Florencia es una ciudad maravillosa, de eso no hay duda. Pero el 80% del año está invadida por turistas que llenan sus museos, colman sus tiendas e impiden caminar con tranquilidad por Via dei Calzaiuoli. ¿Qué tal suena escaparse de las multitudes? Y de paso, comer muy bien.
Tan cerca pero tan lejos
Después de conseguir cruzar el Ponte Vecchio, lidiando con las hordas de turistas que lo ocupaban, esquivando los paraguas que empuñaban con una mano mientras comían gelato con la otra y trataban de sacar fotos con el celular, llegamos a un remanso de paz que se llama el Oltrarno, donde nos hospedamos en un hotel encantador y comimos en varios restaurantes estupendos.
Como indica el nombre, esta zona de Florencia es la que se encuentra del otro lado del río Arno y era el barrio de los artesanos, la zona popular de la ciudad hasta 1550, cuando la familia Medici decidió mudarse al Palacio Pitti, que reformaron para hacerlo su residencia. Todos los aristócratas querían estar cerca de los duques, por lo que empezaron a construir imponentes palacios cerca del Pitti, principalmente en la calle Maggio, la más ancha de la ciudad y que se convirtió en la vía de comunicación principal entre los Medici y el centro de Florencia. Hoy la Via Maggio mantiene su elegancia, gracias a los palacios restaurados y las tiendas de anticuarios.
El traslado de la corte al Oltrarno resultó en un auge para los artesanos de la zona pues todos los nobles querían decorar sus palacios con obras de arte, por lo que contrataban no sólo a pintores y escultores, sino a todo tipo de artesanos, como herreros, marmoleros y carpinteros. Todavía hoy se pueden admirar algunos palacios en Via Maggio: el de Bianca Cappello, en el número 26, fue diseñado por Bernardo Buontalenti para esta veneciana que fue primero amante y después esposa de Francisco I de Medici.
El Oltrarno ha conservado hasta hoy su auténtico encanto florentino, con plazas que son centro de reunión, rodeadas de restaurantes y cafés, tiendas que ofrecen productos artesanales, talleres de artistas y artesanos que hacen o restauran obras de arte y hasta zapateros que trabajan piezas hechas a la medida. Esta es la zona donde viven, compran y comen los florentinos. Hay además iglesias preciosas, museos mundialmente famosos —y otros menos conocidos— y sus estrechas calles, que desembocan en pequeñas plazas, que le da un atractivo muy especial.
Dormir y comer
Es un verdadero placer hospedarse en el Hotel Lungarno, propiedad de la familia Ferragamo, siendo éste el primer hotel que compraron y decoraron. Desde la calle casi pasa desapercibido con su discreta fachada, pero su ubicación a la orilla del Arno, con vistas maravillosas de Florencia y del Ponte Vecchio, su elegancia y excelente servicio lo hacen un lugar inigualable. Al ser un hotel pequeño y muy acogedor, nos sentíamos como si estuviéramos hospedados en casa de amigos. En el lobby, bar y restaurante da la sensación de estar en un barco, ya que está exactamente a la vera del río.
Las habitaciones son muy cómodas, con muebles antiguos, baños muy modernos, amplios clósets y wi-fi. El espléndido desayuno servido en el comedor con vistas de la ciudad es la mejor manera de empezar el día. Cenamos en el elegante restaurante Borgo San Jacopo, considerado uno de los mejores de Florencia. La chef, Beatrice Segoni, ofrece menús creativos basados en platos típicos italianos. El menú de 120 euros llamado “Top 5”, fue delicioso de principio a fin: empezamos con una ensalada Caprese presentada en timbal, seguimos con una tártara de pez limón con spaghetti de champaña y a continuación un robalo en costra de cítricos. Para terminar un lechoncito con manzanas caramelizadas y de postre, un parfait de duraznos. Un restaurante muy recomendable para una cena excepcional.
Por supuesto, todos los días cruzábamos a visitar Florencia, y descubrimos que el puente de la Santa Trinidad, que desemboca en la Via Tornabuoni, es la mejor opción para cruzar lejos de las multitudes y caminar por calles tranquilas bordeadas de elegantes tiendas. En esa calle encontramos uno de los restaurantes que más nos gustó, el Obika, que en dialecto napolitano significa “aquí está”. Se trata de un bar de mozzarella de búfala artesanal, donde acompañan este exquisito queso con otros ingredientes frescos de los mejores productores, ofreciendo estupendos prosciuttos, jitomates, pastas y vinos, entre otras cosas. Pedimos una degustación de mozzarellas que fue muy interesante, con diferentes procedencias y etapas de añejamiento, y otra de embutidos acompañados de excelente pan. Es un sitio informal dentro de un bonito palacio, ideal para comer cerca de las atracciones turísticas a buen precio.
Y hablando de atracciones turísticas, para evitar las colas eternas, descubrimos la Firenze Card que cuesta 72 euros por 72 horas, con la que entrábamos a todos los museos y monumentos por una entrada especial, saltándonos las impresionantes colas. Definitivamente, la mejor inversión que se puede hacer. Se compra en cualquier taquilla de museo y hasta en internet. Tomando en cuenta que las entradas cuestan alrededor de 10 euros, lo más recomendable es comprarla, a menos que te guste hacer fila.
El Palacio Pitti es una visita imprescindible, que requiere varios días para cubrirlo en su totalidad. Después de ver una parte, cruzamos la calle para comer en Pitti Gola e Cantina, una pequeña enoteca con mesas para diez o doce comensales y otras más en la terraza. Fue un hallazgo, pues los jóvenes propietarios son encantadores, conocen muy bien su negocio pues comimos y bebimos delicioso por pocos euros. El menú de 35 euros (de tres tiempos y con cuatro copas de vino) empezó con una tártara de res con parmesano, después un extraordinario huevo poché con espárragos y crema de trufa y un pastel de chocolate. Nos gustó tanto que volvimos a cenar un menú degustación nuestra última noche en Florencia.
Zeno Fioravanti, uno de los propietarios, nos recibió con dos copas de espumoso vino de Franciacorta, de dos bodegas diferentes, y con un plato de prosciutto y salamis. Con cada tiempo nos sirvió dos vinos distintos, empezando con un plato típico florentino pappa al pomodoro, a base de jitomate con ricota, presentado como un pastel al centro. Seguimos con el huevo poché que tanto nos había gustado, un timbal de jabalí con berzas y salsa de pimiento, después raviolis desnudos, o sea, sólo el relleno sin pasta: espárragos, espinacas y crema de queso pecorino. La pasta fue spaghetti con berenjena, queso y caviar de trufa negra con albahaca y burrata. Después vinieron dos platos de quesos surtidos y de postre un pastel de chocolate delgadito como una galleta. Probamos 16 vinos en total, y la cuenta por todo esto fue de 62 euros por persona.
Una visita guiada por el Oltrarno nos dio la oportunidad de conocer la Piazza Santo Spirito, con su basílica fundada por los agustinos en 1250 y posteriormente diseñada por Brunelleschi, su mercado al aire libre y las terrazas de los restaurantes llenas de comensales, a pesar de la lluvia. No podíamos dejar de ir también a la Piazza del Carmine para visitar la iglesia con la famosa capilla Brancacci. Los frescos de Masaccio de 1425 son tan importantes por el uso de la perspectiva, que lo ponen a la vanguardia del Renacimiento, y hasta Miguel Ángel visitaba la capilla para estudiar esa técnica.
Seguir comiendo
Tampoco nos podíamos perder una cena en la Trattoria Cammillo, un favorito de los florentinos que ha pertenecido a la misma familia desde 1953. Habíamos reservado con anticipación y cuando llegamos estaba lleno, sólo quedaba nuestra mesa. Pedimos de antipasto unas flores de calabaza en tempura rellenas de queso, maravillosas. El fettucine hecho en casa con chícharos, jamón y una salsita de queso estaba espectacular, así como las scaloppine de ternera en salsa de Marsala. Como todo era tan clásicamente italiano, de postre pedimos un exquisito tiramisú. El servicio muy amable y eficiente y todo ese menú costo sólo 35 euros por persona.
Otro imperdible en el Oltrarno es Il Santo Bevitore, un restaurante de entorno informal con una cocina deliciosa, muy bien presentada y una cava fantástica. El ambiente es de lo más cordial y alegre, los meseros jóvenes y amabilísimos hacen malabares para bajar las botellas de vino de los altísimos estantes, lo que divierte a los comensales. Pasamos una velada encantadora, con vinos excelentes, y disfrutamos de un flan de alcachofas con camarones y hojuela de papa frita, después un filete con vino de Marsala y crema de foie, y de postre una creme brulée con pistaches y helado de ron y pasas. Todo por 30 euros por persona. Eso sí, la reservación es indispensable.
Y como siempre pasa, se nos acabó el tiempo y nos faltaron muchísimas cosas por visitar. Hace muchos años un hombre sabio me dijo que siempre hay que dejar algo pendiente para tener un motivo para volver: seguramente volveremos a Florencia, definitivamente nos hospedaremos nuevamente en el maravilloso Hotel Lungarno y disfrutaremos de todos estos restaurantes.