17 personas por el Caribe inglés: una crónica familiar
La península donde termina Gran Bretaña es el escenario de un viaje ideal para toda la familia.
POR: Annuska Angulo
Para celebrar nuestros 18 años, invitamos a nuestros amigos y colaboradores más cercanos a compartir sus historias y recuerdos favoritos de Travesías en nuestro especial 18 X 18. Este texto –recomendación de Annuska Angulo y Adam Wiseman– se publicó originalmente en el número 163 de Travesías, en mayo de 2016.
Es un lugar común decir que cuando te casas con alguien, te casas con toda su familia, y por algo es un lugar común: porque, en general, es la verdad. En mi caso, el paquete que se me vino encima fue considerable. Mi suegro, John Sayre Wiseman, que además de los tres hijos que tuvo con su “mujer actual” (así suele presentar a Sarah, mi suegra y su segunda esposa, con quien ya lleva más de 50 años), tuvo otros tres con su primera mujer.
Son seis hermanos en total, y se quieren mucho entre ellos. No es como si fueran dos familias, para nada: están muy unidos a pesar de las distancias. La cosa es así: un hermano y una hermana viven en Los Ángeles, otra en Nueva York, otra en Bristol y otra en Londres, más mi marido, el de México. Los suegros viven en medio de la nada inglesa, cerca de un pueblo de unos 30 habitantes, en el condado de Somerset. Entre los seis hermanos y sus respectivas parejas, hemos conseguido hacer nueve nietos. Echen ustedes la cuenta. Yo la tengo que hacer cada vez que nos reunimos.
A pesar de las dificultades de logística y económicas que supone reunir a una familia así, lo logramos casi todos los años. Hemos pasado varias navidades juntos, de las cuales mis pobres suegros tardan tres meses (literalmente) en recuperarse. Es más agradable cuando nos reunimos en verano, y en un lugar neutral que no sea su casa en Somerset, donde no cabemos por mucho que lo hayamos intentado.
En realidad, cabemos en muy pocos lugares que podamos pagar. Los preparativos para estas reuniones empiezan casi con un año de antelación, con largas series de correos en los que se van decidiendo (entre fogosos debates y ocasionales malentendidos) fechas, lugares y quién se acomoda con quién. Ésta es la historia de uno de los viajes más exitosos con los Wiseman, que sucedió el año pasado en una esquina “soleada” de Gran Bretaña.
Cornwall o el muro de elote: el Caribe inglés
“El muro de elote” es esa colita que tiene Inglaterra al suroeste de la isla. Nos aseguraron que es la región más soleada y menos lluviosa del país, pero Wikipedia parece no estar de acuerdo. Nosotros estuvimos unos diez días, y tuvimos todo tipo de climas.
De cualquier manera, uno no viene aquí a pasar calor y conseguir el bronceado perfecto, sino a disfrutar de la belleza natural del lugar, que es realmente una joya. Viniendo de México, lo primero que pensamos fue en el Caribe. Sobre todo en la costa sur de Cornwall, el mar tiene ese color turquesa como de caramelo tan característico de la costa de Quintana Roo. La temperatura es lo que no tiene nada que ver.
Lo del “muro de elote” es una de las bromas malas de mi marido. Los etimólogos piensan que Cornwall viene de Cornovii, palabra bretona derivada del latín que quiere decir “cuerno”. Los Cornovii eran una tribu celta, parte de los Dumnonii, que vivieron allí desde la Edad de Hierro, y durante y después de la invasión romana. El lenguaje todavía sobrevive, sobre todo en la nomenclatura de los lugares, y por el esfuerzo de una institución, la Cornish Language Partnership, que promueve el uso y el resurgimiento de este idioma antiquísimo.
Es uno de los pocos condados ingleses de los que tenemos una traducción en español, como Gales para Wales. Entonces, podemos decir “este verano fuimos a Cornualles”. Toda esa explicación es para ilustrar el hecho de que esta región retiene aún en gran medida sus raíces culturales celtas. Es un lugar donde el folclore sigue vivo por todos los lados. Gigantes, enanos, piratas con superpoderes, sirenas, pixies: vayas a donde vayas, hay una historia con al menos un ser fantástico involucrado.
Tiene la justa fama de ser uno de los condados más bellos de Inglaterra, con playas de arena blanca, mar azul turquesa, colinas verdes y acantilados que se ponen rosas cuando florece el brezo en verano. Aquí está Saint Ives, un tradicional pueblo pesquero que ha sido refugio de pintores y escultores, tal vez por su luz fantástica y tranquilidad.
La apertura de una galería del Tate en 1993 es testigo de la importancia de este pueblo para el arte británico. Aquí veraneaba Virginia Woolf durante su infancia: dicen que el faro de Godrevy, a unos kilómetros del pueblo de Saint Ives, inspiró su novela To the Lighthouse (aunque la novela está situada en Escocia, éste es el verdadero faro de la Woolf).
La minería fue una de las principales actividades económicas hasta que se acabó todo lo que había (estaño, principalmente, y después caolín, una arcilla que se usa para hacer porcelana). Ahora, las minas de Cornualles son una de las atracciones turísticas predilectas para los niños.
Otra actividad económica legendaria pero no muy honorable en Cornwall fue la piratería, y aunque los piratas más famosos son de Devon y de Bristol, Cornwall tiene también los suyos, inmortalizados en una opereta titulada The Pirates of Penzance, de los legendarios Gilbert & Sullivan (autores victorianos de operetas clásicas como H.M.S Pinafore y The Mikado). Y es a Penzance donde llegamos desde Londres en un tren.
México-Londres-Penzance-Porthcurno
No sé ustedes, pero yo cada vez que viajo por Gran Bretaña me asombro de lo grande que es. Tal vez porque tengo la idea preconcebida de la isla como un territorio limitado —y chico—, la cosa es que a mí nadie me avisó y me agarró por sorpresa el trayecto de seis horas desde Londres a Penzance, donde nos recogieron mis suegros. Así que la recomendación es que si vienen de México planeen un par de días en Londres para agarrar aliento y seguir hasta Cornwall.
El trayecto en tren es maravilloso. Hay partes del viaje en las que las vías flanquean el mar a pocos metros. El tren es caro, pero tan agradable y tan inglés como la BBC. Además, tiene algo maravillosamente calmado y meditativo. En las seis horas del trayecto uno se va deshaciendo del estrés poco a poco, olvidando lo que quedó atrás (el trabajo, la cotidianidad, los pendientes de la casa). Llegamos a las siete de la tarde, y aún faltaba mucho para el atardecer.
Penzance está ya casi en la punta de la península, en la costa sur. Es un puerto relativamente grande y sin mucho encanto en esta región de minipueblitos divinos. Cerca de Penzance, hacia el este, está el Mount Saint Michael, que, como su contraparte en la Normandía francesa, es una isla mareal, a medio kilómetro de la playa. Cuando baja la marea, se puede caminar hasta la isla por una calzada que queda cubierta por el mar durante la marea alta. En la cima hay un castillo medieval que es todavía la residencia oficial de un aristócrata inglés, y que se puede visitar. Hay una vieja capilla del siglo xv dedicada a San Miguel, un puerto pequeñito y varias residencias más. Es posible comer aquí, o tomar un café, pero en el pueblo de enfrente, Marazion, hay más opciones.
Pero Marazion está en dirección contraria de nuestro viaje. Nosotros, después de nuestras seis místicas horas en tren, seguimos un poco más hacia el oeste, hacia el atardecer y el final de la tierra: Porthcurno.
Aquí pasamos cuatro días en una casa sobre un acantilado solamente con mis suegros, la tía Margie, hermana de mi suegra, y unos amigos de ella. Nuestro hijo mayor se quedó en Londres con un amigo. Fueron unos días tranquilos, como para tomar fuerzas para lo que vino después. La peculiaridad de esta casa es que está a un lado de un teatro al aire libre, el Minack, abierto desde Pascua hasta octubre.
El teatro fue construido por una excéntrica mujer inglesa, Rowena Cade, y de veras que ella lo construyó, con ayuda de su jardinero Billy Rawlings, entre 1931 y 1932. A lo largo de los años se han hecho muchas modificaciones y mejoras, pero desde sus inicios no ha dejado de ser una de las grandes atracciones de la zona.
Cada noche hay función, y como la carretera de acceso es un minicaminito por donde sólo pasa un carro, se hacían atascos considerables, pero muy ordenados. Nosotros fuimos a ver una comedia musical, A Funny Thing Happened on the Way to the Forum. Las compañías que actúan en el Minack suelen ser de aficionados —hay muchas en Inglaterra, testimonio del gran apego que tienen a este arte—. El teatro y el atardecer (hasta delfines vimos) hacen un espectáculo inolvidable.
Cada día bajábamos varias veces a la playa de Porthcurno directamente por unas escaleras que empiezan en el jardín de la casa. Félix, mi hijo de 11 años, se iba solo a volar su cometa o a comprar un helado. A un lado de la playa está el Museo del Telégrafo. Aquí, en 1870, se mandó el primer telegrama desde Inglaterra hasta Bombay, “inaugurando la era de la telecomunicación”. La estación cerró en 1970, y hoy es un museo interactivo que está muy bien (para niños y para grandes: es muy interesante).
Durante estos días la actividad principal, instigada por la tía Margie, fueron las caminatas larguísimas. Caminando por acantilados llenos de brezos en flor nos cruzamos con pequeñas manadas de caballos semisalvajes, espiamos en jardines de casas escondidas, pasamos por pueblos con cuatro casas y nombres bellísimos, como Lamorna o Treen, cruzamos riachuelos, platicamos de grandes temas trascendentales e hicimos deliciosos picnics sentados a la sombra de algún muro centenario.
Gracias a Margie descubrimos el app que viene con el iPhone, el que cuenta los pasos. En promedio, durante los días que pasamos con ella, caminamos unos 20 mil pasos, y todos y cada uno de ellos merecieron la pena.
Una noche cenamos fuera, en un pub fantástico, el Logan Rock Inn, donde olvidaron meter nuestra orden a la cocina. Más de media hora después de ordenar, y un par de rondas de cervezas y vodka tonics, empezamos a sospechar que algo no iba bien. Muy apenados, los dueños del pub nos invitaron otra ronda más de tragos.
Salimos de allí tarde y un poco borrachos: esa noche, al regresar a casa, nos quedamos atorados media hora en el tráfico, esperando a que salieran todos los coches del teatro, y mis suegros se soltaron a recitar un poema de Stevie Smith:
Nobody heard him, the dead man,
But still he lay moaning:
I was much further out than you thought
And not waving but drowning.
Poor chap, he always loved larking
And now he’s dead
It must have been too cold for him his heart gave way,
They said.
Oh, no no no, it was too cold always
(Still the dead one lay moaning)
I was much too far out all my life
and not waving but drowning.
Creo que venía al caso porque yo les estaba contando (yo soy de Bilbao, y allí el mar es bravo) que cada verano, durante mi infancia, como no había socorristas profesionales en las playas, se ahogaban invariablemente dos o tres personas en el mar. En fin: conversaciones que suceden mientras se espera a que todos los coches salgan del teatro Minack después de la función.
Al día siguiente decidimos saltarnos el paseo de Margie, que en aquella ocasión era un tour guiado con un biólogo (al parecer muy apuesto) por los acantilados. Con mi suegra y Katherine visitamos Sennen, un pueblo grande con una hermosa playa donde el agua estaba mucho más fría que en la nuestra, que ya es decir. Eso sí hay que advertirles: los baños de mar aquí son sólo para los fuertes de corazón y para niños con trajes de neopreno.
En Sennen degustamos el primero de muchos fish & chips lunchs, disfrutamos del sol y la playa durante un buen rato y también nos dimos una vuelta por las tiendas del muelle, donde puedes encontrar las artesanías de la zona. Cornwall es famoso por su cerámica, tradicionalmente esmaltada de azul.
St Ives y Carbis Bay: la familia al completo
Lo dicho: después de cuatro civilizados días con la tía Margie y sus amigos en los que nos aclimatamos a los horarios ingleses, volvimos a hacer las maletas y cruzamos la península para llegar a Carbis Bay, el pueblo que colinda con St Ives, donde mi cuñada Alix, después de mucho investigar, encontró una casa en la que se podía más o menos acomodar la familia casi al completo.
Sólo faltaron dos de mis cuñadas, lo cual nos deja con: Sarah, John, John Jr., Octavia, Matthew, Louis, Olive, Mitchell, Vita, Alix, Alexander, Sebastian, Neils, Adam, Lucas, Félix, yo + Eppie, la perrita de mis suegros = 17 bestias luchando por toallas y un momento de tranquilidad para usar el baño, más Eppie el collie que, pobrecita, se portó mejor que todos y no usa toallas ni el water closet.
Después de la hermosísima casa de Porthcurno, sobre el acantilado, junto a la playa y al teatro, sabíamos que esto “no iba ser lo mismo”. Como las seis horas del tren, la casa nos agarró por sorpresa: era bellísima e, igualmente que la otra, construida sobre un acantilado, con su caminito que te lleva directo a la playa. Podíamos echar el ojo a los niños desde cualquier ventana mientras ellos andaban solos. El ojo nada más: desde la playa no se podían escuchar los gritos desesperados de “NO TE METAS TAN ADENTROOOOOOOOO, NO SE PELEEEEEEN, SAL AHORA MISMOOOO DEL AGUAAA, VENGAN YA A CENAAAAAAR”, etcétera.
Aquí pasamos una semana fantástica, aunque si la casa pudiera hablar no diría lo mismo. Según pasaban los días, la construcción se iba tensando cada vez más, como las costuras de una camisa demasiado pequeña a punto de reventar. La alfombra blanca de las habitaciones, los pasillos y las escaleras se iban tornando negras por los pelos de Eppie y las pisadas descuidadas de los niños.
Cada día, mi cuñada Alix rompía uno o dos vasos. Rompimos la cafetera, el poste para las toallas de uno de los armarios, una tetera y alguno que otro plato. Desde la misma tarde en que llegamos, ya no hubo una toalla seca durante toda la semana. Los enchufes siempre estaban llenos de aparatos electrónicos. La poderosa señal de internet inglesa era insuficiente para todos nosotros, pero gracias a ésta, y a la enorme playa abajo, de aguas tranquilas, increíblemente hubo cuantiosos momentos de paz y silencio todos los días. Mi cuñada Octavia estaba, de hecho, trabajando en su tesis (ella es partera), y creo que algo consiguió avanzar. Yo, que tenía una entrega para una revista en línea, tuve suerte: corrieron al editor que me encargó el texto y la nueva editora me dio un mes de prórroga.
Planea antes de que te planeen
Una de las claves del éxito de este tipo de viajes (aparte de tener siempre presente el cariño, de hacer uso de la paciencia, de pensar que “esto sólo va a durar unos días, así que mejor lo disfrutas”, y de ser muy creativo con la pasta y el pollo) es la experiencia de una suegra que ha viajado con seis niños por el mundo desde que tiene 30 años.
Suele hacer planes especiales para todos, pero por separado, y deja al resto de la manada a nuestro cargo. John y ella se solían llevar a dos o tres de los más chicos a caminar hasta St Ives (con la promesa de un premio, que puede ser un helado, un pastie, un lunch en un pub o una visita a una tienda de juguetes).
Carbis Bay y St Ives están comunicados por tren (el trayecto dura como siete minutos), así que para ellos, the oldies o the wrinklies, es perfecto: pueden ir caminando y regresar en tren o viceversa sin sentir que se mueren. El caminito público sube y baja suavemente por un acantilado pequeño, arbolado y lleno de casas preciosas y ocultas entre la vegetación.
Otro plan fue uno al que nos apuntamos Sarah, mi cuñada, Alix y yo, con sus niños gemelos de siete años, Bas y Neils: había rumores de que al final de la bahía, frente al faro de Godrevy, había focas. Así que ahí vamos en busca de focas. Cuando salimos en coche de Carbis Bay hacía sol y calorcito; para cuando llegamos, 20 minutos después, llovía y el viento se soltó con fuerza.
Godrevy es una playa larguísima, con un mar bravo perfecto para surfear —hay una escuela de surf allí, y un par de cafés para comer—. Al final de la playa está el estacionamiento y el camino que sube hacia el acantilado con la mejor vista del faro (y las supuestas focas). El viento nos tiraba, pero insistimos gemelos, suegra, cuñada y yo, y seguimos adelante por el acantilado. No hubo focas, y casi nos congelamos entre el viento y las ráfagas de fina lluvia que no estoy segura si venían de arriba o directamente del mar, pero fue un gozo para la vista.
El faro está lo suficientemente cerca del acantilado como para poder ver los detalles: las escaleras, el balcón que lo rodea arriba, las rocas golpeadas por las olas furiosas. Incongruente y solitario, sobre el acantilado estaba el camión de los helados, con una señora pelirroja y suculenta dentro que te pregunta “what would you like, love?”.
La excursión fue un éxito porque nos sirvió como scouting: encontramos el lugar perfecto para hacer un picnic todos juntos, que se armó unos días después, al extremo de la larga playa de Godrevy. Ese día, el del picnic, cuando ya nos íbamos todos, Alix y Adam decidieron que era una gran idea ir a ver si por fin lograban ubicar a las elusivas focas, para llevar a los gemelos a verlas en caso afirmativo.
Me dejaron a mí con los dos niños, y pude experimentar lo que se siente cuidar de gemelos: como si fueran polos opuestos de imanes, una fuerza superior a ellos los hace salir despedidos cada uno por su lado. Fueron 20 minutos muy emocionantes. Y Alix y Adam vieron focas (o tal vez eran albatros, quién sabe: estaban tan lejos que se veían muy chiquitas. Los gemelos prefirieron visitar de nuevo a la señora pelirroja del camión de los helados).
Hubo muchos planes más: uno de los días lluviosos visitamos el Tate y el museo de Barbara Hepworth, una destacada artista británica que vivió en St Ives desde la Segunda Guerra Mundial hasta que murió en 1975. Ella fue una de las grandes escultoras del siglo XX y un personaje amado y odiado en partes iguales en la comunidad artística de St Ives.
Los niños más grandes alquilaron paddle boards una tarde. Adam y yo fuimos en coche con Sarah, John y Eppie a visitar Zennor, un pueblo precioso, de no más de diez o 12 casas. Ubicado sobre un acantilado de unos 100 metros de altura, tiene una pequeña iglesia normanda del siglo XI, con agregados de los siglos XIII y XV. Dentro se conserva una peculiar silla muy antigua con una sirena tallada.
La patrona de la parroquia es Santa Senara, cuya historia es un caso típico de folclore: Senara estaba casada con un rey bretón a quien le fue infiel. El rey, claro, la tiró al mar en un barril, embarazada. Allí la visitaron los ángeles, se convirtió a la fe cristiana y, todavía en alta mar, sacudida por las olas, dio a luz a un hijo que posteriormente fue un obispo o un santo.
En este pueblo, a las afueras (digamos), vivió por un rato D. H. Lawrence. Y también hay una tumba megalítica, y una señora que vende en su casa suéteres hechos por ella con lana pura de Escocia.
Fuimos muchas veces caminando o en tren a St Ives, a los charity shops que yo adoro, a comer pasties, a perdernos por su laberinto de calles, a ver gente. Otro día el suegro John se llevó a varios muchachos a jugar golf al hotel Tregenna Castle (hay varios campos más en los alrededores, con vistas espectaculares de la bahía y precios accesibles). Hubo al menos cuatro expediciones al Waitrose, el supermercado, sólo para valientes, en las que uno se enfrenta al horror de contemplar la cantidad de comida y bebida y cosas que consume un grupo de 17 personas en muy poco tiempo.
Y para mantener o recobrar la cordura, todos los días había varios momentos en los que me lograba escapar yo sola a la playa, bajando rápido por el caminito de medio metro de ancho flanqueado de cardos, zarzas con sus moras aún rojas, helechos frondosos y unas flores naranjas que allí se llaman montbretias (se pronuncia “mombrishias”) y en español tienen el delicioso nombre de crocosmias; al final del camino mojaba mis pies en un diminuto riachuelo que brotaba por ahí cerca y dejaba un pocito en la arena de la playa, junto al acantilado; en menos de tres minutos estaba echada en la arena, mirando y escuchando el mar, y ya todo volvía a cobrar sentido.
Con el tiempo de fumar un cigarro y recuperar el aliento era suficiente, y subía de nuevo a toda prisa “no vaya a ser que empiecen a cenar sin mí”.
A veces mi cuñada Alix me pregunta cómo consigo no perder la paciencia con ellos. Interiormente, por supuesto, me quejo de las enormes pilas de platos, del estrés de cada desayuno, comida y cena; de las ocasionales peleas entre padres e hijos y hermanas y hermanos; pero eso lo hago interiormente, y en seguida se me pasa.
Me concentro en el privilegio de estar todos juntos, vivos y sanos, en un lugar maravilloso, en un verano en el que el sol se pone a las diez, junto al mar, haciéndonos mayores juntos. Pienso “nunca vamos a ser tan jóvenes como hoy”, me entra una extraña felicidad medio nostálgica, y la verdad es que no cambiaría esto por nada, toallas mojadas incluidas. No quisiera estar en ningún otro lugar.
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Foto de portada: Adam Wiseman
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