Pampa argentina de alta gama (cinco estancias)
Presentamos cinco estancias en medio del paisaje más típicamente argentino: la pampa.
POR: Redacción Travesías
El turismo rural en Argentina es una combinación de propuestas simples, históricas y tradicionales: el asado, los paseos a caballo y la destreza criolla. Andar en bicicleta, caminar por un parque o hacer avistamiento de aves. Refrescarse en una piscina, disfrutar las tareas del campo o sumergirse en un delicioso spa. Presentamos cinco estancias en medio del paisaje más típicamente argentino: la pampa.
El Ombú
Diego Biaggio se siente privilegiado. Pertenece a la cuarta generación de una familia alemana que compró las tierras que ocupa la estancia El Ombú, un sitio que disfruta desde que era niño, ubicado en San Antonio de Areco.
Areco, como le dicen todos, es una pequeña ciudad ubicada a poco más de 100 kilómetros de Buenos Aires y un refugio de las más férreas tradiciones gauchas. Aquí se celebra, cada 10 de noviembre, la Fiesta de la Tradición, que recuerda el natalicio de José Hernández, autor de El gaucho Martín Fierro, el clásico por excelencia de la literatura gauchesca. Durante la celebración, que atrae a miles de personas, desfilan agrupaciones de gauchos de todo el país y se hacen demostraciones de destrezas típicas, como rodeos y jineteadas. Pero el ADN gaucho se potencia porque aquí también pasó su infancia el escritor Ricardo Güiraldes, quien encontró en estas pampas inspiración para escribir Don Segundo Sombra, otro clásico de la literatura gauchesca.
Bajo la tenue luz de la luna llena, se dibuja la silueta del ombú centenario que le da nombre a la estancia y que cobija con su sombra a los turistas durante la siesta.
“Es muy lindo tener este lugar, recibirlo de herencia. Y nuestra responsabilidad es pasarlo a la generación que viene”, dice Biaggio, de 37 años, mientras bebe un café luego de la cena en el patio, ambientado con focos de colores. “La familia era muy grande, compró muchos campos como inversión, entre ellos éste. Luego fueron retornando a Alemania, vendieron todo y este campo le quedó a mi abuelo. Fue el único que mantuvo algo de tierra y, gracias a eso, acá estamos”, añade.
La estancia le pertenece a la familia desde 1934, pero el casco —como se les llama a las casonas de campo— es de 1880 y fue construido por el general Pablo Richieri, a quien el gobierno le otorgó las tierras. Las construcciones estaban descuidadas, la familia quería realzarlas y encontraron en el turismo la excusa perfecta para hacerlo de forma redituable. Así, en 1993, en tiempos en que no abundaba el turismo en esta zona rural, ellos fueron pioneros.
El frente, la parte más bella y destacada del casco —construido en un estilo italiano, con una escalera de mármol original que conduce a la galería—, y la estructura original se mantienen intactos. Se conservaron los pisos originales de esa amplia y extensa galería que ve al jardín y a otro ombú centenario, y se cambiaron algunos techos. Otros espacios, como la antigua cocina o los puestos donde dormían los peones, se transformaron en alguna de las 12 habitaciones que se reciclaron con muebles de época. Esas habitaciones rodean una de las dos piscinas y desde sus ventanas se ven los jardines.
En la casona, luego de la cena, se juega al billar, se bebe una copa de buen whisky y, si es invierno, se enciende el hogar con leña, lo que invita a contemplar el fuego y acompañarlo con una copa de cognac.
El antiguo tanque australiano —como se le llamaba al estanque, generalmente construido con chapa y donde se almacenaba el agua para el ganado— es ahora una preciosa piscina alejada de la casona, con una terraza de madera. Desde aquí se pueden disfrutar imponentes puestas de sol, típicas de la llanura pampeana.
Hay cabalgatas y paseos en carruaje, reservados para los huéspedes que pasan las noches aquí. Una veintena de caballos mansos lleva a los visitantes al paso por la extensa llanura de la propiedad, que incluye una apacible laguna en cuyos alrededores pastan las vacas. Los paseos se hacen poco antes del ocaso o temprano por las mañanas.
Los carruajes antiguos de madera, los que utilizaban los estancieros de antaño, tienen ruedas enormes y, tirados por caballos, son conducidos con maestría por algunos de los peones a lo largo de los senderos que recorren las 300 hectáreas que ocupa la estancia, 200 de las cuales se dedican a la ganadería —cría de ganado vacuno— y 100 a la agricultura —cultivan soya, maíz, trigo, girasol—, mientras que en apenas seis hectáreas funciona el emprendimiento turístico.
Cada día se prepara un asado criollo, un festín pantagruélico. Los gauchos pasan con enormes bandejas de diversos cortes de carne vacuna y de cerdo, las típicas achuras que se comen en Argentina —chinchulín, morcilla, chorizo—. El vino que acompaña es un malbec producido en Mendoza y etiquetado especialmente para la estancia.
Por la tarde se sirve té en el patio, al lado del aljibe, que también se puede disfrutar mientras se contempla el atardecer junto a la piscina. Además de té y café, hay mate, la infusión argentina por excelencia. Todo se sirve con tortas varias y pastelitos rellenos, que son tortillas de grasa, un dulce típico del campo argentino.
Todos los días, después del almuerzo que se sirve en la galería, un cantor rasguea la guitarra y varios bailarines invitan a huéspedes y visitantes a bailar danzas folclóricas. Sobre el final se hace una demostración de “doma india”, una manera sutil y cariñosa de amansar al animal, lejos del modelo que impera en el campo argentino, en el que se le enseña al animal a golpes de rebenque.
Villa María
La Belle Époque en Argentina fue, como se suele decir en la jerga local, un periodo de “vacas gordas”, o de bonanza económica, relacionado directamente con el auge del modelo agroexportador. Hacia finales del siglo XIX, Argentina se transformó en el “granero del mundo” y los terratenientes de la pampa húmeda obtuvieron cuantiosas ganancias. Así, con los réditos de la exportación ganadera, se hicieron de inmensas porciones de tierra, donde construyeron verdaderos palacios. Los mismos barcos que llevaban el ganado a Europa volvían cargados de materiales para la construcción desde el viejo continente.
La estancia Villa María es un fiel reflejo de aquella época. Fue fundada a finales del siglo XIX por Vicente Pereda, ganadero español que construyó un caserón de dos pisos de estilo francés. En un costado aún están las caballerizas de la misma época, que hoy se utilizan como salón de fiestas, y el tanque de agua original, sobre el que se posa la antena de DirectTV.
Pero fue su hijo, Celedonio Perea, quien en 1919 mandó construir el fastuoso palacete de estilo Tudor-normando, el cual se terminó en 1927, donde funcionan hoy las 11 habitaciones destinadas a este alojamiento de lujo ubicado en la localidad de Ezeiza, a una hora de la capital argentina y a 25 minutos del aeropuerto internacional, donde también eligen casarse y pasar su noche de bodas encaramadas parejas del jet set local.
El arquitecto fue el célebre Alejandro Bustillo, conocido por haber erigido el icónico hotel Llao Llao de Bariloche, entre muchas otras obras de relieve en Argentina por esa época. “Acá se mezcla la modernidad con lo antiguo. La idea es mantener todo lo que es original de la mejor manera posible”, señala Marcelo, el gerente. Por eso, aclara, en las habitaciones no hay aire acondicionado: “Es para no mezclar la vista, pero las paredes son superfrescas, tienen 50 centímetros de espesor, y las empleadas se ocupan de mantenerlas cerradas, bajar las persianas cuando da el sol y así conservarlas frescas durante todo el día”.
Frente al palacio se abre un enorme y cuidadísimo parque, con más de 300 especies arbóreas, diseñado por Benito Galdós, discípulo del gran paisajista Carlos Thays. El jardín se puede visitar a profundidad gracias a un “paseo botánico”, con un mapa diseñado especialmente para conocer cada especie.
En este parque precioso de 70 hectáreas hay también un lago artificial, habitado por una familia de patos, y una piscina. La estancia tiene 650 hectáreas, pero desde hace mucho ya no se trabaja en ella la ganadería ni la agricultura, sino que los dueños actuales la hicieron un barrio privado. En el límite de este jardín con las tierras donde se encuentra el barrio, ocultos tras un círculo de magnolias que alguna vez fue el cementerio de los perros de la familia Pereda, descansan los caballos y el peón a cargo, a la espera de los huéspedes que quieran salir a pasear, a caballo o en carruaje, por los senderos de tierra que se abren entre los centenarios eucaliptos, plátanos, pinoteas y hasta una araucaria, rara avis en estas pampas.
La comida en Villa María es “de campo, casera”, a decir de Marcelo. Al mediodía se sirve en la galería, que tiene una vista grandiosa hacia el extenso jardín. Puede ser un jugoso bife de chorizo con carne vacuna de primera calidad, acompañado de papas rústicas con romero y, de entrada, una empanada de carne cortada a cuchillo. Para el postre, flan con dulce de leche. El asado queda para los fines de semana y se sirve una amplia variedad de carnes y achuras, acompañadas también por papas bravas, verduras a la parrilla y ensaladas frescas.
Para el té, que se puede disfrutar en unas mesitas de hierro en el jardín frente al lago, hay infusiones varias, licuados de fruta, medialunas y pastelería tradicional, como las pastafrolas de membrillo o batata, pastelitos y tortas fritas. La cena se sirve en el comedor principal, un salón antiguo y señorial, con tres mesas pequeñas redondas e íntimas, y una mesa larga y palaciega. Son platillos de autor, inspirados en el campo y aggiornados con técnicas culinarias mediterráneas, que conservan la identidad regional de una tradicional estancia de campo. Se pueden acompañar con alguno de los exclusivos vinos de la cava, para luego dar una vuelta por el parque bajo las estrellas y terminar la jornada en la sala de billar y con un buen puro.
Aquí se pueden tomar clases de polo, aunque esta y otras actividades —equitación, clases de golf y tenis, vuelo en globo aerostático— tienen un costo adicional. En cambio, hay bicicletas para salir a pedalear. Ezequiel Moreno es el profesor de polo. Es un hombre alto, delgado, de fina estampa. Hace más de 20 años que trabaja aquí. Se dedica, además, a hacer exhibiciones, dar clases en otros sitios y jugar en torneos. “Es como un día en nuestras vidas; todos los días tenemos que practicar, andar a caballo y jugar. La idea es que lo hagan con nosotros. Vienen, comen en la estancia y después hacemos la clase”, resume Moreno, de camino al campo de polo. “Recibimos a gente que nunca anduvo a caballo, gente experimentada y otros que ya jugaron alguna vez. No hay límite de edad, no hace falta que sepas y los caballos son supermansos. No pretendemos que seas un profesional, la idea es divertirse. En definitiva, están en Argentina, que es número uno de polo”, sintetiza, mientras los alumnos del día, una pareja de australianos y una portuguesa, se prueban los cascos y las botas para salir a jugar.
La Fortuna
Conocida como el Palacio de las Pampas, y fundada en 1873, la estancia La Fortuna perteneció originalmente a la familia Estrugamou. Se trata de una construcción típicamente francesa —también de la Belle Époque—, diseñada por el arquitecto francés Le Bergère. En el interior de este palacete de tres plantas, construido en 1902 y restaurado 2008, destaca una imponente escalera de mármol, que conduce a una cava selecta, y un piano de media cola a su lado, bañado por la luz natural de una claraboya piramidal que se construyó cuando se hizo la restauración.
Tiene ocho amplias habitaciones con detalles de época, un microcine, un bar y una buena colección de obras de arte. Afuera se alza la cúpula, que desentona con este paisaje manso, sin estridencias. “Es el emblema de La Fortuna; fue traída desde Francia en barco”, destaca Verónica Larrea, house concierge de la estancia.
Las estadías son exclusivas para grupos de hasta 16 personas. La idea es que ocupen la casa entera, con todos sus servicios, sus comidas, mientras todo el staff trabaja para ellos. “Está pensado por alguien que entiende que el lujo es personalizar el servicio, que el servicio venga a ti”. Larrea se refiere al italiano Massimo Ianni, uno de sus propietarios, quien es un reconocido hotelero formado en Suiza. El otro dueño es Hernán Olmedo, empresario agropecuario de la provincia de Salta —acá siembran maíz y soya de exportación, y crían ganado para consumo interno—. Aunque no se ocupa del turismo, cuando está por aquí para descansar, saca a pasear a los visitantes en su Rolls-Royce modelo 73 —tiene también un Ferrari de la década de los sesenta— hasta la pulpería que compraron en 2015, en el vecino pueblo de Berdier. Las pulperías eran los típicos almacenes rurales de antaño, donde se conseguían los víveres indispensables, pero al mismo tiempo eran los sitios de reunión, a los que se solía ir para beber un vaso de vino y jugar a las cartas. Ésta es una propiedad muy antigua, que fue reformada emulando las antiguas pulperías bonaerenses. “La usamos como extensión de La Fortuna para hacer algo bien campestre. Es un lugar mucho más rústico”, dice Olmedo, que usa camiseta rosa, bermudas y mocasines, mientras come un alfajor de maicena relleno de dulce de leche. Durante las estadías, la idea es que los visitantes pasen una tarde aquí, se sirva un té o un aperitivo, y siempre haya un cantor con guitarra en mano.
Otra alternativa es llegar hasta aquí en alguno de los vistosos carruajes antiguos. Los conduce don Chaza, un gauchazo sesentón de bigote tupido y cabellos blancos al viento, con la piel morena curtida por el sol. Chaza también recibe a los huéspedes apenas pasan la tranquera. Porta siempre una bandera argentina y de las nacionalidades de quienes visiten la estancia, y monta un caballo peruano que trota suavemente, marcando el paso, por el camino que conduce a la puerta del palacio, bajo una galería de eucaliptos centenarios. En definitiva, don Chaza es una institución por aquí. Aunque no habla otros idiomas y el español lo pronuncia bajito, cerrado, el hombre se las arregla para comunicarse con todo el mundo. Se ocupa de los caballos y participa junto a otros peones en la demostración del juego de la sortija, un entretenimiento ecuestre típicamente criollo, en el que el jinete debe embocar el palillo que lleva en su mano dentro de una argolla que cuelga de un arco de tamaño similar a uno de futbol, mientras galopa a toda velocidad. La demostración se hace frente a la mesa que se dispone para almorzar o merendar, bajo la sombra de unos cipreses.
A la hora del almuerzo suele servirse un asado con verduras a la parrilla y un mousse de dulce de leche —la especialidad de Estela, la cocinera—; para la cena, como las estadías son tan personalizadas, se preparan menús especiales y diversos, de acuerdo con las necesidades y los gustos de los huéspedes.
La estancia tiene piscina, hay bicicletas, un huerto con una extraña parra de kiwi —extraña para estas latitudes— y un “laboratorio” donde se dan clases de cocina y se producen conservas.
La Estrella
Balcarce es una localidad bonaerense ubicada a 400 kilómetros de Buenos Aires y donde la geografía de la pampa muta: ya no es llana, sino que comienza a ondularse; se transforma aquí en la pampa serrana. Balcarce es conocida porque en esta pequeña ciudad de 40 000 habitantes nació el célebre corredor y quíntuple campeón de la Fórmula 1, Juan Manuel Fangio, quien alcanzó la gloria en la década de los cincuenta. Aquí, en medio de una sierra no muy alta y rodeada de un bosque nativo en el que habitan ciervos, llamas, zorros y ñandús, se encuentra la estancia La Estrella. Es un caserón de siete habitaciones, cada una decorada con un estilo particular, con obras de arte de reconocidos artistas plásticos que forman parte de la colección privada de los dueños, y con vista a los campos, que aquí parecen extenderse al infinito. Las diversas suites se diferencian por características un tanto señoriales: las Luxury Suites tienen grandes baños revestidos con mármol Boticcino; la Mateo, que entra en la categoría Superior Suites, tiene el suyo revestido con mármol de Carrara; la Nicola, con mármol de Alicante, además de acolchados con una trama en azul y dorado, símbolo de la realeza.
Con una extensión de 180 hectáreas, en esta estancia hay trekking, cabalgatas —a los huéspedes se les otorga indumentaria especial para hacerlas—, paseos en carruaje y bicicleta, tiro al arco, visitas a circuitos agrícolas y ganaderos, y salidas para almorzar al pie de una cascada. Hay una piscina exterior y cancha de tenis, una completa cava de vinos con etiquetas de bodegas de primer nivel, un salón de juegos con mesas de pool y ping–pong, una biblioteca y algo que no muchas otras estancias tienen: un spa completo con gimnasio, sauna seco, jacuzzi individual y para seis personas, cabina con ducha multifunción y sala de relax.
Como buenos descendientes de inmigrantes italianos, la gastronomía aquí es fundamental. Además de usar productos autóctonos, se especializan en la elaboración de pasta casera al dente, sin dejar de lado el asado argentino.
La Oriental
Junín, en el corazón de la pampa húmeda, es un emblema de la región, un sitio de tierras fértiles donde la agricultura y la ganadería son muy prósperas. Por eso, quizá, sea una de esas ciudades —tiene 90 000 habitantes— que aún conservan un espíritu pueblerino, campero.
Ubicada a 250 kilómetros de Buenos Aires, tiene en sus lagunas y en las 200 hectáreas del Parque Natural Laguna de Gómez —a orillas de la laguna del mismo nombre— uno de sus mayores atractivos.
Cerca de esta ciudad del noroeste bonaerense se encuentra la estancia La Oriental, con un casco de 1890 y seis suites decoradas con muebles originales y otros traídos de distintas partes del mundo, que se conservan en perfectas condiciones.
Atendida por sus propios dueños, que también se ocupan de las actividades agrícolas y ganaderas de la estancia, La Oriental está inmersa en un centenario bosque de más de 30 hectáreas, con arboledas de robles, eucaliptos, plátanos, araucarias y cedros. La laguna del Carpincho limita la estancia y se encuentra a tres kilómetros y medio del casco. Se puede llegar caminando, en bicicleta o en auto y, una vez allí, hay kayaks para salir a remar. Los visitantes pueden utilizar la piscina, hacer caminatas por el bosque, cabalgar, practicar arquería, jugar croquet, hacer avistamiento de aves y hasta participar en las tareas agrícolas y ganaderas. Dependiendo de la época del año, se puede participar del arreo de ganado, la yerra —marcar el ganado—, la cosecha o la siembra. También hay actividades con un costo adicional, como pesca con mosca y clases de equitación.
La cocina es casera, regional y abundante, asimismo tienen a disposición un menú vegetariano.
Foto de portada: Guido Piotrowski.
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