Revista

Vislumbrar el futuro

¿Qué nos depara el futuro de los viajes?

POR: Redacción Travesías

Me pidieron que recomendara lugares a donde uno podría viajar en 2020 si quisiera “echar un vistazo al futuro”. Quizá esperarían que nombre uno de los sospechosos comunes: alguna reluciente capital trofeo de un estado petrolero despótico, digamos, con sus avenidas triunfales repletas de rascacielos fálicos cada vez más inútiles. O tal vez que escribiera sobre China, donde todo —desde una habitación de hotel y un boleto de tren hasta un espresso matutino— se puede pagar con reconocimiento facial (siempre y cuando uno esté en buenos términos con el gobierno). Pero, siendo sincero, sólo se me ocurre lo siguiente:

Para muchas personas, los próximos años implicarán viajes hechos por necesidad más que por deseo. Quizá una visita a alguno de los grandes campamentos de personas desplazadas pudiera ser un anticipo instructivo. El campo de Kakuma en Kenia, por ejemplo, concentró en 2015 a una población de 184 550 personas que huyeron de las guerras en Sudán y Somalia; casi una ciudad por derecho propio. Sin embargo, tan sólo pensar en este sitio como un posible destino turístico, por impresionante que sea, sobrepasaría los límites del gusto.

Preferiría quizá un viaje a los confines de la capa de hielo de la Antártida occidental. Sinceramente, observar los estanques oscuros formándose en la superficie de esas extensiones de un blanco sin fin —dándonos cuenta de que absorben más la energía solar y, por lo tanto, derriten el hielo que queda debajo mucho más rápido— sería conocer el futuro.

El frío antártico, por supuesto, no es para todos; como se sabe, algunos prefieren quemarse. En ese caso, ¿podría recomendar la Zona de Exclusión de Chernóbil y la vecina reserva radioecológica estatal de Polesia para echar un vistazo al mañana? Con sus poblaciones de osos, jabalíes, bisontes, castores y unos cuantos cientos de especies de aves que resurgen, es posible encontrar algo de consuelo al ver cuán rápido la naturaleza reclama nuestros descarríos. Pero, como lo deja claro Svetlana Alexiévich en las últimas páginas de su luminoso Voces de Chernóbil, por ahí todavía acechan cuestiones éticas que tal vez no deseemos asumir —eso sin siquiera hacer mención de los radioisótopos.

Y con eso, tal vez la idea de que uno puede simplemente subirse a un avión ad libitum pertenece más al pasado que al futuro. (Como lo admitió hace poco un ejecutivo de la industria de la aviación: “Si hay un nombre que todos en este negocio conocen, que no conocían el año pasado, es Greta Thunberg”.) Entonces, ¿a dónde iremos a probar el mañana, cuando el hecho de volar en sí mismo se ha vuelto problemático? Aquí la respuesta es más clara, ya que no implica nada más que caminar hasta el parque o espacio abierto más cercano que tengamos. Si el futuro nos depara algo, apuesto que son aventuras cerca de casa.

Por Adam Greenfield

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