clave en el considerar algo wabi-sabi.
Dichos ideales comenzaron a aplicarse en el diseño y la decoración; ahora se pueden ver incluso en el desarrollo personal. Así como uno puede valorar una taza un poco deforme o una grieta por donde sale una plantita, también puede aprender a vivir con las imperfecciones de sí mismo –físicas o emocionales– y a ver el paso del tiempo como un traedor de hermosura.
Para practicarlo en los viajes la clave es fascinarnos por lo pequeño. Por las iniciativas locales, por las bancas de los parques a las que podemos acudir para entender un poco de la cotidianidad y hasta por dejar las grandes ciudades e ir a un pueblo en el que la vida es elegantemente simple.
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Imagen de portada: Diego Berruecos
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