Persiguiendo una aurora boreal

Viajamos más de noventa y seis kilómetros para retratar auroras boreales. Resulta que no es tan fácil como parece.

23 Jan 2018

 

Nueve mil doscientos noventa y seis kilómetros separan a México de Suecia. Se necesitan aproximadamente tres vuelos, un tren, un camión y un lift para llegar a la cima del Monte Nuolja, en Abisko, el mejor lugar para ver auroras boreales… o no.

Como todo gran viaje teníamos todo previsto de meses atrás: los vuelos, los hoteles, los abrigos y las calcetas extra, el número de maletas, la emoción de hacer un recorrido tan grande para ir a ver unas luces en el cielo, esas que todo el mundo quisiera ver algún día y que adornan los folletos turísticos suecos.

 

  1. Göteborg en neón

Antes de la nieve, antes de las noches polares y de los pueblos miniatura llegamos a Gotemburgo, la segunda ciudad más grande de Suecia y quinta en toda Escandinavia aunque se sienta pequeña.

En Gotemburgo la luz de invierno es especial, si el cielo está despejado durante las seis horas que dura el día, el sol ilumina la ciudad con un atardecer prematuro, que resalta los perfiles de la ciudad y los cubre en tonos amarillos, como si se tratara de una puesta en escena a media calle. Después, justo a las tres de la tarde, los amarillos se convierten en azules ligeros, tonos fríos que combinan con la temperatura. La luz del sol se ocluta y aparecen los rojos intensos y los azules neón de los edificios.

Eran apenas las cinco de la tarde aunque parecía la medianoche, cuando salimos a recorrer la ciudad persiguiendo los letreros de neon. Vamos a Centrum, con sus tiendas, cines y restaurantes y seguimos por el parque Trädgårdföreningen que alberga el PalmHuset, un invernadero de plantas tropicales, en medio del clima invernal, y Götaplatsen, el corazón cultural de la ciudad, una plaza inaugurada en 1921 para celebrar el aniversario 300 de la ciudad y en donde están reunidos el Konstsmuseum, el Koserthus, el Stadsteater y la biblioteca pública. La luz artificial y la arquitectura dan la sensación un film noir, en donde cada extraño enfundado en un abrigo podría revelar información ultrasecreta, en sueco, claro.

Finalmente llegamos a Liseberg, el parque de diversiones más visitado en la región y donde cada invierno se instalan puestos navideños y de vino caliente. Ahí, quizá por culpa del jetlag o de los -1º, creímos ver unas débiles luces verdosas en el cielo, justo por encima de la rueda de la fortuna. Las descartamos como auroras, nos encontrábamos muy al sur, y sabíamos que hacía falta subir mucho más, acercarse al ártico.

  1. Kiruna, la ciudad que está en plena mudanza

Para llegar a Abisko hay que pasar por Kiruna, que desde el avión se ve completamente nevada, un blanco apenas interrumpido por pinos negros que a la una de la tarde reciben los últimos rayos de sol, que pintan a la nieve de rosa y amarillo. Kiruna es conocida por un par de cosas: por ser la ciudad más al norte del país, por su iglesia, que en 2001 fue votada como el edificio más bello en Suecia, por el Centro Espacial Esrange que se localiza muy cerca del centro pero sobretodo, por su mina, propiedad de LKAB, donde producen el hierro más puro del planeta. Todos en Kiruna trabajan o conocen a alguien que trabaje en la mina. Sin embargo, la sobreexplotación de la mina ha puesto en riesgo de hundirse a la ciudad, misma que tendrá que reubicarse a tres kilómetros. Suena más trágico de lo que es. La mudanza planeada inició en 2014 y White Architekter, la firma sueca a cargo del proyecto estima que se finalice en 30 años. Tal vez sea por eso que la ciudad parece estar cubierta por un encanto efímero, el aura de un futuro pueblo fantasma que aumenta en el invierno, con la nieve y falta de luz.

Caminamos y sabemos que todo lo que se ve, cada edificio, estatua uy supermercado, en unos años va a dejar de estar ahí, será derrumbado o engullido por la tierra. Kiruna: crónica de una muerte anunciada. Pocas cosas se mantendrán con la mudanza, entre ellas la iglesia, construida en 1912, totalmente fabricada en madera con una silueta que asemeja un goahti (tienda) sami. También se salvarán el reloj del ayuntamiento y el letrero (de neón, el primero en la centro) de la tienda Centrum, que abrió en 1933, pocos tiempo después de haberse fundado la ciudad y que se ha convertido en punto de encuentro no oficial de los locales. Todo el resto será nuevo; nuevas calles, casas, edificios, historias, recuerdos. Todo nuevo, por lo menos hasta que la mina los vuelva a alcanzar.

No hemos dejado de voltear al cielo. Kiruna está lo suficientemente al norte como permitir divisar auroras incluso desde el centro de la ciudad. Más entrada la noche nos desplazamos a las afueras para tomar un trineo jalado por perros e internarnos en el bosque y así, quizá, tener nuestro primer avistamiento. Llegamos a Lapland Sleddog Adventures donde 40 huskies de Alaska nos esperaban, emocionados, ladrando y desesperados por iniciar. Cada trineo es jalado por 12 perros y una vez que arrancan, no paran. Van a toda velocidad, perfectamente coordinados recorriendo una pequeña vereda cubierta de nieve en medio de los árboles. Cada tanto uno abre la boca para comer nieve, refrescarse y seguir corriendo. Llegamos a un pequeño claro iluminado por la luna donde se encuentra una tienda con una fogata y chocolate caliente. El recorrido dura un par de horas en las cuales nuestra mirada pasa de los perros al cielo, esperando ver algo pero sin tener suerte. Al final nos despedimos de nuestra jauría, quien agotada y feliz regresa a sus casitas de descanzar.

Persiguiendo Auroras Boreales

  1. Noche polar en Abisko

Cuando el tren para en la estación de Abisko está totalmente oscuro y nieva. Del vagón bajamos solo diez personas y nos separamos en dos grupos que se mueven por inercia. En la estación no hay nadie esperando, tampoco hay indicaciones, la pesadilla del viajero desprevenido. Caminamos en la oscuridad hacia Abisko Guest House, mientras a nuestro alrededor reina la noche polar. Aquí, durante seis meses apenas y hay rastro de luz, lo que crea las condiciones ideales para ver auroras boreales, cero contaminación lumínica.

Una vez en hotel solo queda esperar a que pase el autobús para llevarnos a Aurora Sky Station. Exploramos los alrededores en búsqueda de comida sin mucho éxito. En Abisko hay un par de hoteles, algunas casas particulares y una dulcería / tienda de ultramarinos, nada más. El restaurante del pueblo cerró hace unos meses dejando como única opción gastronómica la tiendita de la casa de huéspedes. Mientras me preparo una sopa ramen en la cocina del hotel conozco a Ana y Rinolda, dos chicas de Milán que llegaron a Abisko hace un mes y de quienes recibo la primera mala noticia: durante toda su estancia no han visto ni una sola aurora. Al parecer todo este tiempo ha estado nublado, nevando continuamente, y según ellas, esta noche tampoco suena prometedora. Decido no creerles, los posteres de auroras en las paredes alimentan mi esperanza. Termino mi sopa y me reuno con los demás para abordar el camión.

Al poco tiempo, con las esperanza aún a flote, llegamos a la base del Monte Nuolja desde donde tomamos un lift, descubierto, para llegar a la estación de observación. Ahí nuestra guía nos explica el origen de las auroras. Hemos llegado hasta aquí para ver el choque de las partículas solares contra la atmósfera terrestre, pero eso sucede solo si existen las condiciones adecuadas: suficiente actividad solar, cero luz, un cielo despejado y suerte, mucha suerte. El guía nos cuenta también algunos de los mitos que los pueblos escandinavos y de otras partes del mundo han creado alrededor de ellas. El mito finlandés las explica como la cola de un zorro que corre tan rápido por el cielo que deja luces por detrás, los sami creen que se trata de la energía de las almas de los recién difuntos mientras que para los inuits se trataba de los espíritus de los animales que cazaban.

Después de la breve explicación y de ponernos cinco kilos extra de ropa encima, salimos a la nieve. El cielo está cerrado pero los fuertes vientos prometen despejarlo. Todas las cabezas se dirigen hacia arriba, toda nuestra atención puesta en el cielo. De nuestro grupo inicial de 15 personas quedamos solo tres. No sabemos cuánto tiempo ha pasado, la oscuridad hace imposible saber. De vez en cuando las nubes se abren y observamos con especial atención pero solo se logran ver algunas estrellas. Ninguna aurora. La esperanza va muriendo de a poco mientras mi cara puede relajar cada vez menos expresiones. Encima está la amenaza constante de ser abandonado por el último camión que regresa al pueblo. Es hora de partir.

De regreso a la casa de huéspedes decidimos intentar una vez más y caminamos hacia Torneträsk, el lago más grande dentro de la provincia de Laponia, en donde nos han dicho que también es posible observar auroras y en donde encontramos más gente en la misma situación que nosotros, incluidas Ana y Rinolda, todos mirando fijamente al cielo.

Sentada en una banca cubierta de nieve, a la orilla del lago congelado, entendí que no iba a pasar, no esa noche, no en este viaje. Porque no importa que tan cuidadosamente hayamos escogido el lugar y la fecha, no importa si pagamos por la guía y el lift y el trineo y el chocolate caliente, no importa si es “el mejor lugar para observar auroras boreales”, a veces falta la suerte. La naturaleza no nos debe nada y justamente es por ello que verlas sea tan especial.

Amanecemos a un crepúsculo matutino que se va tan rápido como llegó. A principios de diciembre la oscuridad aún no es total, las noches polares dan la sensación de estar en una especie de limbo entre el día y la noche en donde la vida transcurre con normalidad para los que ya están acostumbrados a ella. Afuera de la casa de huéspedes, mientras esperamos el camión que nos llevará al aeropuerto de Kiruna, conozco a Dimitri, un chico ruso-español que trabaja en el hotel desde septiembre. Dice que desde que llegó a visto auroras casi todos los días, menos este mes. Mala suerte, supongo.

  1. Estocolmo, la ciudad que flota.

En Estocolmo sale el sol solamente unas horas. Dos de los tres días que pasamos en la ciudad son grises, parece que venimos arrastrando nubes. La ciudad está repartida en 14 islas que flotan en la parte este del Lago Mälaren, unas llenas de museos, otras de turistas, otras residenciales y algunas tranquilas. Este sistema hace que navegar la ciudad no sea tan complicado.

En la parte antigua de la ciudad se ubica en Gamla Stan, que a su vez está formada por cuatro islas: Riddarholmen, Helgeandsholmen, Strömsborg y la propia Gamla Stan, donde se concentra la mayor cantidad de turistas, tiendas de recuerdos y elfos en miniatura. También sienta las bases para el resto del estilo arquitectónico y la paleta de colores de la ciudad. Estocolmo vive en amarillos, naranjas, rosas, cremas y uno que otro verde y azúl, nada chillante. La ciudad es sútil y elegante.

En Norrmalm las paredes están tapizadas de pósters de Kent, una banda local que más allá de su sonido ha conseguido ser parte fundamental de la música sueca y que en esa semana tocaba sus últimos tres conciertos. La noticia había generado conmoción, los boletos se agotaron casi al momento en que salieron. Al día siguiente al llegar a Södermalm encontramos un grupo grande de fans reunidos en la plaza Medborgarplatsen para darles el último adiós, muy organizados en fila marcharon por Götgatan, cantando canciones de la banda hasta llegar al Ericsson Globe, en donde por tres noches podrían ver otro tipo de aparición efímera. Cada quien tiene su aurora boreal.

Dejamos a los fans atrás y paseamos por Södermalm, el barrio donde se concentran las librerías de arte, las tiendas de diseño y de música y la gente más cool de la ciudad, el barrio, como toda la ciudad, cubierto de luces, adornos y puestos que venden árboles de navidad. Otro punto a favor de Södermalm es que desde ahí se obtienen las mejores vistas hacia la ciudad.

No sé cómo terminar esta historia pero quizá la mejor manera sea decir que en nuestro último día en la ciudad el cielo se despejó. Las fachadas de los edificios, los abrigos de la gente, la nieve, todo brillaba con ese tono reluciente que regala el sol de invierno y que culminó con un atardecer rosa. De pronto el agua del Lago Mälaren dejó de ser azul y se puso dramáticamente magenta, contrastando con el cielo y el imponente skyline de Gamla Stan. Un premio de consolación bastante abrumador para compensar la falta de auroras boreales.

 

 

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