Hay una canción que me atormenta. Lo ha hecho desde hace más de un mes que volví de Valle Sagrado, Perú. Ojalá no hubiera dejado el celular en mi habitación esa última noche, haciendo imposible grabar el baile tradicional del “Huayno”, en el patio central de la casa colonial donde íbamos a cenar. Quizá fue el viento invernal de los Andes, impregnado del olor a madera quemada que corre en el valle de los picos más altos del continente, o las bebidas espirituosas de la Destilería Andina, pero no he encontrado consuelo en ningún video o canción de la música tradicional peruana. O tal vez es que este lugar verdaderamente es sagrado y, por eso, incluso en un valle (el de la Ciudad de México), no puedo recrear aquel sentimiento.
Una versión mucho más intensa de lo que fue, la que experimentó Virgilio Martínez cuando conoció esta región hace cerca de diez años, con la diferencia de que él lo ha conseguido transmitir mucho mejor. Hay algo en Valle Sagrado que ni el chef peruano ha logrado contagiar en Central, su afamado restaurante en Lima; algo intangible que las altas y recelosas montañas esconden. Por eso, en lugar de llevar el Valle Sagrado a la gente, lleva a la gente al Valle Sagrado. “Aquí en las alturas se mantiene el conocimiento ancestral que se perdió durante la colonia, es donde se defendieron todos los valores y la cultura”, me dice Virgilio mientras caminamos en un sembradío de papas con la cordillera nevada de fondo.
“El que está abajo te lo cuenta o con catolicismo o con filosofía occidental, confunden a la Pachamama con Cristo.” Estamos ahí para conocer a Manuel Choqque Bravo, quien además de agricultor, conservacionista e investigador de papas nativas, es el principal proveedor de papas de los distintos proyectos gastronómicos de Martínez, siendo el nuevo menú del hotel Explora Valle Sagrado el más reciente.
En cuclillas, detrás de una mesa baja en donde no hay nada más que papas y diferentes tubérculos, se encuentra Manuel sonriendo, no por el sonido incesante de las cámaras de periodistas internacionales, sino por el reconocimiento que éstas representan. Manuel y su familia trabajaron el campo peruano por muchos años bajo la sombra del Sendero Luminoso. Hoy, años después de que el grupo terrorista abandonara la región, el trabajo es el mismo, sólo que Virgilio ha logrado hacerlo visible.
Moray es un fetiche para los botánicos. No hay idea más romántica que el viaje de una planta que escaló los Andes para volverse semidiós.
“Estamos rompiendo el mito de que la papa es un alimento básico, que no sólo es carbohidrato y almidón”, dice Manuel. El gobierno peruano se jacta de que el país cuenta con cerca de 3000 variedades de papas, cifra que me parecía difícil de creer hasta haber visto una enorme variedad en una sola mesa. Algunas diferencias son evidentes: unas blancas por fuera, algunas cafés, otras rojas; unas ovaladas, otras esféricas y algunas (las más raras) con tantas protuberancias que parecen racimos de uvas. Otras no tanto. Manuel, con un cuchillo con mango de madera, se acerca a una fila de papas que parecen ser iguales. Parte la del extremo derecho y deja ver un círculo color amarillo pálido con pequeños puntos morados; pasa a la siguiente y esos puntos se multiplican, y para la quinta son ríos púrpuras que brillan como sangre al sol.
Las papas vienen del subsuelo y es ahí donde hay que cocinarlas. Para ello se hace una guatia (un horno de tierra similar a un nido de termitas) dentro del cual arde una mezcla de planta de papa con excremento seco de vaca durante dos horas. Virgilio nos había advertido que Manuel era la estrella, así que no se mete en su proceso de dar instrucciones a sus hermanos, sobrinos y primos. Él a su vez sigue las de su madre, quien indica —con el peso de la experiencia— cuándo es momento de echar alrededor de 50 papas al horno.
La comunidad andina rara vez come algún tipo de proteína animal, una vez a la semana es el promedio; dos, un lujo. Entre más morada la papa, más nutrientes; entre más papas moradas, menos enfermedades. “No sólo se trata de comer producto local, sino de consumir cultura local”, me dice Virgilio más tarde durante la cena inaugural de su menú en el hotel Explora. “Mucha gente me pregunta si es sustainable. No, eso es una etiqueta que le pones. Si realmente tienes el conocimiento de la gente que por años vivió de esta manera, eso no es sustainable, es tradición. Por eso evitamos las palabras sostenible y orgánico… Si a la gente de acá le dices farm to table no sabe de lo que le estás hablando.” En cada uno de sus platillos, Virgilio (el mejor chef del mundo en 2017 según The World’s 50 Best Restaurants) no sólo le habla al comensal, sino que responde con respeto a la cadena de saberes que adquirió de Manuel y de todos sus antepasados.
Después de una caminata de media hora, vislumbramos las ruinas de Moray, una de las piezas clave para entender el lazo de los incas con las plantas. Hace frío y masticar hojas de coca no está de más para entrar en calor, uno de los clichés más conocidos de los Andes. La relación entre la coca y los incas es digna de leyendas, empezando porque, en teoría, esa conexión no debería de existir, ya que la planta es, en su origen, de la región amazónica. Moray es un fetiche para los botánicos. No hay idea más romántica que el viaje de una planta que escaló los Andes para volverse semidiós.
Las ruinas se despliegan ante nosotros: tres formaciones geológicas (hay una cuarta escondida tras un pequeño monte) llamadas dolinas y una casa. Similares al cráter de un meteorito, estos hundimientos fueron aprovechados por los incas para construir sus icónicas terrazas para la agricultura. Como escaleras circulares, cada terraza baja un nivel con dirección a una última plataforma mucho más pequeña. El óvalo disminuye y la temperatura aumenta. Una vez en el fondo se registran 18o C más que en la superficie (para preservar las ruinas no es posible bajar hasta allí). De esta manera, la coca y muchas otras plantas fueron adaptándose a la altura. La primera generación plantada en el centro de las formaciones, la siguiente un escalón arriba y así sucesivamente hasta conquistar el valle.
¿La casa a un lado de las terrazas? Se trata de Mil, la propuesta gastronómica de Virgilio, que puso a Moray en el mapa de los viajeros. El conocimiento ancestral de este lugar, transmitido de generación en generación a Manuel y de Manuel a Virgilio, es el que sostiene el discurso y la filosofía detrás del menú. El chef, lejos de quedarse con ese crédito, busca enaltecer a quienes lo generaron y a aquellos que lo mantienen. Y si bien aún no ha conseguido transmitir toda la magia del Valle Sagrado —en su defensa no creo que alguien lo pueda hacer—, lo que sí logra con maestría es que uno saborea el legado inca en cada uno de sus platillos e ingredientes, desde las algas de lagos andinos hasta las papas moradas que saben a la tierra de Manuel.
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