Bienvenidos a Borgo Santo Pietro (donde el aire huele a oliva, romero y lavanda)
Este hotel abarca 200 hectáreas, de las cuales 120 son jardines bien cuidado.
POR: Redacción Travesías
Borgo Santo Pietro está a una hora en auto de Florencia, en una región de la Toscana poco habitada, rodeada de colinas y pueblos antiguos, casi fantasmales. En el siglo XIII, la villa de la propiedad era un paradero de curación para peregrinos medievales, y esa filosofía de alivio rige aún el espíritu del hotel. Recibe huéspedes de donde quiera que vengan (porque siempre hay algo que sanar) para curarlos y luego regresarlos a casa como nuevos. Por ello uno no puede quedarse allí una sola noche, hay tantas vistas y rincones de descanso, comida exquisita y caminatas que se requiere al menos tres días para llenarse los ojos. Borgo es un hotel de granja —“de la granja al plato”— que se ha convertido en un paradigma del agroturismo de lujo. Un lujo que incluye, desde luego, la posibilidad de que nada cueste trabajo, más que procesar la sensación onírica que da estar ahí.
La propiedad de Borgo abarca 200 hectáreas, de las cuales 120 son cuidados jardines, nogales, huertos de legumbres, viñedos y bosques extensos. Algunos de éstos albergan la piara de cerdos de la villa. Cada día, los granjeros ordeñan leche de las ovejas, que después transforman en queso pecorino y yogurt artesanal. Al igual que ellos, los apicultores recaudan miel, los floristas recogen flores y todo lo sirven sobre una enorme mesa de cedro para el desayuno. Los cultivos orgánicos de Borgo sirven también de inspiración y como ingredientes para sus dos restaurantes premiados por Michelin: Meo Modo y La Bottega del Buon Caffe, así como para Trattoria sull’Albero, para comer y tomar una copa de vino de forma más relajada.
La villa principal, donde se encuentran el comedor, la biblioteca y varias salas con enormes chimeneas, parece más la casa de un viejo sibarita donde, y a pesar de que el hotel tiene 20 habitaciones esparcidas por el campo (casi siempre ocupadas), uno puede caminar libremente por horas sin ver a otro huésped hasta la noche, cuando todos se reúnen para cenar. La idea es que las visitas experimenten la autosustentabilidad de todas las maneras posibles; que estén todo el día como en un sueño y recorran los campos, conozcan los cultivos orgánicos, cosechen verduras (si quieren), tomen vino en cualquier rincón —siempre panorámico—, naden en la alberca, acaricien las alpacas y, luego, al anochecer, prueben los platillos hechos a partir de lo que vieron. Al final de un día en Borgo, uno siente la misma autosatisfacción toscana de los que viven y trabajan allí.
A la entrada de Borgo hay Vespas y bicicletas para visitar, por ejemplo, la iglesia de San Galgano, una espectacular abadía medieval construida en honor del santo caballero Galgano, quien, en el siglo XII, decidió abandonar su vida mundana al arrojar su espada contra una piedra en el Chapel Hill Montesiepi, que sigue en pie.
En la imaginación, uno nunca escapa al lujo de Borgo. El olor del aire —a romero, salvia, olivo y lavanda—, el brillo sobre las cosas y los cerros, el buen gusto y el buen vivir forman un estado mental reparador y somnoliento, parecido a estar en una plácida duermevela.
Foto de portada: Daniel Castrejón
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