The Inn at Little Washington, un acto de seducción
Este lugar no es un hotel ni un restaurante; es una experiencia hecha para sumergirse como mínimo 24 horas en lo extraordinario
POR: Liliana López Sorzano
En la primavera, el cierre de restaurantes y fronteras nos llevó a añorar y recordar esos sabores de viajes y comidas del pasado reciente o lejano. Movidos por el hambre de volver, invitamos a algunos escritores a compartirnos una comida memorable, un gusto que los haya acompañado en un viaje. Esta es la colaboración de Liliana López Sorzano.
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Empecemos por el final. Una cajita feliz en forma de la hermosa casa principal del hotel contiene madalenas recién hechas y bombones de chocolate. Esta manera de despedir a los comensales (una práctica común en el mundo de la alta cocina) me provoca la misma emoción infantil que cuando recibía las sorpresas en las fiestas de cumpleaños.
The Inn at Little Washington sólo pudo ser producto de un desvarío, una obsesión y un espíritu romántico. No es un hotel, no es un restaurante, es una experiencia hecha para sumergirse como mínimo 24 horas en lo extraordinario. Patrick O’Connell llegó hace más de 40 años a este pequeño caserío en medio de las praderas idílicas del campo de Virginia, a una hora y media de Washington, D.C. Dice que probablemente él no encontró el lugar, sino que Little Washington lo encontró a él. Aquí fraguó un universo, como si se tratara de una película o de un escenario de teatro.
No es un hotel, no es un restaurante, es una experiencia hecha para sumergirse como mínimo 24 horas en lo extraordinario.
O’Connell, de 75 años, es el chef y dueño de este singular lugar. Sus pantalones de cocinero y los delantales del personal en la cocina llevan un estampado de dálmata, en honor a su perro, que está siempre a su lado. Su amplia sonrisa es sinónimo de la verdadera hospitalidad y el comienzo de una fábula.
La experiencia de día
El minúsculo poblado, de tan sólo 132 habitantes y que gira en torno a The Inn, parece sacado de un cuento. En el establecimiento, la decoración es suntuosa y cada jarrón, cuadro, papel de colgadura o mueble tiene una razón de ser. O’Connell y la decoradora inglesa Joyce Convy se encargaron de hacer cada rincón especial, donde la atención al detalle suena redundante. Todas las habitaciones están marcadas con placas doradas en las que se inscriben nombres de cocineros que han dejado huella. A mí me toca la del francés Jacques Pépin; mi vecina es Julia Child.
Bajo a la terraza para aprovechar el sol y no perderme la hora del té. La carta tiene maravillosos y raros ejemplares de tés: oolong, darjeeling, blancos, verdes. Escojo un blanco llamado Luz de Luna Púrpura, que disfruto con los minisándwiches de salmón y pepino, los canelés y unos scones memorables con crema y mermelada de frutos rojos, mientras me pierdo en el sonido de la fuente de agua. La vajilla, los cubiertos, el servicio, las flores de la mesa y todos los detalles son parte del embrujo que comienza a calar, porque en The Inn es todo un acto de seducción. Recorro los jardines y el huerto, cuidados de manera exquisita al igual que el interiorismo. Llega el atardecer y la hora del aperitivo. Acompaño una copa de vino rosado frío con tropezones de parmesano, nueces y prosciutto, mientras un trío de música folk toca el banjo y el cello.
La experiencia de noche
Entra la noche y llega el momento emocionante de sentarse a la mesa de este lugar con tres estrellas Michelin. Es el restaurante de Estados Unidos que le hace justicia a esa consigna de la guía: digno de un viaje especial. Los snacks, un steak tartar miniatura y una galleta con caviar se sirven con una copa de Dom Pérignon 2006. Éste es el prometedor preámbulo de una comida que le hace homenaje a la cocina clásica francesa, pero que adapta giros contemporáneos que le dan O’Connell y el producto de la estación.
Es el restaurante de Estados Unidos que le hace justicia a esa consigna de la guía: digno de un viaje especial
El carpaccio de cordero joven con helado de ensalada César es uno de los clásicos, así como el montadito de callo de hacha con camarones rock perfumados con estragón. Mucho sabor y precisión en cada plato. El resumen de una indulgencia lo hace el plato de foie gras confit, atún y vinagreta de trufa.
La cena termina con un desfile de atractivos postres en la cocina. Apenas se cruza la puerta, se oyen cantos gregorianos y sale uno de los meseros vestido de monaguillo mientras esparce incienso —una de las extravagancias que se puede permitir el chef en su mundo—. No es gratuito que llamen a O’Connell el “papa de la cocina norteamericana”. Para completar la fantasía, la Vaca Faira, que es el nombre del carrito, trae una selección de suculentos quesos. En este punto, hubiera querido tener más apetito para probarlos todos. Termino la noche con un whisky de la colección especial de destilados en una de las terrazas del hotel, con el viento fresco de verano y pensando en que aún queda el desayuno para vivirlo.
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