Kenia luminosa (un recorrido en primera persona)
Hace más de 40 años que este país promulgó una ley para administrar y conservar la vida salvaje.
POR: María Pellicer
El vuelo entre Nairobi y Nanyuki toma menos de una hora. Volamos bajo, a bordo de una Cessna Caravan, un avión de hélices donde cabe apenas una docena de pasajeros. Además de los dos pilotos, hoy somos sólo cuatro viajeros. Mientras nos alejamos de Nairobi miro por la ventana, debajo de nosotros el verde del paisaje se va ordenando en rectángulos. Uno tras otro se van sucediendo los cultivos, algunas veces cubiertos, otras al aire libre. La agricultura es la actividad principal en Kenia, contribuyendo con un tercio del pib. Eso quiere decir que 75 % de la población del país trabaja, aunque sea de manera parcial, en el campo.
El avión desciende en Nanyuki, una ciudad con poco menos de 50 000 habitantes, punto de partida para las excursiones al monte Kenia, la montaña más alta del país —y la segunda de África, después del vecino Kilimanjaro—. Además de los 5 199 metros del pico, el único atractivo turístico de la ciudad es un cartel, al borde de un carretera polvorienta.
“This sign is on the Equator”, se lee en letras negras sobre un fondo amarillo. Más abajo, un mapa de África y una línea roja, marcada con letras negras, señala “EQUATOR”. Aquí es donde los turistas hacen una parada, se toman una foto y desembolsan un par de dólares a cambio de presenciar un experimento con agua que demuestra que, efectivamente, el Ecuador cruza aquí.
Mount Kenya Safari Club
Dejamos atrás la ciudad y nos dirigimos al Mount Kenya Safari Club, una propiedad histórica que se levanta majestuosa al pie de la montaña. Construida originalmente por una pareja de San Francisco, la responsable de convertirla en una magnífica casona fue Rhoda Lewinsohn, una neoyorkina millonaria que llegó a Kenia de vacaciones en la década de los treinta, y que, según cuenta la leyenda, después de matar a su primer elefante, se enamoró del país y de un cazador francés. Rhoda dejó al marido millonario, se casó con el francés y se instaló al pie de la montaña. Una década más tarde, y después de haber cambiado varias veces de dueño, la propiedad quedó en manos del actor William Holden. Otro amante de la cacería, la estrella de Hollywood se encargó de popularizar la propiedad entre los ricos y famosos. Pero, según cuentan las memorias de la actriz Stefanie Powers, hubo un incidente que hizo que Holden abandonara la cacería y convirtiera a Mawingu (ese era su nombre original) en un santuario para preservar la vida salvaje.
“Poco tiempo después de haber comprado Mawingu, Bill estaba de safari cuando de pronto apareció en su mira un antílope. Despachó al animal con un solo tiro. Mientras caminaba hacia él, con su cuello largo y esbelto y sus ojos grandes, le levantó la cabeza y dijo: `¡Dios mío. Acabo de dispararle a Audrey Hepburn!´. Ésa fue la última vez que Bill le disparó a un animal”.
Si Audrey Hepburn (con quien había trabajado en Sabrina, y de la que dicen se enamoró perdidamente) fue la responsable o no de que Holden abandonará la caza, no estamos muy seguros; pero Mount Kenya Safari Club fue uno de los primeros espacios del país que dio el brinco al lado de la conservación. Cuando el resto de los terrenos alrededor de la casa estuvieron a la venta, Holden y un grupo de amigos los compraron para crear un espacio único en África del Este, un espacio dedicado a preservar la vida salvaje.
Aunque en las paredes de la casa principal cuelgan todavía trofeos de otras épocas, hoy el hotel dedica gran parte de sus energías a programas de conservación. Dentro de la propiedad, un pequeño santuario funciona como hogar temporal para animales salvajes rescatados. Algunos llegaron aquí por capricho, como Speedy González, una tortuga que William Holden trajo desde las islas Seychelles y que tiene más de 100 años. Hay también un par de llamas de importación, que llegaron desde Sudamérica; un par de avestruces etíopes y una jabalí, Wilba, que de tanto convivir con humanos ha terminado por convertirse en una especie de perro cariñoso que se deja acariciar la barriga. Pero las estrellas, y la razón de ser del santuario, son los bongos, una especie de antílope en peligro de extinción cuyo hábitat natural son los bosques tropicales de Kenia.
Los datos oficiales indican que hay más bongos viviendo en cautiverio que en libertad. El descenso en los números se debe principalmente a la pérdida de ecosistema: la agricultura y la tala de árboles han hecho que cada vez exista menos bosque tropical para ellos. El objetivo en el santuario es ayudarlos a reproducirse en cautiverio e irlos liberando en entornos naturales controlados que les permitan seguir creciendo en número. En los alrededores, al borde del parque nacional, el hotel mantiene espacios —bordeados y monitoreados— donde unos 150 bongos viven de manera relativamente independiente. Es un esfuerzo admirable y que en el hotel se comparte con los huéspedes sobre todo para crear conciencia.
A la mañana siguiente salimos al alba del hotel y hacemos una caminata por el bosque. Además de Eric, el guía del hotel, nos acompaña un guardabosques armado, pues estaremos cruzando el espacio del parque nacional. A esta hora, cuando el sol apenas empieza a asomarse, el pico del monte Kenia parece como iluminado por reflectores. Esta no es una zona donde podríamos toparnos con gatos o elefantes, pero ante la vida salvaje siempre hay que andar con cuidado: nunca hay que quedarse detrás del grupo o separarse demasiado, y hay que estar atentos a las indicaciones de los guías que saben y entienden la presencia de los animales en su entorno. Estas islas de biodiversidad son espacios donde la vida salvaje vive en ambientes controlados en los que los seres humanos juegan un papel fundamental.
En Kenia, como en muchos países en desarrollo, el problema de la conservación está directamente relacionado con los problemas sociales y económicos del país. Los índices internacionales calculan que 36 % de la población de Kenia vive debajo de la línea de pobreza. Y la agricultura sigue siendo la alternativa para sobrevivir. Más tierra de cultivo significa menos tierra para la conservación. O al menos, eso parece.
Choro Oiroua Conservation Area
Nuestra puerta de entrada al Masái Mara es Ngerende Airstrip, una pista polvorienta en una esquina de Ol-Choro Oiroua Conservation Area. El Mara Safari Club es la propiedad hermana del Mount Kenya Safari Club, y se ubica en un pedacito de tierra de 80 hectáreas que una comunidad masái le arrienda al hotel, justo al borde del famoso río Mara, ese mismo que es protagonista de la gran migración anual de ñus —dos millones de antílopes que cada año se mueven del Serengueti, en Tanzania, al Masái Mara, en Kenia, siguiendo la lluvia y los pastos verdes.
Las 51 cabañas del hotel miran todas al río que corre debajo, a unos cuatro o cinco metros. Aunque por fuera parecen clásicas tiendas de campaña, al interior sorprenden con una amplia cama matrimonial, un baño y una regadera, el mejor lujo imaginable cuando se trata de estar a la mitad de la nada. La riqueza de la fauna que nos rodea se nota desde el primer instante. Los hipopótamos abajo de nosotros, los pájaros arriba. Cada vez que salimos del campamento no tardamos en encontrar jirafas, cebras, cientos de impalas, jabalíes, muchas hienas, búfalos, ñus. A los leones hay que buscarlos, pero desde el primer día nos topamos con un grupo de más de diez que duerme pacíficamente la siesta. Los elefantes se nos esconden al principio, pero cuando al fin los encontramos son, sin duda, los que más fotos se llevan. Cada salida es una interrogante, uno nunca sabe con qué va toparse allá afuera.
Como sucede en la mayoría de los safaris, aquí también hay un ritmo y un horario para la vida. Todos despiertan antes del amanecer, pues la mejor hora para salir y ver animales es justamente al alba, cuando apenas repunta el sol. Una vez que el sol empieza a calentar y los animales se refugian del calor, los huéspedes regresan al hotel a desayunar y a descansar un rato. Después del almuerzo es hora de volver a salir, justo antes del atardecer. Por las noches, después de la cena, la mayoría opta por irse a la cama, pues al día siguiente toca madrugar. Eso, claro, si los cientos de ruidos que se desatan por la noche le permiten a uno conciliar el sueño.
Moses, nuestro guía durante los días que estamos en Masái Mara, nos está esperando para salir a las cuatro de la madrugada. “¿Qué tal la noche?”, me pregunta. “Empezó bien, pero luego había algún animal haciendo mucho ruido”, le explico e intento replicar el sonido. “Seguramente era un bush baby”, me contesta sonriente. “Seguramente”, le respondo, poco satisfecha con ponerle nombre al ruido que me hizo brincar de la cama más de tres veces durante la noche.
El Parque Nacional de Masái Mara y todas las áreas de conservación a su alrededor conforman un intrincado sistema que facilita que gobierno y comunidades administren de manera responsable el flujo del turismo, la distribución de los ingresos, las patrullas anticaza y los temas de ganadería. Pero estas distintas áreas no tienen barreras físicas, por lo que los animales se desplazan entre una y otra libremente. Tal vez, por eso, la mejor forma de entender la inmensidad del espacio y la gran cantidad de fauna que habita en ella es una travesía en globo aerostático.
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