Una caminata por el Iztaccíhuatl: consejos prácticos para principiantes
Nada como un recorrido por la montaña para entender la belleza de lo simple, la intensidad del silencio y unas cuantas cosas prácticas sobre la vida.
POR: Florencia Molfino
Primero vayamos a lo práctico, lo básico y unos consejos (y luego hablemos de poesía): lo primero que debes saber es que de la CDMX al Parque Nacional Iztaccíhuatl-Popocatépetl harás hora y media de camino (si sales de la zona centro de la ciudad). Lo segundo: si vas en los días cercanos a las fiestas de diciembre te encontrarás con bastante tráfico. Para llegar al parque deberás atravesar el “bosque de los árboles de navidad” y una multitud de compradores de último minuto.
Y lo tercero: conviene llegar lo más temprano posible. En mi caso fui un sábado (saliendo a las 6:30 AM) y entre la llegada, el pago del boleto de acceso al parque ($50) y una parada técnica en el baño (una experiencia rústica y poco apta para espíritus sensibles, a un costo de $7), apenas pudimos comenzar la caminata hacia las 8 de la mañana.
A pesar de que en esta vida la improvisación es una dote necesaria y este parque es una invitación a la exploración, lo ideal es que anticipes la ruta que querrás seguir. Incluso siguiendo la ruta elegida y los pasos de otros caminantes marcados en el fino polvo de cenizas, es probable que te cueste ubicarte o hallar el camino en algún tramo.
No importa que en esta temporada y a esa altitud haga frío, a las dos horas de estar caminando querrás sólo tu playera: vístete con capas. También es esencial que lleves agua, protector solar, un mini kit de primeros auxilios (curitas, un antiséptico y árnica) por las dudas.
Darte tu tiempo es esencial para llegar
Elegimos recorrer la Ruta de los Manantiales, diseñada por el usuario José Carlos L.O. en Wikiloc (hay otras muchas ahí mismo), una caminata circular de casi 13 km, pensada para hacerse en alrededor de 4 horas, con vistas panorámicas hacia tres puntos cardinales (ver el lado opuesto del rostro de la “mujer dormida” implica su ascenso total, y esa es otra historia).
En teoría se trata de una ruta moderada, no debería dejarte sin aliento ni hacerte temblar a los pocos pasos. Sin embargo, hay un par de factores que implican un desafío: el ascenso que se alcanza es de unos 370 metros, pero pese a no ser de una verticalidad drástica, salvo que entrenes habitualmente en altitudes como esta (el Paso de Cortés está a unos 3,672 metros sobre el nivel del mar), sí se convierte en un reto para el cuerpo en lo que se adapta a la menor cantidad de oxígeno. Sin embargo verás cosas “inauditas”: gente subiendo a la cima corriendo, otros en bicicleta, dejándote atónito con su estado de ligereza respiratoria.
Aprovechando que cada tramo del recorrido es tan espectacular, hicimos pausas frecuentes para no quedarnos del todo sin aire.
Mucha gente opta por venir con grupos y guías, si bien la realidad es que para hacer senderismo lo único que necesitas son tenis y ganas de caminar. A menos que planees pasar la noche y subir a la cima, realmente no es necesario contratar un servicio especializado en hiking.
Perseverancia y curiosidad motivan más que la “voluntad”
La fascinación por las múltiples vistas que nos ofrecían el Iztaccíhuatl, el Popocatépetl y, muy a lo lejos, el impresionante Pico de Orizaba, nos distrajeron lo suficiente del esfuerzo físico: es más, fue la curiosidad por ver qué nos esperaba en el camino detrás de cada colina y oyamel lo que nos impulsaba a seguir. Dos horas después de haber empezado la caminata, estábamos en lo que mi amiga Adeline llamó “un tercio del queso”. Como buena francesa, su metáfora láctea hace alusión a la división imaginaria de un queso y al equivalente de la porción que acabábamos de comer.
Y así llegamos al punto en que se encuentra el Refugio Altzomoni, una construcción blanca con tejados, encima de una montaña en el que, cuando acaben las restricciones por la pandemia, podrías pasar la noche. Por lo pronto, la mayoría de los que pretenden llegar a la cima del Iztaccíhuatl optan por el Refugio de los 100, de donde suelen partir a las 11 de la noche para hacer una caminata de 8 horas hasta llegar al mero rostro de la “mujer dormida”.
En el punto del Refugio Altzomoni (así como en otros) se abren varias encrucijadas, posibilidades de retornar por un nuevo camino o seguir adelante. Aunque nos tentó el “Valle del Silencio”, misterioso y sereno, seguimos nuestra ruta elegida hacia los manantiales.
Una casa vacía, un picnic y perderse (sin romanticismo)
Llegamos a “la mitad del queso”, justo el punto más elevado de nuestro recorrido y nos encontramos con una construcción hecha de materiales reciclados y madera de estilo alpino que estaba cerrada y de la que no pudimos obtener mucha información, aunque parece un centro de enseñanza para excursionistas. Fuera de la casa hay varias bancas y mesas donde se puede hacer un picnic y disfrutar de la vista magnífica de los volcanes enamorados.
Cabe decir que a medida que nos acercamos a la cima del Iztaccíhuatl, el rostro de la “mujer dormida” fue haciéndose más evidente: la hendidura de su ojo, el perfil de la nariz, un rostro armonioso y finamente delineado por 30 millones de años de viento y actividad tectónica y volcánica. Nos sorprendió enterarnos que la “mujer dormida” en realidad era mucho mayor que su enamorado, el Popocatépetl: éste apenas se formó hace unos 30 mil años. Ambos pertenecen a la gran familia del Eje Volcánico Transversal.
En el parque existe una biodiversidad asombrosa para tal altitud: oyameles, pinos, suculentas, hongos, aves como el caracara quebrantahuesos, serpientes (no vimos ninguna), lagartijas, conejos, coyotes. Estos últimos se dejan ver desde la aproximación al Paso de Cortés, antes de llegar al parque, y lamentablemente mucha gente les echa comida desde los coches: papas fritas, pan, cosas por las que los coyotes, sabiamente, no se inmutan.
Recorrimos un brevísimo tramo desde la casa de madera hacia donde las flechas nos indicaban que estaban los manantiales: nos encontramos con una cueva y una caída ligera de agua, helechos colgando de las paredes, musgo, flores de la montaña, un perfume a verde y fresco. Desde ahí volvimos a divisar el Popocatépetl, se trata de un punto que vale la pena conocer y dedicarle unos minutos. Aunque mínimo, el espacio es extraordinario y, según nos enteramos, se trata de una cueva mítica, que fue venerada en tiempos prehispánicos.
Al querer regresar por el camino que nos indicaba la app de Wikiloc descubrimos que estábamos en realidad camino a Puebla: nos habíamos perdido. Resulta complicado encontrar la ruta sin un GPS, hay partes no señalizadas aunque transitadas. Nada grave, volvimos sobre nuestros pasos y tomamos un camino alternativo, paralelo al que habíamos elegido para subir, que nos dejó de regreso en las faldas del volcán.
Al llegar finalmente al punto de partida (cinco horas y medias después, debido a nuestras pausas y al desvío en el camino), desayunamos quesadillas en un puesto y café de olla (cerca de $90 por persona) que nos supieron a gloria. Nuestros tenis y ropa estaban negros por las cenizas del volcán: lavar los pies y quitar esa ceniza fue toda una proeza al llegar a casa, pero volvería a empanizarme cien veces en la fina arena volcánica con tal de regresar a ese momento.
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