Destinos, Europa, Londres, Reino Unido

Canary Wharf y los instabarrios

Entre torres residenciales y renders hiperrealistas, Adam Wiseman hace una exploración por el barrio de Canary Wharf, uno de los mayores proyectos de desarrollo en Europa.

POR: Adam Wiseman

En el mapa, la “isla de los perros” da la sensación de ser una parte aislada e inexplorada de Londres. Allí no encontrarás los monumentos históricos habituales: no hay palacios ni catedrales, ni viejos teatros o pubs, y sólo hay un museo —el Museum of London Docklands, que explora la historia del Támesis—. Sus límites están claramente delineados por la curva más pronunciada del río Támesis. En realidad no es una isla, pero casi. Tiene forma de herradura, marcada por cuerpos artificiales de agua y un poco de verde en un extremo.

Hace dos años y medio, mi familia y yo nos fuimos de México y nos mudamos al sur de Isle of Dogs. Vivimos no muy lejos de Greenwich, un viejo barrio que se encuentra directamente enfrente y, sin embargo, está a un mundo de distancia; en Greenwich hay un parque real que ocupa una colina entera, con magníficas vistas panorámicas de Londres, pero, sobre todo, muy lejos del skyline de edificios corporativos y nada misteriosos de Canary Wharf, en Isle of Dogs.

¿La “isla de los perros” de Wes Anderson? No exactamente…

 

En su momento, el Cutty Sark fue la nave más veloz del mundo. Ahora es un museo envuelto en concreto, a los pies de Greenwich Park y a orillas del Támesis. A un lado está la entrada al túnel peatonal, construido en 1902, que conecta Greenwich con Isle of Dogs por un pasillo subterráneo bajo el río. Un portal “secreto” que se suma a la narrativa imaginaria que había creado en mi mente sobre el lugar. No he sido el único que mordió este anzuelo, obviamente. Resulta que el célebre director de cine Wes Anderson, mientras estaba en Londres filmando Fantastic Mr. Fox, al ver el nombre del lugar en un señalamiento de tráfico se inspiró en el imaginario de la “isla de los perros” y más tarde hizo un largometraje al estilo anime japonés, al cual tituló con el mismo nombre. Seguro tenía que haber algo más que rascacielos en este pedazo de tierra con forma de herradura. ¿Qué será esa parte verde en la punta? ¿Y esos cuerpos rectangulares de agua? Debe haber muelles y almacenes abandonados… Un espacio seguro para la comunidad de perros desterrados de Wes Anderson.

Cuando finalmente crucé el túnel peatonal forrado de baldosas blancas, no estaba seguro de lo que me iba a encontrar en el otro lado. El túnel está un poco desgastado por el tiempo y da la sensación de que puede colapsarse en cualquier momento por la presión del enorme río que corre por encima. Cuando emergí del otro lado, me encontré en un lugar de nombre exótico, Island Gardens, que se transforma después en Millwall Park y más adelante en Mudchute Park & Farm; todo esto en su conjunto forma “el pedacito verde de la punta”. Es una experiencia surrealista caminar por Mudchute Farm, con sus ovejas pastando en primer plano y el imponente perfil de Canary Wharf, como si fuera La gran ola de Kanagawa justo detrás: una incongruencia visual.

El origen del nombre de Isle of Dogs es incierto, pero la teoría prevaleciente es que aquí vivían los perros de caza del rey Enrique VIII cuando tenía su residencia en Greenwich. Canary Wharf toma su nombre del comercio marítimo con las islas Canarias que se llevaba a cabo en sus muelles.

Desde finales de los años ochenta, Canary Wharf, ubicado en el extremo norte de Isle of Dogs, es uno de los mayores proyectos de desarrollo en Europa. Alrededor de los muelles que antes pertenecían a la West India Dock Company, los imponentes rascacielos se multiplican año tras año; la silueta de este lugar no tiene permanencia, de momento.

Mi tía Vicky, quien recientemente vio algunas de mis fotografías de Canary Wharf, me contó en un correo la siguiente anécdota:

Hace unos veinte años, poco después de que empezara el primer desarrollo en la zona de Canary Wharf, nuestros amigos, J y V, compraron un departamento allí para estar más cerca de la ciudad.

Los fuimos a visitar y por la ventana de su depto vi a un hombre ya mayor que estaba pescando. Mis amigos me dijeron que se habían hecho amigos de él.

Cuando era un muchacho, había pescado allí entre los grandes barcos que iban y venían por todo el imperio. Después siguió pescando, rodeado de la madera podrida de los muelles en decadencia, carritos de supermercado abandonados y almacenes en ruinas.

Ahora pescaba entre edificios de departamentos caros, construidos para los oficinistas que van y vienen con sus trajes elegantes. Pescaba en paz los fines de semana, cuando los banqueros de la ciudad se ponen sus tweeds para pasar el fin de semana en sus casas de campo.

Mi tía Vicky concluye: “¡La vida cambia, pero él no!”.

Render versus real

 

En mi primera visita a Canary Wharf esperaba ver sobre todo edificios comerciales de oficinas, pero me sorprendió notar cuántas de estas torres eran residenciales. En el muelle contiguo, Wood Wharf, las obras todavía están en marcha y las constructoras aprovechan las grandes bardas que rodean las obras como espacios publicitarios para anunciar los departamentos aún por terminar. Los anuncios son renders hiperrealistas que representan la promesa de un paraíso urbano utópico.

Paseando por Canary Wharf, me pregunto cómo se puede comparar las escenas de las bardas publicitarias con la realidad que me rodea. ¿Se puede planear todo tan cuidadosamente? Ya que Canary Wharf y su extensión en Wood Wharf están en diferentes etapas de construcción, me pareció un ejercicio relativamente fácil hacer una comparación fotográfica de ambos. Esperaba que la realidad no tuviera nada que ver con los renders de los anuncios… Pero me equivoqué un poco.

El número 10 de Bank Street es un parque provisional, hasta que se termine de desarrollar el área. Es un lote cuadrado, alfombrado con césped artificial, donde el sol de invierno rebota en los edificios de vidrio circundantes y da la sensación de que estás en un set de película iluminado artificialmente. O tal vez seas uno de los personajes ficticios de un anuncio.

Soy el primero en admitir que mi enfoque no es el más ecuánime; por un lado, los renders ilustran el clima perfecto, primaveral o veraniego, y yo estoy fotografiando durante la parte final y más deprimente del invierno. Muestran imágenes de familias felices disfrutando el espacio “público” privado, sin preocuparse por mantener la distancia social, lo que después de un año de estrictas precauciones sanitarias por el Covid parece como si se tratara de una época lejana.

Si uno mira de cerca los renders, descubre que los intentos de corrección política (mostrar una comunidad con diversidad de razas, géneros y edades) no están muy bien logrados. Una abrumadora mayoría de las familias son blancas y jóvenes, con la ocasional pareja mixta, también jóvenes y atractivos. Nadie de más de 40 años, nadie en sillas de ruedas, no hay artistas callejeros, ni skaters ni adolescentes fumando mota, mucho menos borrachillos o gente durmiendo en las calles. Todo el mundo viste de manera relativamente informal y conservadora, como si hubieran salido de un catálogo de Harrods. No hay burkas, sarongs ni chamarras de piel con estoperoles.

Desarrollo y capital social

 

Al igual que en el resto de la ciudad durante el encierro, aquí me encontré con calles casi vacías, individuos caminando solos o en ocasiones dos personas juntas. Trabajadores de la construcción, madres con bebés en carriolas, personas que paseaban perros y profesionistas con prisa, con el teléfono en una mano y un café para llevar en la otra. A pesar de documentar la zona durante estos tiempos extraordinarios, me queda claro que la campaña de marketing del Grupo Canary Wharf ha atraído con éxito a un grupo demográfico muy específico de jóvenes profesionales. Este éxito está en desacuerdo con los esfuerzos publicitados para crear una comunidad “diversa e inclusiva”, y que ofrezca oportunidades a los residentes menos privilegiados que rodean el desarrollo. Esfuerzos que a mi parecer son necesarios para el éxito a largo plazo en la creación de un barrio vibrante.

Empecé a preguntarme, ¿cómo se pueden crear comunidades de verdad en estos instabarrios artificiales? ¿No son necesarios la espontaneidad y lo imprevisible de la vida, con todos sus riesgos inherentes, para que las comunidades se desarrollen? ¿No son los problemas comunes los que unen a los vecinos? ¿Dónde está la interacción social en estos espacios “seguros”? ¿Son la previsibilidad y la seguridad de un entorno controlado los enemigos de una comunidad? ¿Qué conversaciones se darán en el pub si no hay una experiencia compartida más allá del clima y la política global?

La famosa arquitecta y teórica Denise Scott Brown dijo una vez: “La arquitectura no puede obligar a la gente a conectarse; sólo puede planificar los puntos de cruce, eliminar barreras y hacer que los lugares de reunión sean útiles y atractivos”.

¿Están los puntos de cruce de Scott Brown y la “eliminación de barreras” en desacuerdo con los desarrolladores que buscan crear entornos controlados, predecibles y seguros? Me cuesta creer que el capital social (un término acuñado por el académico Robert Putnam, el cual se refiere a la capacidad de una comunidad de funcionar como tal) pueda florecer cuando hay un entorno tan claramente controlado. No todo se puede planificar, las contingencias que alteran la vida no son predecibles y sólo tenemos que recordar este último año para darnos cuenta de ello.

El cínico en mí cree que si los desarrolladores hubieran sabido que íbamos a experimentar una pandemia global, seguramente la habrían utilizado como punto de venta: “Canary Wharf, una ciudad controlada, desinfectada y segura dentro de Londres”. De hecho, no me sorprendería descubrir que este mensaje ya se ha convertido en una nueva estrategia de ventas.

Hace poco me reuní con mi tía (otra tía) para dar un paseo. No nos habíamos visto en mucho tiempo. En una situación prepandemia hubiéramos tenido mucho de qué hablar: a quién habíamos visto, qué habíamos hecho… Pero, después de estar confinados durante tanto tiempo, nos costó encontrar temas que fueran más allá de lo que habíamos visto en Netflix. El bloqueo del mundo es temporal, pero la vida en entornos tan controlados como Canary Wharf, ¿no sería como un confinamiento permanente y autoimpuesto?

Quizá sea algo ingenuo de mi parte pensar que, si el progreso es un barrio que abraza la individualidad y las diferencias para formar una comunidad, se podrá aprender algo de los principios básicos y muy humanos detrás de la arquitectura libre de México, donde la autoexpresión lo es todo. En uno de sus artículos, Philip Kennicott nos recuerda los peligros de la arquitectura puramente funcional:

El problema, al parecer, no es la ambición modernista de rehacer el mundo. Fue una imagen, una imagen mental equivocada de lo que debería ser un edificio, lo que llevó a tantos arquitectos a desviarse. Estaban enfocados en el mundo de las máquinas, de los automóviles y los electrodomésticos que estaban transformando el planeta y la vida cotidiana, y, durante un tiempo, ese mundo parecía estar lleno de infinitas posibilidades. Pero, si se hubieran fijado en el mundo vivo —alegre, sinuoso, moviéndose a la deriva a nuestro alrededor—, habrían encontrado algo mejor que una máquina. Si hubieran salido al aire libre, se habrían dado cuenta de que necesitaban algo más incluyente que una imagen o una metáfora. Necesitaban una idea lo suficientemente amplia como para incluir no sólo edificios o ciudades. No tenían que pensar en las cosas, sino en los seres vivos, y no en su aislamiento. Un virus nos está dando una lección a escala planetaria sobre la interconexión entre todo y todos, y la arquitectura puede ser la ciencia que consolide esta realización terrible pero liberadora al mismo tiempo.

Me queda claro que para crear más espacios de vivienda para una población en crecimiento, y al mismo tiempo proteger el medio ambiente, son necesarios los desarrollos con densidad habitacional. Pero también está claro que el beneficio económico es la principal fuerza impulsora detrás de su creación y, en consecuencia, el medio ambiente y la solución al problema de la vivienda no les preocupan tanto a los desarrolladores. Siento que, a pesar de los esfuerzos para controlar el entorno, la vida es imprevisible y el ser humano creará comunidad más allá de donde se encuentre. En mi exploración continua seguiré visitando y fotografiando estos nuevos barrios con la esperanza de ver cómo aparecen los lazos sociales con el tiempo, con el buen tiempo, y con una nueva/vieja realidad pospandémica. La comunidad sigue en construcción… Tal vez mis fotos este verano serán indistinguibles de los renders, y quizá para algunos eso sea la utopía, pero lo más seguro es que el futuro a largo plazo nos sorprenda con algo muy diferente e inesperado.

 

Egresado del International Center of Photography de Nueva York y antiguo impresor en Magnum Photos, Adam Wiseman ha definido su carrera por su relación con el fotoperiodismo. Actualmente divide su tiempo entre la Ciudad de México y Londres, mientras da conferencias, talleres y desarrolla nuevos proyectos.

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