Chiapas desde la raíz: un recorrido único por la selva
Manglares, cascadas y una playa escondida forman parte de este recorrido desde San Cristóbal de las Casas al corazón de la selva de Chiapas.
POR: Alan Amper
El punto de partida fue San Cristóbal de las Casas. Allí los tamales se comen en bola: una esfera envuelta en hoja de maíz que condensa el sabor del chile, la carne y las especias que le dan un toque único. Los probé una mañana fría, en una esquina del centro de la ciudad mientras esperaba una combi de transporte público: chile Simojovel y carne de cerdo, salsa roja, absolutamente deliciosos. A partir de ese momento decidí eludir cualquier cosa que se parezca a los tours multitudinarios y caer, profundo, en la experiencia chiapaneca.
Varios tamales después, ya estábamos en la carretera a mitad de la selva Lacandona; el camino tenía algunos baches y muchas curvas. A la combi se subía y bajaba gente en algunas paradas a lo largo del camino, muy pocos de ellos fuereños. El destino de este tramo era Las Nubes, una cascada imponente formada lo largo del río Santo Domingo, donde los más aventurados se lanzan a hacer rafting mientras la densa neblina producida por la caída del agua crea esa sensación de estar entre nimbos. Sabía que el destino estaba retirado, así que procuré ponerme lo más cómodo posible: viajé junto a una gallina en una jaula y, sin embargo, funcionó. Lejos de lo conveniente que podrían ser los tours, aquella combi me permitió conocer a gente local y platicar con ella, sentir cómo viven aquellos que aún no han sido tocados tan de cerca por el turismo. Por supuesto, hay siempre la posibilidad de rentar un coche y recorrer la agreste carretera 307 en dirección a Nueva Jerusalén.
Cascadas y lagunas sobrenaturales
Todavía a unos metros para estar frente a las cascadas, podía oír el agua rauda y veloz, crujiendo fuerte y claro. A lo largo del sendero se llega a las rocas y la vera del río. Hay un punto, con el agua en los pies –basta con sentirla helada para allanar el calor–, desde donde se puede mirar una caída feroz por un túnel natural. Después, el otro sendero, el que lleva al mirador, entre plantas, rocas y flores; un agasajo cuesta arriba. Y la vista me dejó babeando: una serie de fosas naturales que el agua del río Santo Domingo golpea clamorosamente; albercas color turquesa que emanan brisa, que parecen nubes. Ahí vale la pena echarle un ojo al centro ecoturístico Causas Verdes Las Nubes si decides dormir aquí: es rústico, pero posee lo necesario para pasar bien la noche a poca distancia del río.
El apetito es un animal caprichoso y en Tierra y Cielo parece encontrar un estímulo constante: su cocina tradicional chiapaneca, a cargo de la chef Marta Zepeda, es un santuario de recetas regionales, hechas con base en ingredientes locales, a las que se les ha dado un giro con técnicas de otras gastronomías. Sin duda, aquí la triada de chile Simojovel, flor de chipilín y queso Chiapas es la estrella de la sazón: tamales, enchiladas, quesadillas, chilaquiles… El chipilín, un quelite típico de Centroamérica, y el chile de Simojovel son piezas fundamentales de la dieta chiapaneca. El chile se come encurtido con limón o en salsas, en un tamal de bola con carne de cerdo y hasta con unos huevos fritos, incluso asado con una tortilla. Para los indecisos (o los que lo quieren todo), también hay un menú degustación en el que destaca el mole coleto: de sabor dulce, se prepara con pan de yema regional coleto (originario de San Cristóbal de Las Casas), chocolate y plátano del Soconusco. Para terminar, sólo hay que pedir el exquisito ron de cacao y dirigirse sin dilación a la cama.
Al día siguiente volvemos al ruedo desde muy temprano para ver los espejos de agua cristalina en el Parque Nacional Lagunas de Montebello, cuya belleza se nos había anticipado –aunque no en toda su magnitud– en las cientos de imágenes que encontramos en internet al hacer el scouting de los puntos por visitar en Chiapas. Pocas veces sentí ese grado de intimidad con la naturaleza, como si los árboles, pájaros y yo estuviéramos despertando al mismo tiempo.
Ya de regreso en el Centro Histórico de San Cristóbal de Las Casas, fuimos recibidos por el perfume de los esquites y el pan dulce que proviene de locales y puestos; con el apetito a tope fuimos a Cocoliche, un restaurante con un desorden encantador, con luces de colores y mobiliario tan variado como su menú, en el que destaca un exquisito curry amarillo que me obligó a pedir más arroz para acabarlo. Este sitio es conocido no sólo por su excelente cocina, sino porque ofrece shows en vivo de jazz y blues por parte de artistas venidos de –casi– todas partes.
El paseo nocturno de regreso al hotel fue tranquilo. Los faroles de la calle alumbraban algunos empedrados vacíos; otros más cerca del Centro Histórico tenían paseantes y vendedores. El frío cala los huesos; es seco, pero el aire es fresco, limpio. Durante el día, en esos mismos espacios, un sinfín de artesanos venden sus coloridas creaciones: mis favoritos, los textiles y la cestería, con su enorme diversidad de formas, entramados y diseños en bejuco, ixtle y palma.
Pueblos Mágicos y Chiapa de Corzo
Chiapa de Corzo es pequeño; aquí no encontrarás hoteles de suntuosidad tintineante o tradicional que podrías hallar en otros Pueblos Mágicos más desarrollados, y ése es, precisamente, el tipo de lujo que busca quien quiere conectarse con la naturaleza y, en definitiva, con la esencia de uno mismo y lo que le rodea.
Como buenos viajeros curiosos y melómanos, en cuanto pudimos fuimos a echar un vistazo a la Casa Museo de la Marimba, de la familia Nandayapa, donde nació el marimbista Zeferino Nandayapa, compositor y arreglista chiapaneco que hizo de la marimba ese instrumento con una fogosidad tan particular. Capaz de tocar a Bach y sorprender a extraños en la Orquesta Filarmónica de Londres. Su marimba está tan viva como esas infinitas plantas verdes de la selva Lacandona y en este pequeño museo es posible observar un poco de su vida íntima, desde algunas fotografías personales hasta sus variadas marimbas.
La Plaza de Armas de Chiapa de Corzo es diferente a la generalidad de las plazas coloniales, pues en ella sobresale la monumental fuente construida con ladrillo rojo, única en Chiapas: la vista arquitectónica de una de las ciudades coloniales más antiguas de América Latina. Una vez recorrido el Centro Histórico –y tras desayunar sus tamales de bola–, viajamos a Tonalá, Chiapas, desde donde tomamos un taxi hacia El Madresal, aquel paraíso prometido de la playa escondida detrás del manglar. El recorrido nos toma casi tres horas, durante las cuales observamos fascinados las vistas que ofrece la selva.
El Madresal es una cooperativa local que se formó para crear un proyecto ecoturístico que permitiera la conservación natural de la zona y el desarrollo económico de la comunidad de pescadores que viven cerca de Tonalá. En aquel sitio, el restaurante palapa es el único comedor disponible, pero los pescados y mariscos frescos, recién atrapados, son un festejo a la cocina local. Encaramado frente a la playa, dependiendo de la época del año, puedes observar desde allí el desove de las tortugas en la playa o las múltiples aves que atraen a cientos de viajeros cada año. Optamos por hacer un recorrido en lancha entre los manglares para regresar y pasar el atardecer descansando en una de las pocas palapas que sobresalen entre el verde fulgurante de la costa.
Aquí, en las noches no hay energía eléctrica y, en ningún momento del día, señal de celular. Sí hay, en cambio, múltiples senderos que comunican las construcciones del complejo para evitar la erosión de los suelos, un diseño que –me imagino– visto desde el cielo podría emular un dibujo detallado de nuestra huella en la tierra en este instante. Cada bocanada de aire puro en este rincón aislado e iluminado durante las noches con velas te permite reconectarte con ese asombro que sólo se siente de niño al observar por primera vez con atención las estrellas.
Al día siguiente, a unos pasos de nuestra cabaña, sentado en la arena y con el ligero oleaje de fondo, recibí el amanecer que de a poco fue escondiendo el manto estelar. Con el sol se iba revelando la espectacular flora de los manglares –blanco, rojo, botoncillo y negro–, los cuantiosos verdes, amarillos y ocres de las plantas. Las raíces sobresalen del agua, como si quisieran atrapar las hojas.
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