Para ubicar a The Doors en el intrincado mapa de la música tendríamos que ir hacia la oscuridad. Ahí, en lo más tenebroso de la noche, todavía se escuchan las notas de un órgano cuyo eco explota en el cosmos y en el fondo aparece una voz grave, casi hipnótica, que recita poemas sin destinatario, escritos para gente que no tiene nombre, que no tiene sueños.
Para explicar a The Doors tendríamos que viajar primero a Los Ángeles en los años 60. Mientras en la radio sonaban fuertes las canciones entusiastas de los los Beach Boys y en las calles habían adolescentes optimistas que se escondían entre las plegarias de amor y paz, estos cuatro músicos desafiaban el estatus quo y llevaban al límite la música, la voz, la letras. Querían arrancar de raíz las flores que dejaban los hippies por todos lados y hablar del siniestro encuentro que todos tenemos con nosotros mismos.
En el centro siempre estuvo Jim Morrison, un estudiante de cine que en las madrugadas escribía versos ominosos. En su momento más dramático se llamó a sí mismo el Rey Lagarto porque, cuando solo era un niño regordete, amaba ver a los reptiles arrastrándose por el desierto. De esos primeros años también decía: “que el espíritu de un indio nativo había poseído su cuerpo cuando tenía cuatro años”.
En el camino, entre la universidad y los poemas de Rimbaud, se encontró con otras personas que tenían la misma sed por abstraer el mundo y comprenderlo desde las penumbras. Un día en la playa apareció Ray Manzarek y Morrison le leyó unos versos que había escrito: “vamos a nadar hacia la luna/escalemos las mareas”.
El encuentro fue suficiente para que la leyenda empezara a escribirse. Ellos dos lograron lo imposible, que sus ritmos underground protagonizaran las listas de popularidad. Ellos dos inventaron sonidos imposibles y revolucionaron la escena porque después de ellos nada volvió a ser lo mismo. La poesía se convirtió en música y la música en un arma para desafiar las buenas costumbres y las buenas costumbres se desasociaron de las buenas personas.
Todo terminó en una tina de un hotel de París.
The Doors en México
La primera relación entre Morrison y México surgió cuando leyó On The Road, esa novela de la generación beat en la que Kerouac relata los pormenores de un viaje austero. El camino que transita un grupo de jóvenes, sin futuro, para los que el presente era más bien una llamarada en medio de la nada.
Ese mismo camino trajo The Doors a la Ciudad de México en 1969 para ofrecer cuatro conciertos en un foro diminuto (solo cabían 100 personas) de la colonia del Valle. Tras aterrizar en el aeropuerto nadie los reconoció porque Jim Morrison estaba un poco más gordo y tenía una gran barba. Los recogió un chofer que nunca había escuchado sus discos y los llevó a hospedarse en una hostería de nombre francés en la que bebían coñac.
Antes de iniciar sus conciertos notaron dos cosas, en la puerta del foro había un dibujo estrafalario de Jim Morrison frente al que se pararon para tomar algunas fotos. Después se percataron de que su público estaba lejos de ser una multitud entusiasta del LSD, en realidad se trataba de un grupo de hombrecitos acaudalados (entre ellos el hijo del presidente Díaz Ordaz) que iban en corbata y se escandalizaban cuando alguien decía malas palabras. Eran los únicos que podían pagar el costo de los boletos.
Today marks 50 years since The Doors’ historic performances in Mexico City.
How much do you know about the band’s time in Mexico, though? #TheDoors #Mexico #ClassicRock #Legends #JimMorrison #RockNRoll pic.twitter.com/DRBfQVZ3yU
— The Doors (@TheDoors) June 27, 2019
¿Qué conocieron?
Aunque no estuvieron muchos días, Jim Morrson insistió en ir a visitar Teotihuacán. Cuando llegaron a la zona arqueológica, el poeta subió a la Pirámide del Sol y tocó con la mano derecha la cabeza de la serpiente emplumada. Nadie sabe lo que pensaba, quizá porque nunca se podía predecir cuál era su siguiente movimiento.
También fueron a la Lagunilla, al Museo de Antropología y a Garibaldi, donde uno puede imaginárselos. Cuatro gringos revoltosos deambulando entre mariachis que también eran rebeldes a su manera y que sin duda los entendían más que el hijo de un presidente.
Se dice que querían dar un concierto gratis en la Alameda y que Gustavo Díaz Ordaz no lo permitió, pero esto es solo una hipótesis y quizá nos quedemos para siempre con la duda.
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Foto de portada: Facebook de México en imágenes
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