El papel cayó al suelo, inadvertido, mientras seguía peleándome con el cajón rebelde. Forcejeé con la mesita de noche unos pocos minutos más antes de verlo: un sobre quebradizo y amarillento que no me pertenecía.
Entrecerré los ojos para descifrar la tinta descolorida grabada en el sello: “Nueva York, 13 de febrero de 1936”. Me senté al borde de mi cama, incrédula, con la mirada perdida en la luz que se desvanecía lentamente en el cielo londinense. Este mueble había viajado conmigo durante 17 años, pasando por seis departamentos, incluyendo una mudanza a través del océano Atlántico. ¿Cómo puede ser que nunca hubiera visto esta carta?
Compré el juego de cajoneras una soleada tarde de domingo en 2003, cuando paseaba por los pasillos de un mercado de pulgas en Park Slope, un barrio de Brooklyn de calles arboladas frente al extremo sur de Manhattan. En ese entonces trabajaba como au pair y vivía con Nancy Novack —la editora que ganó un Emmy por When the Levees Broke, el relato de Spike Lee sobre el huracán Katrina— y su esposo David, un documentalista igualmente talentoso. Mi proyecto de doctorado para La Sorbona finalmente tenía un título, cortesía de mi mejor amiga, y acababa de conseguir un trabajo de tiempo completo en una galería de arte en Uptown Manhattan.
Había llegado el momento de dejar el nido de mi familia adoptiva, dos años después de encontrarlos en la sección “miscelánea” de un popular sitio web de anuncios por palabras.
Vestí a los niños una última vez y todos caminamos hacia el mercadillo, en busca de muebles que tuvieran el caché de un gabinete Luis XVI y el precio de un stühl de IKEA. En el tercer pasillo vi un par de cajoneras antiguas de madera, estrechas y con ruedas. Irradiaban el misterio de los objetos que han tenido varias vidas anteriores, pero no demasiado viejos para aún ser funcionales. Por 80 dólares eran mías. Le ofrecí 60 al vendedor. Nos las llevamos al brownstone chueco de los Novack y, con el tiempo, se mudaron conmigo a un edificio de ladrillos amarillos en Bergen Street, a unos cuatro kilómetros de allí.
Era un último piso sin elevador que daba a un enorme lote vacío cerca de Flatbush Avenue —el futuro hogar de los Brooklyn Nets— y marcaba mi cuarta mudanza en cuatro años. Desde las fiestas salvajes en universidades Ivy League en el norte del estado de Nueva York, pasando por el funeral de un colega del Smithsonian asesinado en Washington, D.C., hasta un juego de búsqueda del tesoro en una línea de metro abandonada de la Gran Manzana: toda mi vida durante los años que pasé en Nueva York fue una aventura. Quizá por esa razón nunca se me ocurría salir del país durante mis vacaciones: la vida en Estados Unidos era un viaje eterno al extranjero, interrumpido por paradas de un año.
Cuando era niña, los viajes fueron escasos y marcaron los grandes cambios de la vida. En la historia de mi familia, los viajes nunca fueron buena noticia. Mi abuelo había comenzado su travesía a la tierna edad de 13 años, rompiéndose el lomo en un campo de trabajos forzados en Siberia, y, por otro lado, el primer viaje de la que después fue su esposa implicó abordar involuntariamente un tren de Polonia a la Alemania nazi. Por lo que pude entender, viajar como forma de evasión no era una tendencia a seguir.
La visita al mercadillo de Brooklyn en 2003 cambió para siempre definición de“viaje”. Después de comprar mi primer mueble, de repente dejé de comportarme como una nómada en constante fuga y empecé a buscar un lugar donde construir una vida.
A partir de entonces, las mesitas de noche fueron testigos de todo y en ellas todo cabía: libros de texto subrayados durante noches de estudio, montones de DVD de Netflix que siempre olvidaba devolver, números de teléfono garabateados en portavasos de cerveza de la legendaria sala de conciertos CBGB, así como ciertas medidas de precaución para historias que mejor no les relato aquí.
Luego, un día, después de siete años en la costa este de Estados Unidos, empaqué una maleta y me fui a Inglaterra detrás de un ingeniero francés bastante nerd.
Nuestro primer departamento en Londres era de un solo dormitorio, con el espacio suficiente para una cama, una mesa de comedor, mis queridas mesitas de noche y algunos ratones. Como la familia de estos últimos crecía mucho más rápido que la nuestra, nos mudamos al otro lado del parque, no sin que antes nos pidieran con mucha educación que, por favor, pagáramos el doble de renta. Empacamos las cajoneras y al recién nacido, y nos reubicamos muy cerca de allí. Cuando la casera anunció que iba a vender el departamento,dejé una prueba de embarazo positiva dentro del cajón de mi esposo. Los tres y medio nos mudamos una vez más, y las mesillas de noche tomaron su posición en nuestro nuevo hogar.
Dondequiera que íbamos, las cajoneras nos seguían, sobreviviendo al resto de los muebles. Nuestra cama, por ejemplo, tuvimos que desecharla después de que mi hermana la destrozara durante una fiesta salvaje que armó mientras estábamos fuera de la ciudad.
Pasaron los años. Los cajones se llenaron de notas entrañables, algunas tarjetas de San Valentín a medio escribir, los dibujos favoritos de mis hijos o una grabación del último mensaje de voz de mi abuelo. En las buenas y en las malas, los muebles se convirtieron en los repositorios de mis recuerdos más valiosos.
Mirando la extraña carta en el suelo, me di cuenta de que la relación había sido absolutamente unilateral. Estos muebles de madera lo sabían todo de mí —se habían convertido en una extensión mía— y, sin embargo, yo no sabía nada de ellos. El recuerdo de otra persona había estado viajando silenciosamente entre mis propios recuerdos durante casi dos décadas; de pronto me encontró y las dos historias empezaron a fundirse una en la otra, para siempre.
Abrí la carta.
Querida Helen:
Eres mi San Valentín.
No sé si sepas toda la alegría y ternura que siento cuando pienso en ti, cómo tu cariño llena de felicidad todas las cosas cotidianas de mi vida. No sé si puedas imaginar cuánto te amo y, desde lo más profundo de mi corazón, querida, ¡te mando mis más fervientes deseos para que seamos felices todo el año!
Te quiero, John
¿Era un amor prohibido, un secreto? Una promesa… ¿un recuerdo?
Prendí mi computadora. El cursor parpadeaba sobre una página de búsqueda vacía. Un vistazo al Registro Federal del Censo de Estados Unidos de 1930 confirmó que Helen R. vivía en la dirección declarada en el sobre, junto con su padre, John. Supuse que esta fue una relación platónica —y que esta pareja no había producido herederos—, apagué la computadora y me fui a dormir.
Al día siguiente me metí más a fondo en los archivos de Helen, deseando en secreto un deus ex machina. El certificado de boda de Helen R. con John D., de 1937, fue la prueba de que a veces está bien creer en la magia.
Mi emoción era palpable, aunque de corta duración. En la página siguiente a Helen D. (de soltera R.), en el registro encontré un certificado de defunción de 1939. Había fallecido durante el parto después de una cesárea fallida. Una muerte trágica, pero común en aquel entonces.
Me enojé, me desilusioné, se me rompió el corazón. Guardé el sobre dentro de la mesita de noche, escondido bajo un montón de facturas de electricidad emocionalmente inofensivas.
La primavera vino y se fue.
La crisis sanitaria de 2020 se convirtió en una pandemia de verdad y el mundo se vio obligado a detener todos los viajes. Cerca del epicentro de la infección en Wuhan, los mapas de las zonas más contaminadas se volvieron verdes. Los hoteles cerraron, los aviones permanecían en tierra y comenzaron a aparecer imágenes satelitales de animales salvajes trotando por los centros de las ciudades. Libre de la interferencia humana, el planeta respiraba profundamente.
En cuanto a mí, respirar se había convertido en un problema. Contraje COVID-19 en marzo y me quedé con él por una larga temporada. Sólo me levantaba de la cama por causas mayores. Recorrer largas distancias tomó unos meses, hasta que finalmente logré llegar al jardín comunitario al final de la calle.
En mi mesita de noche, los dibujos fueron sustituidos por un oxímetro y un esfigmomanómetro que rastreaban el progreso de la enfermedad, así como un montón de medicamentos que me ayudaban a sobrellevarla. Incapaz de ir físicamente a alguna parte, reanudé mi viaje al pasado de los amantes.
Esta vez busqué los registros de John D. y vi unos nombres familiares que habían sido tachados. Esto sólo podía significar que el linaje había continuado de alguna manera y que aún había por ahí un miembro del mismo.
La nieta de John vivía cerca del río McKenzie, en Eugene, Oregón. Helen D. —un patronímico bastante extraño dadas las circunstancias— tenía unos 50 años y visitaba con regularidad un sitio web de genealogía. Me apunté para la prueba gratuita, escribí un mensaje en su muro y presioné ansiosamente “enviar”. Al día siguiente vi que alguien había leído el mensaje.
Helen D. se lo pensó más o menos una semana antes de revelar que era la nieta de Helen y John. El bebé, la madre de Helen D., había sobrevivido a la trágica cesárea.
Se llamaba Helen D.
Envié fotos de la carta por correo electrónico y a cambio recibí un recorte de 1937 del New York Journal-American, con una foto de Helen y John D. luciendo radiantes el día de su boda. También me enteré de que la hija de Helen y John D. todavía estaba viva y muy conmovida por el descubrimiento, al igual que el hijo de esta última, John D.
La carta abría y al mismo tiempo estaba curando muchas heridas de esta familia. Era una prueba de amor para una hija cuyo nacimiento había causado la muerte de su madre. El torbellino de Helenas y Johns también puso en evidencia lo fina que es la línea entre la memoria y el trauma transgeneracional.
Helen D. nunca conoció a su madre y su padre había fallecido hacía décadas. Pero, 85 años después de que una promesa de felicidad se alojara dentro de un cajón de madera, ayudé a que la misiva cruzara el océano una vez más, en un último viaje para llegar a casa.