Algo parecido a un hogar
Desde la forma en que la luz entra en una habitación hasta los changarritos de comida callejera, Mohamed Elshahed encuentra en Yucatán un sinfín de conexiones con Egipto, el país donde nació.
POR: Mohamed Elshahed
Caminaba por una calle del centro histórico de Valladolid, Yucatán, cuando de pronto me llamó la atención una ventana abierta y lo que vi al otro lado me transportó a Egipto, el país donde nací. Es cierto que aquella habitación pertenecía sólo a ese lugar y ese momento, pero también hay una certeza que brota a la superficie de mi conciencia en momentos como éste: algo de lo que estoy viendo o percibiendo a mi alrededor me transporta a otros espacios y momentos que he vivido en Egipto —para otros podría ser Ghana, Macao, Colombia o cualquier otro sitio—. Estas visiones fugaces que suceden mientras paseo por el laberinto de una ciudad mexicana desencadenan fragmentos del archivo de mis recuerdos que, a su vez, ante mis ojos, forman conexiones con los espacios. De repente, esa habitación en Valladolid tiró del hilo de una maraña de recuerdos que me regresaron a lugares y detalles de mis viajes y mi vida en Egipto. La forma en que la luz entra en una habitación, las baldosas de cerámica o de concreto, los detalles de herrería en las puertas de madera, el foco de luz fluorescente en la pared con su cable suelto y, sin duda, los muebles; todos me recuerdan los espacios familiares del lugar que considero mi hogar.
En Valladolid conocí a una pareja británica y me les uní para visitar Chichén Itzá al día siguiente. Algo que comentaron mientras vagábamos por el sitio arqueológico llamó mi atención. Estábamos mirando los monumentos y uno de ellos dijo: “Imagínate lo que fue para los españoles llegar aquí y ver todo esto”, y continuó: “¿No sospechaban los nativos que estos visitantes venían a atacarlos? O tal vez ¡a comérselos!”. En ese momento apareció una idea en mi mente: el temor de que los visitantes constituyan una amenaza parece ser un tipo de paranoia particular de los europeos. La culpa asociada con siglos de esparcir violencia por todo el mundo dio lugar al temor a la revancha y a la presuposición de que los no europeos les desean lo mismo que ellos traían consigo dondequiera que desembarcaron. Esto resuena hoy: las reacciones de los conservadores estadounidenses y europeos hacia los inmigrantes, que se materializan por ejemplo en la construcción de un muro en la frontera entre Estados Unidos y México, pueden entenderse como proyecciones de este miedo hacia el visitante, el forastero.
Cuando los mexicanos se enteran de que soy de Egipto, su primera respuesta es que vengo de lejos. Ésta es una respuesta más razonable que la que encontraría en Estados Unidos o Europa. La distancia, el estar geográficamente lejos, es un hecho empírico. Esto contrasta con las reacciones que recibo de los europeos o estadounidenses, cultural y políticamente programados para ver a un egipcio llamado Mohamed como un ser atrasado, que necesita ser salvado, civilizado o protegido. La mayoría de los mexicanos se familiariza con este tipo de prejuicios, que también reciben de sus vecinos del norte, el tipo de prejuicio que considera que los humanos de ciertas geografías son salvajes, supersticiosos o peligrosos. Este tipo de reacciones son, en un sentido psicoanalítico, proyecciones de aquellas personas cuya realidad está moldeada por el colonialismo, el racismo y una historia de explotación de “el otro”. Tanto los mexicanos como los egipcios, históricamente hablando, presupusieron lo mejor de los visitantes europeos y, en lugar de verlos como invasores —que es lo que resultaron ser—, los invitaron a cenar a su llegada. Tal vez algo que compartimos entre estas dos culturas distantes, Egipto y México, es la confianza profundamente arraigada hacia los visitantes, de donde sea que vengan.
He vivido los últimos seis meses en México para pasar la pandemia, pero sobre todo para sentirme más seguro después de sufrir un ataque racista en Los Ángeles, adonde me había mudado recientemente. No tomó ni cinco meses para que la fea realidad política estadounidense afectara lo más íntimo de mi vida. México fue mi refugio, un espacio en el que sabía que estaría a salvo para recuperarme de la violencia que acababa de experimentar en Los Ángeles y un buen lugar para pensar en lo que sigue. Para muchos mexicanos y egipcios, Los Ángeles es un lugar de sueños y posibilidades. Esta imagen es, en buena medida, producto de las presiones económicas que muchas comunidades alrededor del mundo sufren bajo el modelo omnipresente de acumulación capitalista. Mudarse a una ciudad estadounidense se presenta en nuestra cultura global como la llegada a una tierra prometida —aunque el número de personas sin hogar que ves nada más llegar puede que cambie esa perspectiva optimista—. Una enorme maquinaria construye el espejismo pulido de Los Ángeles. La misma propaganda que denigra a países enteros, pueblos y culturas también trabaja para fabricar una imagen benévola de otros lugares, transformándolos en paisajes de ensueño civilizados donde el dinero crece en los árboles. Algo que definitivamente no sucede.
Para un turista blanco estadounidense, tanto Egipto como México pertenecen al mismo grupo de lugares caóticos, en vías de desarrollo económico (lo que a menudo se traduce como “pobre y peligroso”), donde puedes visitar antiguas pirámides y capitales habitadas por unos 20 millones de almas. Como estadounidense entrecomillado, traía diferentes expectativas y experiencias. Visité México por primera vez en 2014 e inmediatamente lo sentí como un lugar familiar; sentí que estaba “en casa”. Desde las alturas, la Ciudad de México no se parece en nada a El Cairo. Una ciudad es verde y está rodeada de montañas, la otra está completamente privada de espacios verdes y rodeada de desiertos planos; en una domina la retícula como esquema de planeación urbana, mientras que la otra se compone de un mosaico de patrones urbanos donde la retícula no figura; en una, las construcciones son en gran medida edificios de dos a cuatro pisos, mientras que la otra está poblada por rascacielos y edificios altos de alta densidad. Sin embargo, a pesar de las morfologías urbanas opuestas, caminar por la Ciudad de México, Oaxaca o Mérida me recuerda a Egipto: la forma en que están dispuestos los productos y letreros en las tiendas, los coches que pasan con altavoces anunciando lo que está a la venta, los camiones itinerantes que venden tanques de gas, los mercados, las sillas de plástico por todos los lados, los changarritos de comida en la calle, los trompos de carne al pastor que se asemejan a la shawarma, anuncios de kibis y “pan árabe”, y lo más importante, la manera en que la gente se comporta en el espacio público y se relaciona con los demás. Sin embargo, las similitudes no son necesariamente visuales (aunque a menudo los sean). En su mayoría, se trata de percepciones sensoriales. Es un parecido fenomenológico.
La conexión entre Egipto y México es más profunda que la sensación de familiaridad y la comida. Recuerdo haber leído una anécdota sobre un batallón egipcio de 447 hombres que zarparon de Alejandría a Veracruz en 1863 para apoyar una acción militar liderada por Francia. Las fuerzas coloniales y conservadoras europeas se estaban inmiscuyendo en los asuntos de Egipto y en los de México al mismo tiempo durante el siglo XIX. El batallón de soldados egipcios (negros y morenos) se envió a petición (o por orden) de los franceses para luchar en primera línea por la causa de los monárquicos mexicanos hostiles al Partido Liberal de Benito Juárez. La supremacía blanca o el colonialismo no sería lo que es si no logra enfrentar a las personas de color entre ellas, para beneficio de los señores blancos. Casi la mitad de esos soldados egipcios murió de disentería y otras enfermedades. A veces me pregunto si los sobrevivientes de la campaña militar permanecieron en México y comenzaron otras vidas en esta nueva tierra. El poder colonial y el capital europeos desarrollaron estrechos lazos con las clases aristocráticas de México y de Egipto, y esto se manifestó de manera paralela en ambos países durante la segunda mitad del siglo XIX, en lo cultural, lo arquitectónico y lo estético.
Las mansiones Beaux Arts que bordean el Paseo de Montejo en Mérida y salpican la Ciudad de México se asemejan a las construidas en El Cairo y otras ciudades marcadas por el imperialismo cultural y económico europeo desde mediados del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial. Las intenciones de Porfirio Díaz de modernizar México corren en paralelo con las que estaban en marcha en Egipto desde 1863, cuando Ismail Pachá tomó el poder con el objetivo de hacer que Egipto fuera “parte de Europa”. Ambos hombres querían modernizar las capitales de sus respectivos países inspirándose en la experiencia francesa. Los arquitectos e ingenieros franceses buscaban trabajo y clientes como Díaz y Pachá, quienes les dieron oportunidades que ni siquiera hubieran podido soñar de haberse quedado en Francia. La capital francesa, recientemente reconstruida por Haussmann, se presentó ante el mundo como un faro de modernidad que había que emular. Tanto en la Ciudad de México como en El Cairo aparecieron los bulevares arbolados, los teatros, los edificios comerciales y residenciales que se alejaban de las culturas locales, y en su lugar se inspiraban en la moda arquitectónica francesa. Paseando por el Paseo de Montejo me di cuenta de que esta arquitectura actúa como una especie de anulación del lugar en donde se construye. Si miraba hacia arriba, hacia la parte superior de estos edificios, sentía que podría estar en El Cairo, pero me encontraba en Mérida. Este estilo internacional del siglo XIX negaba la especificidad del lugar y era signo y símbolo de las redes de poder y capital a las que pertenecían los propietarios de los edificios, independientemente de dónde se construyeran. Esta arquitectura funciona como un grafiti sobre la totalidad del paisaje, un tag que dice “Europa estuvo aquí”. Pero, a diferencia del grafiti, la arquitectura es más permanente, y en especial cuando está protegida por instituciones de preservación del patrimonio; es como si el tiempo se hubiese detenido en esta fase particular de desarrollo.
México no sólo me recuerda a Egipto, también me muestra lo que Egipto podría haber sido. Los dos países reaccionaron de formas diferentes ante el colonialismo y la revolución. Cuando la revolución en México comenzó en 1910, coincidiendo con el centenario de su independencia, Egipto estaba en el apogeo de su dominio colonial, que comenzó formalmente en 1882. La Revolución mexicana continuó hasta 1919 y ese año Egipto también tuvo su propia revolución. Sin embargo, los resultados fueron diferentes.
La revolución en Egipto fue efímera y en gran parte no violenta, en contraste con la larga y sangrienta rebelión de México, que dio como resultado una cultura duradera de orgullo e independencia nacional. En ambos países, la década de 1920-1930 produjo un arte y una arquitectura anclados en una reimaginación de lo local, con resultados mucho más exitosos en México. El art déco inspirado en el antiguo Egipto es semejante a las construcciones art déco mexicanas con detalles de iconografía maya. Incluso las construcciones modernistas de las décadas de 1950 y 1960 hablan el mismo lenguaje en ambos lugares. Pero lo que separa abismalmente a los dos países es el lugar icónico que ocuparon los campesinos y trabajadores en los monumentos y el imaginario del México posrevolucionario, algo que no tuvo su contraparte en Egipto, un país que hasta el día de hoy sigue sufriendo bajo el feudalismo y el dominio militar, con efectos nefastos para las ciudades, el arte y la cultura.
Como forastero, hoy se me hace fácil dejar que mi ignorancia me lleve a idealizar el México contemporáneo, en comparación con Egipto y lo que podría haber sido. En lo económico, ambas naciones se encontraban en situaciones similares después de la Segunda Guerra Mundial, pero, desde entonces, el gobierno militar en Egipto dista mucho de los gobiernos que han llegado al poder en México. Los resultados no podrían ser más dispares. Soy consciente de que las ciudades mexicanas aún padecen muchos problemas urbanos sin resolver, pero envidio la presencia de una cultura arquitectónica compleja y rica, algo que en Egipto se ha reprimido bajo el gobierno militar. No hay monumentos en El Cairo que celebren las revoluciones ni reconozcan la violencia militar contra las manifestaciones de estudiantes, como sucede en la Plaza de las Tres Culturas. La última vez que estuve allí fue en el aniversario del 2 de octubre: asistí a la conmemoración del evento y me puse a llorar. Yo estuve en la Plaza Tahrir (o Plaza de la Liberación) hace 10 años, durante la revolución fallida de 2011. Aún tengo la memoria fresca de la violencia y sé que no será recordada en un espacio urbano como lo es Tlatelolco. Veo los esfuerzos por mejorar el espacio urbano en el centro de la Ciudad de México y, desde la distancia, aún soy testigo de las acciones contrarias al sentido común que se están llevando a cabo en El Cairo hoy día: reducir el transporte público, derribar más árboles y destruir secciones enteras de la ciudad. El Cairo es una advertencia para la Ciudad de México; es un ejemplo de lo que sucede cuando el desarrollo especulativo sin control, el gobierno militar y la dictadura toman el poder. Me fui de El Cairo el año pasado, en parte porque no podía soportar más la destrucción de una ciudad que amo. Con todos los daños causados recientemente a las ciudades egipcias bajo la bandera del desarrollo autoritario, el lugar donde crecí, mi hogar, ya no se sentía como tal. Por el momento, Yucatán y la Ciudad de México me han proporcionado una alternativa, un lugar que siento más familiar que mi propio hogar. En cualquier caso, ¿qué es el hogar?
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