Argentina, Destinos

Tango porteño: la fiesta sumergida (en el “otro” Buenos Aires)

Leila Guerriero ofrece vívidos retratos sobre las milongas en Buenos Aires.

POR: Redacción Travesías

Para celebrar nuestros 18 años, invitamos a nuestros amigos y colaboradores más cercanos a compartir sus historias y recuerdos favoritos de Travesías en nuestro especial 18 X 18. Este texto –recomendación de Claudia Itzkowich– se publicó originalmente en el número 23 de Travesías, en agosto de 2003.

En antiguos clubes o subsuelos escondidos de Buenos Aires, lejos de los engañosos espectáculos montados para turistas, late y se agita el tango verdadero. Mujeres bellísimas y bailarines elegantes se dan cita todos los días, de lunes a lunes, en las milongas porteñas. 

El barrio está dormido. O casi. Los travestis venden mudos su carne hinchada frente a casas antiguas, selladas con siete candados. Un goteo de tacones lejanos. El murmullo seco de algún auto en el cemento. Silencio.

Entonces, sobre la copa de los árboles dormidos, la voz antigua canta: “No sé si hice bieeeen, sé que la quieeeeroooo” y hembras vestidas de luces y machos trajeados para el olimpo atraviesan la puerta de la Sociedad Leonesa, se peinan la ceja, se aquietan el raso de la falda, se untan el pelo con una caricia, trepan hasta el primer piso con aire de reyes, rebuscan en los bolsillos y pagan, relamiéndose, el precio de su pecado preferido: cinco pesos, menos de un dólar y medioDespués atraviesan la cortina —roja— de terciopelo untuoso, y entran. Bienvenidos. Esto es Buenos Aires, Argentina, y estos los salones de baile —las milongas— donde los porteños bailan tango.

Fernando Gutíerrez y David Sisso

Baratas. Escondidas. En las antípodas de los carísimos espectáculos for export diseñados a toda mentira para turistas incautos. Aquí plomeros y profesores, gordos y pobres, tristes y médicos, secretarias y solteras se enredan en la pista de baile y olvidan, abrazados a un perfecto desconocido, sus miserias, sus deudas, los hijos que tienen. Los que no pueden tener.

La ciudad está recorrida por este laberinto nocturno y canalla que pocos viajeros conocen y muchos porteños ignoran. Las milongas se escabullen en sótanos o primeros pisos. No hay carteles, y puertas discretas los ocultan de miradas ajenas. Algunas son itinerantes, otras funcionan sólo a veces, y cada una tiene su día de esplendor.

El jueves es el día de Niño Bien, la milonga que funciona en un edificio perfectamente inocente de la Sociedad Leonesa. Son las dos y media de la madrugada. Sobre la pista de madera a punto caramelo, ellos y ellas se enredan siete grados por encima de lo tropical. Peinados altos, bombas de spray, camisas brillantes, flecos, tacones, la celebración de la carne embutida, apretada, macerada en perfume tan barato.

Fernando Gutíerrez y David Sisso

—Acá uno es lo que baila. El tango debe ser una de las pocas danzas —dice Luis, organizador de la milonga— en la que uno, si no sabe bailar, no puede dar un paso. No es difícil, pero hay reglas, formas de circular. Se baila sin hablar, en contra del sentido de las agujas del reloj. Acá nadie sale a bailar con otra persona sin saber cómo baila.

Ellos eligen, y ellas se dejan, alzando la copa de champaña con la punta de los dedos. Una mujer de sesenta vestida de gasa imitación leopardo baila con un hombre de peluquín naranja. Uno de setenta y traje menea las carnes duras de una de diecinueve, con ombligo al aire.

—En qué otro lugar —dice Luis— un hombre de setenta y una chica de menos de veinte años pueden estar tan cerca. En milonga, el hombre no va a la mesa a sacar a la mujer. La invita con el cabeceo, desde lejos. Si la mujer dice que sí, el hombre va a buscarla a la mesa y la mujer nunca se levanta antes de que el hombre llegue, porque a lo mejor entendió mal, y el hombre sacó a otra mujer que estaba atrás o al costado, y ella se queda plantada. Por lo general, no se rechaza a un hombre que va hasta la mesa, por no humillarlo. Si una mujer o un hombre no bailan en toda la noche, nadie sabe si es porque no los sacan o si no bailan porque rechazaron a muchos.

Los tangos se pasan en tandas de cuatro. Entre una y otra tanda la pista queda vacía. Esos intervalos son, en el idioma encriptado de la milonga, una forma suave de decirlo todo, la medida exacta de la buena educación: —Es la forma de cambiar de compañero de baile sin ser grosero —dice Luis—. No hay razón para aguantar a alguien indeseado, ni para mandarlo a sentar a la mitad de un tango.

 “El Tano”, un hombre con whisky en mano, tres dientes y camisa azul, me pregunta si soy policía. No. —Discúlpame, piba, pero hace como un mes y pico que te veo en todas las milongas tomando nota y no te conozco. Y yo odio a los uniformes.

Fernando Gutíerrez y David Sisso

Hijos de Eminem, nietos de Gardel

Desde 1960 hasta 1990, casi, el tango fue un baile impensable para todo porteño de menos de 40 años. Hoy las milongas están repletas de hijos de los hijos del rock. Diseñadores gráficos, fotógrafos, arqueólogos, sociólogos y rockers para quienes la milonga no es cosa de siempre. Blandos chicos que trabajan de nueve a cinco y que nunca se pelearon —ni quieren— a golpes por una mujer.

—La primera vez que fui a una milonga tradicional, pensé que me había equivocado. Las mujeres estaban vestidas con strass y raso. Ahora cada cual viene como quiere. Dice Carla Marano, profesora de tango, treinta años de boca roja y pelo como un rayo oscuro. Carla forma parte, junto a Mauricio Castro, de un grupo que intenta darle al baile una visión renovada y renovadora, llamado Tango Discovery, y pertenece a una generación que se toma al tango como profesión de tiempo completo, antes que como diversión de fin de semana. Hace diez años, los pasos se guardaban con celo de santo grial. Pero en 1994, en ese universo cerrado y celoso, descendió el ovni de La Viruta, una milonga que se propuso relajar los viejos códigos, e instaló lo que hoy es moda: las clases de tango previas al baile.

—Nos fue bien, mal, peor —dice Luis Solanas, uno de los socios de La Viruta, junto a Cecilia Troncoso y Horacio Godoy— y siempre fuimos criticados. Porque dicen que acá, en La Viruta, la gente te choca, que no se puede bailar. Pero a mí los próceres del tango se me cayeron todos. A los que hay que cuidar es a los que recién empiezan.

Algunos ven con malos ojos el desembarco de la carne nueva. Dicen que se pierde la tradición del cabeceo, que los más jóvenes bailan a lo pirotécnico, a los saltos, como si la pista fuera un escenario, y que la esencia del tango es caminar y caminar, dos como si fueran uno. Otros dicen que es gracias a la llegada en jauría de los jóvenes que las milongas, hoy, no son un cadáver hermoso. Sea como sea, los miércoles son de La Viruta, esta milonga en el subsuelo del Club Armenio. Hay lámparas de colores, banderines, un aire de víspera de fiesta.

Fernando Gutíerrez y David Sisso

Aquí, en La Viruta, las costumbres empezaron a alborotarse. Los hijos de Eminem y Kurt Cobain empezaron a aparecer con pantalones rappers y pañuelos en la cabeza. Pero fueron ellas, tiernas y jóvenes, las que hicieron el milagro. Heredaron de las milongueras el gusto por el brillo, y de las vedettes el placer morboso de mostrarlo todo. Ahora las chicas de La Viruta son imitaciones mejoradas de francesitas perfectas, coqueteando en el umbral de la catástrofe con minifaldas y tacones altos y blusas escotadas y uñas rojas y pelo a lo varón. Niñas de belleza bruta que se revuelven entre los brazos de los bailarines, un gajo de la mejor piel.

—Pero a pesar de que hay más gente joven —dice Cecilia Troncoso, otra de las dueñas de La Viruta—, el tango todavía es un ghetto de acceso difícil.

Para llegar al Parakultural, por ejemplo, hay que saber. Funciona en La Catedral, un antiguo granero, oculto en pleno barrio de Almagro. Allí, todos los martes, Omar Viola organiza la milonga más under de Buenos Aires, que pasó por distintos espacios desde principios de los ‘90. Pero esto es todo lo que se ve desde la calle: un garage vacío, luz mortecina, escalera de cemento. En la puerta, un timbre y un cartel escrito a mano: “La Catedral, timbre 5”. Hay que tocar el timbre, y entonces un hombre siempre parco abre la puerta y señala la escalera de cemento que termina a espaldas de un escenario gigantesco. Al otro lado, hay una corona de luces rojas. Hay colchones, carros de supermercado, sillas y sillones de varios basurales, mesas de mimbre, cebolla frita, espejos rotos. Una foto de Gardel, velas, almohadones, vasos de whisky. Un chico de apenas más de veinte, guayabera con estampados rastafaris y pantalón caído, dice que la milonga es un vicio.

—Empecé a bailar hace tres años, y nunca pude parar. A veces pienso que tendría que ir al cine, o ir a un bar, pero invitar a bailar a una mujer de la que uno no sabe nada, entenderse durante los dos o tres minutos que dura el tango, es un amor de tres tanguitos.

Peligrosa pelirroja

Es un martes helado, pero en la milonga siempre es verano. Es el triunfo del trópico, el reino del ventilador. Esta noche en Porteño y Bailarín bailan Melina y Pancho. Melina es pelirroja, veintipico, pecas y movimientos graciosos, piel de crema batida. Esta noche usa una micropartícula de gasa roja que la hace parecer un fruto mórbido, gaseoso. Ella dice que es un vestido. Llegó a Buenos Aires desde el interior para seguir su carrera como bailarina clásica. Un día de 1995 encontró un aviso que anunciaba clases de tango, en un bar del centro, y por probar, probó. Trabajaba, mientras, en una agencia de publicidad, como creativa publicitaria.

—Empecé a bailar los fines de semana en el barrio de La Boca, en la calle, pero en la agencia no lo contaba. Un día un diario hizo una nota sobre la afluencia de turistas, y ahí estaba yo, en primera plana, vestida de tanguera. Al final me echaron de la agencia, porque la milonga sigue siendo un mundo sumergido, desconocido. El empresario que lleva a sus clientes a una cena-show de 400 dólares debe pensar que eso es tango.

Pancho tiene 29. Aprendió, primero, a bailar folklores, y llegó al tango porque, de vagabundo por España bailando por los pueblos andaluces, escuchó por radio un tango de Gardel. —Sentí que se me quebraba el cuerpo y el alma y todo y me di cuenta de que el tango era Buenos Aires y mis viejos, y mi vida acá, y volví. Era 1997. Cuando uno empieza le agarra como un vicio. Pero la milonga tiene sus códigos crueles. Una vez fui a hacer una exhibición a una milonga muy tradicional, el Sin Rumbo. Antes de la exhibición le dije a mi compañera, “Vamos a bailar un poquito”. Empiezo a bailar, y no puedo. No tenía espacio. Bueno, llega el momento de la exhibición, nos aplauden mucho, y cuando salgo de nuevo a la pista, tenía todo el espacio que quería. Me habían estado empujando para sacarme. Cuando uno entra, y no lo conocen, le hacen sentir el rigor. Un recelo que viene de antes, cuando no querían nuevos para que no les robaran las minas, las mujeres. Pero cuando se mueran todos esos milongueros, no sé qué va a pasar, porque mucha gente joven no aprende bien los códigos. El tango es toda la mugre, la suciedad, maquillada de francesa. Y esa mugre linda, esta cosa de rebelde, de prepotente, muy argentina, muy porteña, no la tiene la gente joven.

Ahora el presentador —siempre hay un presentador, y en casi todas las milongas hay un sorteo cuyo premio es, indefectiblemente, una botella de champaña— anuncia que ha llegado el momento de presentar a la pareja. Pancho usa un saco a rayas. Melina lame el piso con zapatos rojos, con pies que parecen manos. Él la persigue la empuja la quiere la mastica la detesta. Ella se deja indiferente, mariposa, juguetona.

Fernando Gutíerrez y David Sisso

—¡Eso, Pancho, bien!

Grita alguno. Todos aplauden. Un hombre me invita a sentarme a su mesa. Se llama Orlando Peñalba, tiene 67 años. Pero cuando me siento, él se levanta y se va.

—No te vayas, ya vengo. Voy a sacar a una amiga.

Orlando baila con una mujer de treinta, vestida de negro y rayas de tigre. Vuelve empapado, secándose la frente con un pañuelo y explicando que fue por el bien común.

—Esta amiga nunca había venido. Ahora que saben que baila bien, seguro la sacan. Ves, ahí va.

La tigresa, ahora, se menea con otro milonguero.

—Yo no soy un gran bailarín pero desde que estoy retirado no hago otra cosa. Cierra una milonga, me voy a otra, todos los días. Aquí somos todos solos. Estamos casados con la milonga. El que se casa, está condenado a bailar con una sola persona. Yo soy comisario retirado, pero digo que trabajaba en el Banco Provincia, porque la gente es prejuiciosa. Acá se baila sin hablar. A lo sumo, en el intervalo se pregunta el nombre, pero nunca se me ocurriría preguntarle a alguien a qué se dedica. No se habla de política ni de religión, ni de trabajo, ni del dólar.

La milonga. Un presente perpetuo y feliz. Un mundo sin pasado y sin futuro. Una libélula dispuesta a inmolarse por un segundo fatuo de oscuro placer.

Lucir a la niña

El teléfono suena en una casa modesta del barrio de provincias Martín Coronado.

—Hable —dice Carlos Moyano, un prócer de la milonga de más de 60 años, milonguero de la zona de Villa Urquiza, donde se desarrolló un estilo de baile diferente al del centro de la ciudad. Como las pistas del centro eran más chicas, tenían que bailar más apretados. En Villa Urquiza, donde se bailaba en enormes clubes de barrio, había espacio y el baile, por fuerza, era distinto. Y Moyano, dicen todos, es el rey de los giros y los enrosques de Villa Urquiza. Gira sobre sí mismo sin hacer esfuerzo, y baila tan tranquilo de la cintura para arriba mientras abajo sus pies hacen cosas complejas. Imposibles. Moyano es descendiente directo de una casta de bailarines perfectos: “Finito”, “El Nene Ford”, “La Biblia”.

El tango tiene mucha bondad— dice Moyano, que es técnico electromecánico, vende repuestos para heladeras y cocinas en un negocio instalado en su casa, donde vive con su mujer, una hija de 41, un hijo de 38 y algunos nietos—. No es difícil, aunque todos dicen que sí. Ahora nos estamos preparando para la ceremonia. Yo recién cerré el negocio y esta noche nos vamos a bailar con Nati, así que ya estamos planchando el traje. Veníte, pero te advierto: no creas todo lo que te dicen sobre la milonga. Ahí, cada uno hace su personaje, y afuera son gente común.

Al Sunderland lo llaman “La catedral del tango”. Funciona desde hace décadas en la cancha de básquet de un club de barrio. Entre los carteles, las gradas y los pizarrones que conservan el resultado del último partido, se bambolean con alta calidad señoras y señores. Acá no baila cualquiera. Es una pista de alto riesgo y los —pocos— jóvenes que se atreven, se enfundan en saco y corbata y se aquietan el pelo con lenguas duras de fijador. En la pista hay de todo, menos gente común. Mujeres y hombres construidos de pies a cabeza en brillantina, vestidos largos, perfumes olvidables. Una elegancia entalcada, de pueblo cuando cae la tarde. Pero en la pista, Carlos Moyano y Nati están bailando. Pequeños, rubia ella, pelirrojo él. Abrazados como el primer día.

—He bailado con otras personas, pero con él es especial. Sonríe Nati sin rojeces vanas y él la mira, camisa amarilla, cadenita de oro, un príncipe que nunca perdió el encanto.

—A mí el tango me dio todo —dice Moyano—. Mi mujer, mis amigos. No te digo que fue todo dulce de leche, pero la mayor parte fue dulce de leche. Uno viene de un día difícil, se ducha, se cambia, se va a bailar, y sabe que al otro día todo va a ir derechito. Muchos van a la milonga a buscar novia. Nosotros, con Nati, somos novios toda la noche. Y ahora, si me disculpas, voy a bailar. ¿Vamos, Nati?

Nati va. Se pierden en la pista, pequeños y fáciles, modestos y geniales. Entonces lo veo. Un hombre oscuro con saco negro y mirada perdida. Gerardo “El Negro” Portalea, 74 años. Porte de rey con trono, de puerta gótica. Me dice que me siente, que si quiero un vaso de vino.

—A mí en el año ‘78 me dio una depresión brava. Un día el psiquiatra me dijo “Portalea, usted tiene que volver a bailar”. Fui al Club Estudiantes de Devoto, me presenté en un concurso de baile y gané. Y se me pasó la depresión. Ahora soy tumbista en el cementerio de San Martín. A muchos les da miedo, pero los muertos son los únicos que no hacen nada. Uno en el tango dice cosas sin hablar. Pero sobre todo hay que saber lucir a la mujer. Hay como una competencia ahí, a ver quién la luce más. Vení, piba, vamo a bailar.

Piba, dice, y la que viene es Silvina, de ojos negros y unas piernas de 22 años, pálidas como camelias pálidas. En la mesa, la esposa de Portalea que no puede bailar desde hace años por unos huesos mal puestos, aprieta la bolsa sobre la falda. No dice nada.

Fernando Gutíerrez y David Sisso

—Yo me llamo Vito, pero todos me dicen Víctor. Me dicen “El Pirata”.

Dice “El Pirata”, un ojo naturalmente bordado de negro que le valió el apodo. Es hombre de cuando los hombres se odiaban por robarse pasos y los territorios estaban férreamente divididos por barrios y orquestas. Nadie se atrevía a cruzar por miedo a terminar golpeado o peor. Esta parte de Buenos Aires se conocía como “La Siberia”.—Si eras de otro barrio, no venías ni de loco. Era terrible “La Siberia”. Los tipos no te dejaban bailar. Lamentablemente yo he pecheado, como se dice, a los pibes más jóvenes.

Esta noche, “El Pirata” vino al Sunderland con una de 19. —La llamé a la madre. Conmigo la deja salir. La piba es medio perra, no baila muy bien, pero conmigo las hace todas. Porque en el tango, si el hombre baila, pueden bailar los dos. Si la mujer baila y el hombre no, no baila ninguno.

Estuvo casado seis años y tuvo un hijo, pero la milonga, la noche, y otras cosas que no dice, pulverizaron el matrimonio. Es más lindo estar solo. Si querés salir salís. Si querés dormir dormís. Si querés morirte, te morís.

La pista se despeja para que una pareja de profesionales, Roberto y Natacha, bailen un par de tangos. El Sunderland estalla en aplausos. “El Chino Perico”, traje azul, camisa blanca, fama de pisar como nadie, también aplaude. —Sí, paso de gacela dicen que tengo. Todo depende de cómo uno haya aprendido. A mí cuando me enseñaban, y yo me agachaba demasiado, me pellizcaban la cola, o me pinchaban con un alfiler. Aprendíamos con el rigor y los profesores no cobraban porque es como el que tiene un caballo de carrera: le enseña para que gane. Este baile no es el de esos shows en el que a la mujer la levantan, la tiran, se le ve la bombacha. Cuando Julio Bocca baila el tango, por ejemplo, es un desastre. Si baila clásico, que baile clásico. Si quiere bailar tango, que venga acá y que le enseñen. El vino puede ser buenísimo, pero con agua…

Entonces “El Chino” deja el vaso de whisky en la mesa y dice que a él le gustaría morirse acá. Morirme en el baile, aunque le arruine la noche a todos los demás. Es como morirse en su ley.

Bajo la luz cruda las parejas gritan. Margarita, morena que viste de negro de pies a cabeza, está casada desde hace 52 años, pero no va a la milonga con su marido.—Vengo sola porque me sé comportar. Yo soy mi-lon-gue-ra, no bailarina. A las milongueras nos acuñaron aquí. La bailarina es de academia. Yo soy una negra muy exquisita. Elijo con quien bailar, y no bailo todos los tangos. Bailo sólo los que me gustan y con quien me gusta bailar.

En la vida real, de lunes a viernes, de 13 a 21, Margarita es enfermera en la sala de oncología del hospital público de San Fernando. En la milonga, es una estrella.

Fernando Gutíerrez y David Sisso

Ofelia

Ofelia “La Polaca” está en su casa. Es modista y tiene 64 años. Es viernes, el día en que atiende al público, pero público ya no hay desde la crisis de 2001. Pechos altos, el cuerpo siempre embutido en alguna prenda tentadora que diseña ella misma.

—La milonga es un lugar para provocar. Yo siempre fui muy atractiva, por eso el 90% de las mujeres son medio enemigas mías. Porque hay que ir y venir en taxi, porque si te ven esperando un autobús de noche, así vestida, piensan que estás para otra cosa. Como ahora no tengo trabajo, no puedo pagar ni el taxi ni la entrada y empecé a ir muy salteado. Ahora llega el sábado en la noche y me agarra una nostalgia terrible.

Dice y juguetea con el decímetro cuadrado de piel de leopardo de su chinela. Una de las paredes de la casa está repleta de fotos de Ofelia joven, vestida para el infarto.

—Yo voy a los lugares de siempre, no me gusta ir sola a lugares que no conozco. Entrás y todos te miran. El milonguero es mujeriego. La mujer que se casa, generalmente desaparece de la milonga, pero el hombre aunque se case, sigue. Yo he pasado días enteros sin dormir, de salir de bailar y venir a mi casa a coser. Pero el baile es bueno para la salud. Cuando no voy a bailar estoy deprimente, con los pelos parados. Pierdo el ritmo de saber que llega el sábado y tengo que estar bien teñida, con las uñas prolijas. El otro día decíamos con una amiga qué lindo sería morirse en la milonga.

Ofelia. Foto: Fernando Gutíerrez y David Sisso

El beso

Es martes de madrugada. Toldo rojo, puerta roja. Escalera roja. Arriba, El Beso, la milonga que hoy funciona donde estuvo la mítica Regine. Tiene paredes pintadas en tonos pastel, camareras bonitas, mesas amontonadas. Y, sobre todo, tiene a Osvaldo Natuchi. Dicen que él es algo así como un milonguero ilustrado, un cincuentón universitario y buen lector. Usa rulos de poeta trasnochado y esta noche domina mal una magna borrachera.

—He jugado con la vida, que es para lo único que sirve, como decía Voltaire.

Levanta el índice y me baña, entera, en saliva. Acá, en este rincón de Buenos Aires, pasó la última noche de su vida, sin saberlo, David “Zito” Derman, un milonguero legendario que, a cada mujer que bailaba, le entregaba un carnet con su firma de puño y letra, y la frase “Sos mi bailarina número: …”. Llegó a escribir más de 7 689 números. El último, en El Beso, la noche del 3 de septiembre de 2002. Después de eso, David se fue de la milonga. Subió a su auto y cayó muerto sobre el volante. Lo encontró un policía y al domingo siguiente, Luz Balvuena, la dueña de El Beso, no quiso que nadie se sentara en la mesa que él solía ocupar.

—Cuando llegó Antonio, un amigo de toda la vida de David, le dije que yo quería dejar esa mesa vacía. Me contestó “Sí, pero cuando David venga va a querer sentarse”. No sabía que el amigo había muerto. Mirá cómo es la milonga. La gente se ve durante treinta años, pero sólo acá adentro.

Al salir de El Beso, veo que la puerta de calle tiene picaporte sólo del lado de adentro, de modo que al cerrarse nadie puede volver a entrar. Como si fuera el infierno, o el paraíso. O depende.

El paso secreto

Noche de viernes. El elegante salón Gricel. Nelly y Pocho, milongueros tradicionales, van a hacer una exhibición.

—Nosotros tenemos un paso que no lo tiene nadie. Dice Nelly y con sus uñas en punta dibuja en el mantel lo que ella considera su legado—Mi marido pone el pie para atrás y donde él saca el pie lo pongo yo. Una sincronización que nadie puede lograr. 

Nelly tiene 67 años, Pocho 71. Fueron novios cuando ella tenía 16, él 20, y por cuestiones de faldas dejaron de verse. Treinta años más tarde, en una milonga, ella lo vio pasar. Le posó la sonrisa de costado y él no dudó. Siguieron 17 años de matrimonio feliz, hasta hace cuatro, cuando Nelly volvió un día y no lo encontró. —Quería su libertad y se fue. Pero igual salimos a bailar juntos. Yo lo quiero recuperar. Como bailo con él no bailo con nadie.

Nelly tiene la cara pintada de guerra, un vestido rojo y blanco que ha cosido ella misma. Pocho baila desde los 16 años. Fue empleado de la empresa de electricidad más importante del país. Lidiaba con cables de 220 mil voltios y dice que ahí aprendió a ser generoso.

—Ahí nadie se podía guardar un secreto, porque podía significar la muerte de otro. Hay gente que piensa que los jóvenes les sacan algo. Pero si no fuera por esos pibes nosotros no tendríamos adónde ir a bailar. Yo los veo, y las cosas que ellos hacen nosotros no las podemos hacer. Son aviones. Pero yo pienso que todo pasa por la elegancia, que no es sólo bailar derecho, sino saber cómo poner los pies. Peinar el piso, como nos enseñaban a nosotros.

Entonces los anuncian y ella lo mira y le dice “Vamos”, como una orden. Se paran en la pista, de pronto jóvenes, y con los primeros acordes Nelly ya cierra los ojos como si tuviera veinte y fuera suya por primera vez. Cuando hacen el famoso paso los aplausos brotan y los gritos vibran:

—¡Humille, Pochoooo! Después, todos se acercan a felicitarlos. Como si fueran novios en el atrio de una iglesia pagana y nocturna.

El baile infiel

En un salón de la comunidad griega, en Palermo, funcionan dos milongas como las caras de Jano: los miércoles, sábados y domingos, el Salón Canning, una de las más tradicionales. Los lunes y los viernes, el salón se inunda de pelados con pañuelo en la cabeza y chicas con arito en el ombligo, fieles al Parakultural, la milonga itinerante de Omar Viola.

Es domingo, siete de la tarde. La milonga del domingo es el reino de la trampa. Mujeres están con hombres que no son el suyo, y los hombres con mujeres que tampoco.

—Y el miércoles es más trampa todavía, señorita —dice Darío, el español que organiza la milonga desde hace 30 años—. Acá el sábado es cuando se viene con la pareja oficial.

En la pista hay un hombre con quien hablé ayer en otra milonga. Me mira a los ojos y no me saluda. Y no lo saludo.

—Usted tiene que ser discreta, mi querida —dice Natu, una mujer de cincuenta que no para de abanicarse y me toma el brazo con una mano seca—. Quizás está con alguien que no sabe que él ayer estuvo en la milonga. Quizás está con una mujer celosa.

Natu va a bailar todos los días desde que murió su marido, pero no en busca de carnes nuevas, no señor. Ella viene a bailar porque es decente. Vengo a no pensar. Porque para pensar, querida, está la vida.

Fernando Gutíerrez y David Sisso

El lujo pobre

Para llegar a la milonga de Celia Blanco, llamada “Lo de Celia”, hay que subir una escalera que trepa entre paredes de un verde lechoso, y lo primero que se percibe es el olor. Un olor picante, como de cloaca, que trepa desde la calle, pero a los doscientos cuerpos que ahí se menean no les importa. Una rubia platino potente como un trombón baila con un hombre al que podría devorar de un bocado. Una mujer de cara aplastada espera aburrida, hasta que la rescata un moreno de fijador grasoso. Otra con vestido amarillo y un cuerpo veinte años menor que su cara se apoya en un hombre de vientre crecido. Cecilia Blanco es profesora de reiki, rubia, de pelo lacio y marmolado, y le gusta decir mi amor, mi vida, mi cielo.

—Vení, sentáte, mi amor. Qué tomás, mi vida. Sentíte cómoda, mi cielo.

Es domingo, 9 de la noche. Celia fuma cigarros con boquilla. Hay varones hirsutos, hembras guapas y añosas. Se fuma mucho, pero se fuma mentolado, y en todas las mesas hay baldes de hielo con vino barato, con cerveza nacional, con champaña común. La milonga es un mundo de cartón. Una impostura. Un lujo pobre y prestado.

En la pista una mujer mansa —hermosa— lleva en la espalda un tatuaje como un mordiscón. Un hombre gordo la aprieta, la estruja, la mano tremebunda llenando la espalda cautiva. Ella podría ser profesora o ama de casa. O mala madre. Pero acá es esto que ven. Una mujer hermosa, que mira el techo. Y que después cierra los ojos.

Fernando Gutíerrez y David Sisso

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Foto de portada: Fernando Gutíerrez y David Sisso

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