Metidos hasta las entrañas de Colombia, una tormenta tropical llegó sin mayor aviso y nos obligó a buscar refugio bajo una palapa, en medio de un sembradío de plátano cerca de San Basilio de Palenque, la única comunidad fundada por esclavos fugitivos en el siglo XVII que sigue en pie. Los músicos tomaron sus instrumentos de manera casi ceremonial y comenzaron a improvisar. Fue en ese momento que entendí el don casi pavloviano del que fueron dotados todos los colombianos. Mismo que Paulina —fotógrafa con quien hice este viaje— y yo fuimos a comprobar en una travesía de diez días por Colombia, tierra de más de mil ritmos musicales; desde el vallenato en Valledupar hasta los cantos de vaquería en los Llanos Orientales, pasando por la champeta en Cartagena.
Fue en ese momento que entendí el don casi pavloviano del que fueron dotados todos los colombianos
“Nosotros —los caleños— no encontrábamos ningún ritmo que nos identificara: ni los que venían de la costa pacífica, ni los de la parte andina; entonces acogimos y adoptamos la salsa como nuestra”, Benhur Lozada, uno de los principales difusores de este género en la década de los setenta como locutor en Radio Tigre y organizador del primer Salsódromo, nos explica que la salsa en realidad no viene ni de Cali ni de Colombia. Obtuvo su nombre en Nueva York, pero los ritmos se pueden rastrear hasta los viajes de los colonizadores que llevaban esclavos africanos a Cuba, donde la conga se mezcló con el danzón, momento en el que nació la clave (ritmo base de la salsa). Para 1930, este tipo de música llegaría a Estados Unidos bajo el nombre de rumba. Años después, Pérez Prado —músico cubano— llevaría el mambo al cine mexicano, y en el 51, al club Palladium en Nueva York, donde tuvo un boom.
En 1959, al inicio del mandato de Fidel Castro, en Cuba, muchos músicos se mudaron a Nueva York. La ciudad se convirtió en bullidero de música latina hecha por migrantes con los ingredientes necesarios para el bing bang de la salsa. Mientras, en Cali se popularizaban los bailes de cuota en donde se pagaba para escuchar los LPs traídos desde Nueva York. Los reproducían a 45 rpm para hacer la música más rápida y bailaban como habían aprendido al ver repetidas veces las películas mexicanas. En el 69, el programa Salsa, ritmo y sabor reproducía 30 minutos de salsa; cuatro años después, los dueños de la primera estación que transmitía este género las 24 horas del día sobornaban a los conductores del transporte público para que únicamente los sintonizaran a ellos: todo Cali escuchaba salsa.
Hoy en día, la salsa es un fenómeno mundial. No es raro ver academias que ofrecen clases de baile en las calles de Europa, cuyos egresados más aplicados hacen peregrinaciones a Cali para poner a prueba sus pasos en lugares como La Topa Tolondra, un enorme hangar al que van turistas y locales por igual; en donde los reflectores no son suficientes para ver la velocidad con la que algunos bailarines mueven los pies y donde las sombras acogen a los principiantes que, intimidados, se limitan al paso básico. Hace calor, la gente suda. Se baila pegado, se baila a distancia o se baila solo; el alto volumen de la banda en vivo no da espacio para nada más. Cuando la gente se cansa se aparta a la barra para refrescarse con una cerveza Águila o una Póker, y —como si de un equipo de tag team se tratara— quienes estaban descansando aprovechan la campanada de una nueva canción para volver a la pista; una marea de personas que entran y salen constantemente. Benhur, caleño de la vieja escuela, refunfuña mientras ve cómo los jóvenes bailarines “aletean” con los hombros por el ímpetu de moverse lo más rápido posible (sólo un experto lo notaría). El purista no puede más y nos insta a partir para ver “la verdadera salsa caleña”.
La ciudad se convirtió en bullidero de música latina hecha por migrantes con los ingredientes necesarios para el bing bang de la salsa.
Salimos al punto de las 00:00, y Benhur dice al taxista, con la seriedad de quien dicta una sentencia: “Siboney”. Es martes, no hay mucho movimiento en las calles, sólo son dos kilómetros de recorrido, pero es difícil olvidar el peso histórico del nombre de la ciudad en la que estamos. El ondulante letrero de neón verde a la entrada de Siboney tiene aires de los ochenta, pero aún más la palabra “discoteca” pintada con el azul chillante del neón a un lado. Entramos y nos recibe Ismael Rivera con su éxito “Mi jaragual”, lanzado en 1973. Aquí no hay turistas y no hay gente que “aletea”; el martes de Siboney es casi sagrado, una tradición que se ha mantenido desde 1981. Aquí lo que hay es salsa clásica… y el exgobernador de la ciudad, según nos señala Benhur. Nuestra mesa tiene neón, las paredes también y el piso con cuadrícula de ajedrez blanca y negra tintinea con las luces de la bola de disco. Este lugar podría inaugurar el término “kitsch clásico colombiano”. Benhur puede identificar de dónde viene cada persona según su estilo de baile; es un movimiento más sobrio, más elegante. Se le ve feliz, ahora sí baila. Es extraño imaginar una escena similar en el Palladium de Nueva York o en alguna discoteca de Miami; pero, de nuevo, la salsa ya es un fenómeno mundial, y si no viene de Colombia ¿qué otros ritmos sí?
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Nadie pensaba que iba a llover. Dos horas antes de refugiarnos de la lluvia en esa palapa tratábamos de protegernos del sol fulminante en una de las casas de San Basilio de Palenque, la única comunidad fundada por esclavos fugitivos como refugio en el siglo XVII que sigue en pie, lo que la hizo acreedora al título de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la Unesco. Afuera, sensación térmica de 41ºC; adentro, un pequeño cuarto con paredes repletas de grafiti; 15, 16, 17 personas y un gecko, el número aumenta rápidamente por los niños que vienen corriendo por las calles de tierra al oír los tambores de Kombilesa Mi, un grupo de Rap Folclórico Palenquero (RFP). “La música está más viva que nunca. Es inimaginable la vida de un palenquero sin ella, porque la música es el eje que atraviesa la vida, desde el nacimiento hasta la muerte. Lo hacemos con público, sin público, a capela, en el campo, en el arroyo; bebiendo, no bebiendo; riendo, llorando”, Andris Padilla —mejor conocido como Afro Neto— es el director de la agrupación, creador del RFP y reconocido líder social que, preocupado por el relevo generacional, busca transmitir la lengua y tradiciones palenqueras a los jóvenes a través de su música.
A más de mil kilómetros al norte de Cali nació un género musical que explica lo que es en gran parte la cultura colombiana: el vallenato. Sus instrumentos vienen de las tres culturas que conforman al país: la guacharaca (cultura indígena), la caja (cultura africana) y el acordeón (cultura europea). Este género es una de las exportaciones culturales más importantes de Colombia, tan sólo hay que mencionar a dos personajes. Por un lado, Gabriel García Márquez, quien en 1977 dijo en una entrevista: “Creo que más que cualquier otro libro, lo que me abrió los ojos fue la música, los cantos vallenatos”, más adelante, en el 84, declaró que Cien años de soledad “no es más que un vallenato de 450 páginas”. Por el otro, Carlos Vives, uno de los músicos más reconocidos del país; sin embargo, lo que pasa en uno de sus conciertos dista mucho de ser lo que acontece en Valledupar. “El vallenato es poder contar una historia en una canción, no sólo tocamos por tocar. Mi misión con este instrumento —el acordeón— no es comercial, es de decir lo que está pasando en mi hogar”, Ricardo Villafañe, acordeonero arhuaco de la Sierra Nevada de Santa Marta, quiere dar a conocer a través de su música el deterioro ambiental que ha sufrido la sierra y, al mismo tiempo, mostrar que los indígenas también son parte de esta cultura musical. Con una vestimenta blanca tradicional y más cómodo con el acordeón que sin él, Ricardo es uno de los tantos jóvenes de la zona que han pasado por la academia de Andrés “el Turco” Gil, un semillero de talento en Valledupar.
“Creo que más que cualquier otro libro, lo que me abrió los ojos fue la música, los cantos vallenatos” –García Márquez.
“No tocar en la oficina” parecería un letrero hostil en la puerta del despacho del Turco Gil; sin embargo, “eso es lo que más se hace ahí adentro”, dice el maestro entre risas. Afuera, ocho niños tocan el acordeón en el patio, no al unísono, cada uno está practicando una canción diferente. Si llevar una conversación con ese ruido requiere concentración, el dominio del instrumento de parte de los niños y adolescentes debe ser total. El objetivo de manejar los cuatro “aires” (son, puya, paseo y merengue) es llegar a tocar en el Coliseo frente a 22 mil personas, en donde se lleva a cabo el Festival de la Leyenda Vallenata, que culmina con el nombramiento de los reyes vallenatos. En su 51ª edición en el 2018, el personaje homenajeado fue, precisamente, Carlos Vives. “Lo de Carlos Vives es algo del tiempo que él está viviendo, y la gente de su generación lo entiende más fácil”, Beto Murgas, uno de los compositores más importantes del género y dueño del Museo del Acordeón, trata de explicar el fenómeno del famoso artista sirviéndose de las palabras de García Márquez: “No se puede impedir que una cosa evolucione, como no se puede impedir que el lenguaje evolucione… si hay acordeoneros y compositores que viven en la ciudad, entonces sus vivencias y experiencias son urbanas y a ellas tienen que referirse. El vallenato está remitido a su realidad, ella es su servidumbre, ese es su destino”. Y el destino del vallenato hoy en día es tener a Carlos Vives como embajador del folclor para el mundo. “El chiste es que la música vallenata no se pierda”, dice Beto rodeado de la colección de acordeones en su museo, “afortunadamente tenemos un espacio —el festival— en el que sólo vamos a escuchar música tradicional”. Para preservar la tradición, la Unesco declaró esta música como Patrimonio Cultural e Inmaterial de la Humanidad.
Parte de esa tradición dicta que el vallenato debe escucharse en “parrandas”: música y ron bajo un árbol (de mango, preferiblemente). En teoría no se baila, pero la música de Ricardo Villafañe invita tanto a bailar que los propios maestros guardianes de la tradición rompen con esa regla y nos tientan a levantarnos. Rápido cuando se toca un merengue, y romántico cuando se toca un son; el vallenato siempre tiene de fondo la caja, que entró por la costa del Caribe, al otro lado de la Sierra Nevada de Santa Marta, el hogar en peligro del que el artista habla en sus canciones, en Cartagena de Indias.
Afro Neto, el palenquero que oye Snoop Dogg, Kendrick Lamar, Dr. Dre y que ha sido visitado por Residente, viste un conjunto lleno de patrones geométricos de fondo blanco, con detalles verde menta, amarillo y un afro. Casi todos tienen afro. “Tenemos una canción que habla de los peinados porque también cuentan una historia, también son parte de nuestra esencia y de la memoria que tiene San Basilio de Palenque. La hicimos contra el racismo, contra los que dicen pelo malo, pelo duro; es una forma de contestar a esas personas que nos discriminan”. Kombilesa Mi está recorriendo el camino que Sexteto Tabalá (los reyes del son palenquero) ha trazado en contra de la discriminación durante casi 90 años. “Al principio fue duro porque ellos tenían miedo, decían ‘¿estos pelados qué les pasa?, ¿qué están haciendo con la tradición musical?’ —ríe—. Después se dieron cuenta de que era una fusión seria que buscaba el fortalecimiento de la música con nuevas sonoridades”. Si Afro Neto es considerado un líder social, Rafael Cassiani —líder actual de Sexteto Tabalá— es un maestro, figura que se adquiere con la edad y la experiencia. Maestro con el que horas después nos refugiamos de una tormenta tropical que llegó sin mayor aviso bajo una palapa en medio de un sembradío de plátano.
“Tenemos una canción que habla de los peinados porque también cuentan una historia, también son parte de nuestra esencia”
Es un cliché, pero la mejor manera de conocer las calles de Cartagena de Indias es perderse en ellas. Paulina y yo tuvimos la oportunidad de hacerlo la mañana del 15 de julio a las diez de la mañana, mejor conocido como el día en que Francia le ganó 4-2 a Croacia en la final de la Copa del Mundo en Rusia. Es importante especificarlo, porque ese domingo las calles de la ciudad amurallada estuvieron vacías y silenciosas. Honestamente, fueron las dos mejores horas que ahí pasamos.
Después de caminar por estas calles a uno no le duelen los pies (es posible rodear la ciudad amurallada en menos de una hora), a uno le duele el cuello porque en Cartagena es mejor voltear hacia arriba por sus balcones. Uno sufre el mismo efecto que cuando camina por los pasillos de los grandes museos como el Louvre, son tantas las obras de arte, que de pronto las empieza a filtrar. Me detengo a observar un balcón que bien podría ser el siguiente o el de dos cuadras atrás: es blanco, cosa que lo hace resaltar entre tantos amarillos, rosados, anaranjados y demás colores tropicales que lo rodean. El sol constante y la sal marina que lleva la brisa se han encargado de dejar con grietas a la madera que, como cicatrices en la piel, cuenta historias que lo sostienen. No tiene bugambilias, ni enredaderas verdes con flores color lila que invaden a los demás, se limita a tener una palmera que proyecta su sombra en la pared amarilla vecina. Es un balcón que no tiene pretensiones, que no ha sido barnizado en años, que no es para los turistas; es para quien vive en esa casa y cumple con su propósito básico: la posibilidad de habitar un espacio en el exterior, porque la vida en el trópico se lleva a cabo afuera.
Afuera, en las calles de Cartagena, fue donde se originó la champeta; la música de moda en el país que ha hecho sobresalir la cultura africana en Colombia más que nunca. “A pesar de que llegamos a tierras ajenas, los conquistadores no pudieron quitarnos la cultura. Pudimos engañarlos porque lo que llevamos dentro no se muestra a menos de que uno quiera manifestarlo. Les hicimos creer que nos habíamos vuelto seudoeuropeos, pero llevábamos nuestra africanidad dentro. No pudieron con nosotros”, Luis Torres es un músico de champeta o un “champetudo” que ha visto cómo esta música ha hecho su camino de los barrios pobres de Cartagena a los mejores bares de Bogotá. “Con la presencia de nuevas generaciones que de pronto no tienen tanto conocimiento o una identidad tan marcada, nos dimos cuenta de que los jóvenes han tergiversado un poco el significado de la champeta cuando la mezclan con géneros que no tienen nada que ver, incluso con el reguetón, tratando de hacerla más comercial”. Benhur, el locutor caleño, probablemente estaría de acuerdo con esto.
“Los conquistadores no pudieron quitarnos la cultura. Pudimos engañarlos porque lo que llevamos dentro no se muestra a menos de que uno quiera manifestarlo.”
Pero no todo está perdido, para el purista de la champeta hay gente que está tratando de seguir con la tradición, como el grupo La Soukursal que se presentó en Bazurto Social Club, un bar-discoteca a las afueras de la ciudad amurallada. Pequeño pero con mucho ambiente, Bazurto es el lugar perfecto para ir a bailar: lo local y original como para conocer la oferta musical de la ciudad, y tan cercano y seguro como para ir caminando. La filosofía de los champetudos es enfrentar los problemas de la vida con alegría y eso se siente en el momento en el que empieza la música. Más que bailar, uno quiere dar pequeños brincos; más que artistas, parecen animadores de fiesta. La guitarra eléctrica en sus notas agudas, la batería, las trompetas, el bajo, las congas, el sintetizador y la voz del cantante envuelven al lugar y a las personas de una alegría que se desborda por las ventanas. Todo mundo sonríe, sin importar si eres cartagenero o no; éste es el efecto de la música contestataria afrocaribeña.
“Si bien la champeta nace de negros, me he dado cuenta de que ser negro no es llevar la piel negra; ser negro es sentir como nosotros, ser negro es confluir en los mismos espacios, ser negro es creer en uno mismo, ser negro es, como decimos aquí, vacilarte en la misma tonalidad. Cartagena es tan negra que la champeta ha permanecido y con eso demuestra que todas esas barreras raciales no existen, que para ella no hay quien la contenga, que para ella somos iguales”, concluye Luis Torres.
La música como resistencia está presente en todo el país, pero las costas del Caribe parecen abrazar cada vez más al champetudo y a su estilo de vida. Es a más de mil kilómetros al sur, entre la cordillera de los Andes y la Amazonía, que los vaqueros colombianos ven en la música el vehículo para preservar y dar a conocer la cultura de los Llanos Orientales, declarada por la Unesco como Patrimonio Cultural Inmaterial, con el pequeño gran asterisco de “requiere medidas urgentes de salvaguardia”.
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Dos truenos aislados y luego se desató la lluvia. Corrimos a la palapa en medio del sembradío de plátano en donde habíamos comido un caldo de gallina criolla; los músicos empiezan a tocar, a improvisar. Lo que solía ser el estruendo de las gotas gordas de agua sobre las grandes palmeras empezó a alinearse con el sonido de los tambores (mensajeros de los dioses), la marimba (piano de la selva) y la marímbula (canto de la montaña). Fue en ese momento que me di cuenta de que no le estaban tocando a la lluvia, estaban tocando con ella, y así fue que entendí el don casi pavloviano del que fueron dotados los colombianos: cuando la naturaleza habla, el colombiano le canta; cuando no se identifica con un ritmo, lo modifica e inventa un baile; cuando es discriminado, canta y baila en contra de ello; cuando viene de la ciudad, canta y baila sobre ello; cuando su identidad está en peligro, canta y baila por ello. Cuando el colombiano escucha música, canta y baila.
Cuando la naturaleza habla, el colombiano le canta.
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Para conocer la cultura de los Llanos Orientales hay que salir al campo y subirse a un caballo. “El llanero siempre tiene en su mente cantarle a la naturaleza, cantarle al ganado y al caballo. Yo no hallo un llanero sin caballo (toca un acordeón en la guitarra), es su otro yo, su más fiel amigo”. Este lugar se dedica a recibir turistas y a dar recorridos a caballo en los que explican los diferentes cantos del campo, porque la cultura de los llanos siempre está atada al trabajo. Para ordeñar, las mujeres le cantan a la vaca una tonada suave para irla llamando, para que se haga mansa y se deje trabajar. El canto de cabrestero es cuando se arrea el ganado; el caporal (líder de los vaqueros) va al frente mientras alguien más se queda detrás del ganado; más que un canto es una conversación entonada, un grito, un eco por el que se comunican lo que está pasando. Los cantos de arreo o japeo son los que usan quienes van al final para impulsar a las vacas a seguir caminando. Anteriormente, se le cantaba de 800 a 2 mil cabezas a lo largo de más de 1000 kilómetros de llano virgen en jornadas que tomaban más de un mes. Por las noches, los vaqueros acampaban y entonaban a las vacas dormidas los cantos de vela para que no temieran, para que supieran que estaban acompañadas. Mientras en los llanos la música está limitada a los cantos; ésta se vuelve mucho más elaborada en los pueblos y ciudades: las cuerdas de guitarras, violines, la bandola llanera y el arpa (que sería imposible cargar en el campo) consolidan a toda una cultura.
“Hoy en día las costumbres llaneras se han ido acabando un poco, el ganado lo traen en camiones y lo arrean en motos”, dice entristecido don Pedro Nel Suárez montado sobre su caballo blanco, con sombrero café, camisa azul, pantalón corto y —contrario al estereotipo— con sandalias. El vaquero colombiano no usa botas, calza una especie de alpargata que ocupa, además de para montar y cruzar ríos en el campo, para bailar, para zapatear. La segunda vez que vi un vaquero del llano fue en Bogotá. No estaba montado en un caballo, pero seguía siendo vaquero. Zapateaba uniformado en su liquiliqui (traje formal tradicional) y ondeaba su sombrero negro en las gradas del auditorio Fabio Lozano en el primer día del Festival Colombia al Parque, un espacio para la riqueza de las tradiciones musicales colombianas y su diálogo con las tendencias contemporáneas. Las butacas del auditorio estaban llenas de color; llegué a reconocer a un grupo de palenqueros, pero de ahí en fuera la variedad de vestimentas e instrumentos me hacen pensar en todo el territorio que no cubrimos, en todas las culturas que no conocimos y que están reunidas por tres días en la capital, todo a través de la música. Mientras analizaba las gradas, vi cómo las cámaras de los medios enfocaron al joven vaquero que invitó a alguien a bailar. Palo Cruza’o (Premio Grammy Latino en la categoría de mejor álbum folclórico del 2016) tocaba en el escenario. La gente aplaude. El pequeño gran asterisco que tiene la cultura llanera de “requiere medidas urgentes de salvaguardia” se borró por un día.
“El don colombiano”, de Diego Parás, se publicó originalmente en el Número 192 de Travesías, en diciembre de 2018. Este texto es parte de nuestra selección de “19 años, 19 viajes” para celebrar nuestro aniversario 19. Fotos Paulina Figueroa.