A donde no todos llegan: un viaje en barco por las islas olvidadas del Caribe
Un viaje por las Antillas Menores, las islas olvidadas del Caribe, visitadas sólo por veleros, catamaranes y algunos cruceros.
POR: Diego Parás
De vuelta en el puerto, la idea de quedarnos a disfrutar del crucero pudo más que las ganas de ir a Parc Archéologique des Roches Gravées, una de las pocas zonas arqueológicas de la región. Actividades sobre el barco para quienes deciden no desembarcar hay muchas (todas especificadas en The Herald, el diario interno que llega al camarote con todo lo que va a suceder durante el día): pláticas sobre la historia de la navegación, espectáculos de magia, música en vivo, tratamientos de spa, o tan sencillo como aprovechar alguno de los cinco jacuzzis, dos albercas o una de las áreas de asoleamiento que, contrario al imaginario del crucero, no siempre están llenas. Después de una tarde de descanso, vimos el foco rojo del teléfono de nuestro camarote con un mensaje de Aaron invitándonos por un apéro
Cuando salimos de la suite 600, fuimos directo a The Grill, el restaurante de Thomas Keller (propietario de Napa Valley y The French Laundry, ambos en California). Con un ambiente del clásico steakhouse norteamericano de los años 50, por un momento uno se olvida que está en un crucero. Uno de los grandes desafíos de cualquier servicio del tipo “all inclusive” es la calidad de los alimentos, pero no es algo por lo que haya que preocuparse con Seabourn, basta con probar el pan con un poco de mantequilla para darse cuenta de ello. Después de degustar esa entrada, uno ve el menú con otros ojos.
Al terminar la cena, nuestra rutina de todas las noches comenzó: ir al Observation Bar, en donde nos acomodamos en los mismos asientos de la barra de Alejandro, el barman mexicano a cargo. Ya saben lo que vamos a tomar, una IPA y un Talisker. Ahí conocimos a Robert y Kurt, una pareja estadounidense de 60 años que divide su vida entre Nueva York y Miami. Tras haber viajado en casi todas las navieras comerciales, tenían la meta de cubrir un itinerario con Seabourn; a días de zarpar vieron una promoción y tomaron un avión hacia Barbados para ver si todo lo que dicen sobre la empresa estadounidense es cierto. Fueron de las pocas personas que conocimos que no estaban repitiendo una excursión en esta línea, “pero nos encantaría hacerlo” admitieron días después.
El siguiente paso en nuestra agenda nocturna sería bajar al deck 5 a The Club, en donde Juan (mesero mexicano) una vez más me sugeriría tomar una IPA. Esta vez decido probar un “three, two, one”: tres hielos, dos dedos de whisky y un pequeño chorro de agua con gas, trago por excelencia de Alan Miller, a quien conocimos junto con su esposa una tarde en el área de fumadores cerca de la alberca principal. Horas después nos los volveríamos a encontrar en la zona de fumadores detrás de The Club, lo cual firmaría el pacto no hablado de vernos para conversar todas las noches en ese mismo punto. La hora de encuentro no establecida era alrededor de las 12, cuando ya no había casi nadie más despierto. Contrario a la mayoría de pasajeros (de promedio de edad de 65 años), Alan y su esposa —bien por arriba del promedio de edad— disfrutan de la noche y su soledad.
La lista de temas que uno puede abarcar en encuentros espontáneos sobre un barco se reduce a tópicos que siempre rozan la superficialidad. Pero para la sexta noche en cautiverio, la conversación se torna un poco más profunda con los Miller —rompiendo, de alguna manera, con los modales de crucero—. La pregunta “¿cómo llegamos aquí?” vuelve a mí, pero cobra más sentido: subirse a un navío significa días y días de viajar con un grupo reducido de personas en aislamiento, forzando así la interacción con otros pasajeros y miembros del staff. Algo que pocos medios de transporte logran hacer: volverse un viaje en sí mismo, dentro de otro viaje.
El segundo viaje, el de las islas, continúa en San Bartolomé, otro islote francés. En esta ocasión, la embarcación se detuvo en altamar, ya que el puerto de Gustavia no puede recibir botes de esa dimensión. El traslado se hizo en una de las barcas de seguridad entre un desfile de veleros que parecen yates y yates que parecen cruceros, que anticipó la clase de destino al que íbamos. Apenas uno se baja y lo primero que ve es una fila de BMW, Mercedes, Peugeot y Audis; y del otro lado de la banqueta, Hermès, Louis Vuitton, Dolce & Gabbana y demás marcas que uno esperaría ver en los Campos Elíseos, pero no en ninguna de las islas que visitamos.
No hay que dejarse engañar por los locales cuando dicen que para llegar a la bahía de Saint-Jean —tal vez una de las playas más famosas del Caribe (y más frecuentada por famosos)— son 15 minutos caminando, en realidad son 30. Pero el recorrido vale la pena para reconocer las diferentes tiendas por si se quiere ir de compras libres de impuestos. Al subir la montaña para cruzar al otro lado de la isla hay que detenerse en dos momentos: el primero para ver la panorámica de la bahía llena de veleros, lanchas, yates y todo tipo de embarcaciones con velas blancas, pisos de madera y mástiles dorados. El segundo, para esperar a que una avioneta pase a escasos metros de los autos al aterrizar en el pequeño aeropuerto ladera abajo, antes de llegar a Saint-Jean.
Este mar compite con el de Barbados y el de las Islas Vírgenes Británicas para llevarse el título de los mejores colores. ¿La diferencia?, aquí uno no viene por las playas paradisíacas, viene a vacacionar como las grandes celebridades. Para hacerlo hay que pasar el día en alguno de los clubes de playa de ambiente relajado pero refinado, como Pearl Beach, un típico bar de playa de vibra “chic”. Para la noche, Le Select, uno de los bares que más tiempo llevan en la isla (desde 1949) es la opción para un ambiente más calmado. Mientras el primero tiene asientos de columpio en la barra, el segundo tiene sillas de plástico; el primero tiene acceso directo a la playa, el segundo está en la calle; el primero está lleno de turistas, el segundo de locales.
Habiendo abordado, el capitán da el anuncio que todo viajero detesta escuchar: “Estamos atrasados por tráfico en el puerto”. No sé si fue esa noche u otra, pero no importa, la temporalidad en el crucero es relativa. Y tampoco sé si ése fue el motivo, pero cuando estás cenando y te dicen que el barco se va a atrasar media hora, sigues tranquilo con tu cena. Lo único que importa en este tipo de travesía es saber el siguiente destino: San Cristóbal y Nieves.
La historia de estas islas está marcada con la guerra intermitente entre los británicos y franceses por el dominio de las mismas. Por eso, los ingleses diseñaron (y los esclavos africanos construyeron) el fuerte de Brimstone Hill, uno de los mejores ejemplos de las batallas europeas en el Caribe del siglo xvi y xvii, lo que le dio el título de Patrimonio Mundial de la unesco. Visitar un fuerte siempre es confuso, fue diseñado para serlo. El folleto que entregan a la entrada es un buen punto de partida, pero es mejor dejarse ir por la escala del sitio y las vistas que da al estar a más de 200 metros por encima del nivel del mar. A pesar de estar a miles de kilómetros, este fuerte parecería estar en la campiña inglesa con pastizales verdes, lluvia leve constante, cielo nublado y mar oscuro; lo único que nos hace saber que no nos encontramos ahí es el calor.
San Cristóbal y Nieves y las Islas Vírgenes Británicas (IVB) juegan el mismo papel que Guadalupe y San Bartolomé: San Cristóbal se siente más caribeña; mientras que las IVB, más europeas (con justa razón, las primeras se independizaron en 1983, las segundas son un territorio británico de ultramar). Andrea (mesera italo-ecuatoriana) ya me lo había advertido: en las IVB está el mejor mar. Barbados tiene más variedad de color, pero el azul y la transparencia de este paraje es insuperable.
La topografía cambia radicalmente, las otras islas quizás eran más grandes, pero estaban más aisladas unas de las otras. Aquí se forma un archipiélago compacto y no tan rico en vegetación en donde hay que cruzar de una isla a otra constantemente. Así lo hicimos sobre un speedboat, en un recorrido en el que el guía nos mostró distintos puntos de las islas, desde la mansión de la familia que inventó el velcro hasta las bahías más afectadas por los huracanes del 2017, aún con partes de catamaranes regadas por la montaña. El avistamiento de tortugas y mantarrayas (y la posibilidad de esnorquelear en estas aguas transparentes) compensa la experiencia fallida de la pequeña probabilidad de ver ballenas.
Para despedirnos del Caribe fuimos a Soggy Dollar Bar a probar la bebida más famosa de las islas: el Pain Killer. Con historias de que Mick Jagger y otras figuras frecuentan el lugar (recién reconstruido, pues fue devastado por los huracanes), uno imaginaría algo completamente distinto a la pequeña cabaña en medio de la playa, con asientos de apariencia improvisada que ocupan quienes llegan nadando de los veleros y catamaranes estacionados, impecables, a unos metros de la orilla. La bebida es bastante sencilla, pero funciona: una clase de menjurje de piña y coco, hielos y ron.
Arena blanca, sombra de palmera, bebida a base de ron, veleros, agua cristalina y azul… No todos los estereotipos son malos.
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“¿Saben de dónde viene la expresión posh?”, nos pregunta Alan en nuestra última plática en la popa vacía del crucero. Posh —expresión inglesa para decir que algo es pomposo y elegante— viene de los viajes que la Britain’s East India Company hacía desde Inglaterra hasta India. Los cuartos más codiciados eran los que de ida daban al puerto, y de regreso los del estribor: Port Out Starboard Home, en inglés. La alta sociedad escogía estos camarotes porque tenían vista hacia la tierra y no al mar abierto. Ese era el lujo entonces; hoy parece ser al revés, no hay mejor momento en un crucero que estar en mar abierto y no ver nada más que agua.
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