Para los habitantes de La Habana las sorpresas no dejan de llegar desde que, el 17 de diciembre de 2014, los presidentes de Estados Unidos y Cuba anunciaron al mundo que habían llegado a un acuerdo para dar inicio a un proceso hacia la normalización de las relaciones diplomáticas, después de 56 años de enemistades. Hoy, una oleada de turistas, celebridades y funcionarios de todo el planeta llegan a Cuba con la intención de conocer la última reliquia del convulso siglo XX antes de que los Starbucks y los centros comerciales cambien el rostro de esta isla del Caribe para siempre.
Pocos recuerdan ahora que fue una dictadura militar de mano dura, encabezada por Fulgencio Batista y apoyada por Estados Unidos, lo que precipitó la revolución cubana y la llegada al poder de Fidel Castro en 1959. Y tal vez a muchos se nos olvida que fue en México donde Castro conoció al Che Guevara; juntos partieron de Tuxpan, Veracruz, a bordo del yate Granma, para lanzar la guerrilla en contra de la dictadura de Batista. Esta misma embarcación se exhibe ahora pomposamente (en una especie de pecera gigante, resguardada por militares las 24 horas) en el memorial que lleva el mismo nombre, a unos pasos del Museo de la Revolución en La Habana.
Cuando se instauró un régimen que presumía de ser marxista-leninista y que expropió las empresas estadounidenses en la isla, la relación con la primera potencia mundial no tardó en deteriorarse rápidamente. Así que Castro no dudó (tal vez forzado por las circunstancias) en aliarse con la Unión Soviética en plena Guerra Fría. A partir de entonces, la escalada de hostilidades entre los dos países vio de todo: un fallido intento de invasión en bahía de Cochinos —planeado por la CIA—, un sinfín de discursos amargos y recriminatorios en distintas tribunas y encuentros internacionales, y hasta el extremo de casi provocar una tercera guerra mundial cuando los soviéticos decidieron instalar misiles con ojivas nucleares a menos de 145 kilómetros de las costas de Florida. El mundo estuvo al borde del precipicio por la llamada Crisis de los Misiles, pero aguantó la respiración y casi por arte de magia se evitó una catástrofe mayúscula.
Poco después llegaron los embates del infame embargo estadounidense, en vigor desde 1961, que, además de afectar principalmente a la población civil, han sido aprovechados por el régimen cubano para echarle la culpa de todos sus quebrantos y dificultades. Sin embargo, la prueba más difícil llegó cuando el bloque soviético se disolvió y dejaron de llegar los subsidios a principios de la década de los noventa. A esta época, marcada por una terrible escasez de alimentos y una profunda crisis económica, se le conoce eufemísticamente en Cuba como el “periodo especial”. Todos allí lo recuerdan; casi de la misma forma en que los defeños nos acordamos del terremoto de 1985. O como me lo explicó a manera de broma cruel Roberto, un conductor de taxi cuarentón: “Fue una época en la que los gatos empezaron a desaparecer misteriosamente en toda La Habana”. Tal fue el alcance de este episodio en la historia reciente de Cuba, que un estudio publicado en la revista British Medical Journal, de hace un par de años, asegura que la población de la isla perdió una media de 5.5 kilogramos de peso entre 1990 y 1995.
No obstante, tras décadas de medidas punitivas por parte de Estados Unidos, que pretendían el aislamiento de Cuba, todos los que apostaban por el fracaso del régimen castrista solo han podido ver cómo se aferra al poder con sorprendentes actos de malabarismo político y una increíble suerte. Prueba de ello es que, primero Fidel Castro y después su hermano Raúl, han logrado sobrevivir a diez presidentes estadounidenses. Y en todo este periodo, tanto para los habitantes de La Habana, como para los del resto de las ciudades de Cuba, el tiempo simplemente se detuvo. Prueba de ello son las fachadas de sus edificios y los famosos almendrones, esos automóviles anteriores a 1959 que, parchados y ruidosos, siguen pululando por La Habana como testigos de otra época.
Eso sí, el desmerengamiento del bloque soviético (así se refirió Fidel Castro alguna vez a este periodo de la historia) y las recurrentes crisis económicas obligaron al Partido Comunista a hacer concesiones para “salvaguardar las conquistas de la revolución”, o, para decirlo con palabras más rupestres: para que no se les cayera el país a pedazos. Pero no fue sino hasta el ascenso de Raúl Castro, en 2008, un tipo mucho más pragmático que su hermano, que se empezaron a implementar cambios profundos. Incluso, un par de años después de dejar el poder, Fidel explicó la situación del país en una frase que sorprendió a muchos: “El modelo cubano ya no funciona ni siquiera para nosotros”. Esta nueva visión oficial trajo consigo cosas nunca antes vistas para los cubanos: se autorizó la compra-venta de autos y casas, finalmente se podía trabajar por cuenta propia (y de la nada surgió un término para describir a esta nueva especie de protoempresarios: “cuentapropistas”), y, por fin, las autoridades permitieron el uso de teléfonos celulares. Sí, los celulares aterrizaron en Cuba siete años después del inicio del tercer milenio.
Y entonces llegó el anuncio de diciembre, el de 2014. Meses antes, Barack Obama dio instrucciones a su secretario de Estado para que iniciara conversaciones de alto nivel con las autoridades cubanas. Conversaciones que culminaron con EL anuncio que dejaría boquiabierto al mundo y con seño fruncido al exilio cubano en la Florida: ambos países habían llegado a un acuerdo para empezar un proceso hacia la normalización de las relaciones diplomáticas, rotas desde enero de 1961. El resto es una historia que hasta se podría leer en las revistas del corazón.
A partir de ese momento, miles de turistas, empresarios, personajes del mundo artístico y funcionarios de distintos países han volteado a ver a Cuba con altísimas expectativas, como si el mismísimo doctor Ernesto Guevara hubiera abierto las puertas a la economía de mercado. Es tanta la expectativa que ha causado este cambio radical en la política estadounidense, que los que conocen bien la industria del turismo en la isla hablan de un incremento del 25% en el número de visitantes en apenas el primer trimestre del año, con respecto a todo 2014.
Fascinación espontánea
Ahora Cuba está de moda, eso es indudable. Tanto así que personalidades de todas partes del mundo se han dejado ver en el país. Uno de los primeros en voltear a ver esta isla fue el arquitecto británico Norman Foster. Apenas en diciembre del año pasado, en el marco del 36 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, presentó en La Habana el libro Havana: Autos & Architecture. Según el propio Foster, la intención de este libro fue la de establecer un diálogo entre dos de los íconos cubanos: los autos antiguos almendrones, restaurados y reparados mil veces, y la riqueza arquitectónica de la ciudad.
A pesar de que las autoridades de Estados Unidos todavía no han retirado por completo a sus ciudadanos las restricciones para viajar a la isla, algunas celebridades estadounidenses empiezan a probar suerte en Cuba. Paris Hilton y la modelo Naomi Campbell no desaprovecharon el furor cubano para dejarse ver a principios de este año mientras se paseaban por las calles de La Habana en un automóvil descapotable clásico. El highlight de su aventura tropical fue cuando Paris se tomó fotografías frente al hotel que hoy se llama Habana Libre, pero que su abuelo inauguró el 19 de marzo de 1958 con el nombre de Habana Hilton, bajo los auspicios del todavía dictador Fulgencio Batista. Por cierto, es una parada indispensable cuando se está en Cuba: la experiencia de sentarse en su bar y pedir una cerveza Cristal —acompañada de un plato pequeñísimo con maní —para disfrutar del deporte extremo del people-watching, solo puede ser superada al tomar el elevador hasta el piso 25, a media noche, donde está el disco-bar Turquino, con techo retráctil y espectáculos de cabaret retro-kitsch.
Unas semanas después, la reconocida fotógrafa Annie Leibovitz y la cantante Rihanna dejaron a todos con cara de circunstancia cuando se aparecieron sin complejos en una de las calles del popular barrio El Cerro con la intención de hacer una sesión de fotos para la revista Vanity Fair. También utilizaron como locación a uno de los mejores paladares (así se le conoce a los restaurantes privados) de La Habana: La Guarida.
Vamos, hasta el extrañísimo presentador de televisión y comediante Conan O’Brien viajó a Cuba en marzo de este año para grabar un programa especial de una hora. Algo está cambiando en este país.
¿El último muro del siglo XX?
Y, bueno, ¿qué está pasando en Cuba realmente? La respuesta no es sencilla, porque cuando uno le hace esta pregunta a un chofer de “cocotaxi” (como se les conoce a los triciclos motorizados revestidos con una carcasa de fibra de vidrio esférica, todos propiedad del Estado cubano, y que pasean turistas con alma aventurera), a la dependienta de la tienda estatal o al “cuentapropista” dueño de un paladar, la respuesta es invariablemente la misma: “No pasa nada”. Sin embargo, hay que tener ojos de forastero y la sensibilidad de un investigador privado para hacerse una idea del verdadero alcance que están teniendo estos profundos cambios —que vienen de afuera— en el día a día de los cubanos y contrastarlos con las altas expectativas del exterior. Con esa actitud decidimos aterrizar en La Habana antes de que, según nos dicen, lleguen todos los Starbucks, P.F. Chang’s, Walmarts, y demás agentes del capitalismo del siglo XXI, y le cambien el rostro a esta isla para siempre.
A pesar de los complejísimos escenarios de la Cuba actual, al llegar a La Habana de hoy lo primero que uno percibe es un aire de nostalgia, pero, sobre todo, una sensación muy extraña de no entender bien a bien en qué época se habita. Se puede decir que es una ciudad que vive en tres tiempos (por no decir que está suspendida): asida con fuerza a su propia historia colonial, dominada por los rituales de un Estado cubano siempre omnipresente, y con una esperanza perpetua de que un mejor futuro está a la vuelta de la esquina, pero que siempre se desvanece entre los dedos. Uno, como mexicano, puede compartir el idioma, algunos rasgos culturales, incluso el humor, pero hay algo que solo aquellos que han respirado y transpirado en un régimen como el cubano pueden entender. Aquí no sobraría un Google Translate de lo social.
La cultura sí se da en el trópico
Cuando uno visita La Habana a principios de verano, tiene que estar preparado para empaparse en cuestión de minutos y sin previo aviso. Pero este tipo de pequeñas desgracias se olvidan fácilmente al recorrer sus calles, sus todavía elegantes fachadas muestran los estragos del tiempo y el nulo mantenimiento a simple vista, pero te llevan de la mano, casi sin querer, a experimentar la majestuosidad de alguna de sus plazas, como la de la Catedral, que forma parte del Centro Histórico de La Habana Vieja, el cual, junto con su sistema de fortificaciones, fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco en 1982. Se trata de un lugar perfecto para enamorarse del barroco cubano, ya que todos los edificios, incluida la propia catedral, son precisamente del siglo XVIII.
La Habana, como muchas ciudades latinoamericanas, es tierra de contrastes: al lado del paladar más sofisticado hay un grupo de personas que pierden el tiempo y, a la menor provocación, ofrecen puros “auténticos de fábrica”; junto a la pomposa casona colonial, hoy casi en ruinas, convive la poco amigable arquitectura soviética; y, en sus calles, lo mismo puede verse un lujoso sedán alemán de modelo reciente que un amable almendrón recogiendo personas sin ton ni son en cada esquina. Y en ninguna otra parte de la isla se pueden experimentar estos contrastes como en su malecón. En el momento en que lo visitamos alojaba la XII Bienal de La Habana, un acontecimiento que lo mismo reunió a artistas de vanguardia internacionales ya consagrados que a creadores cubanos que apenas se están abriendo camino. El malecón presumió la obra “Sweet Emotion” del artista cubano Alexander Guerra y también la instalación “La esquina fría”, del artista estadounidense Duke Riley, entre muchas otras. Una obra que los niños y jóvenes de La Habana aprovecharon para apropiársela y usarla como pista de patinaje en hielo, entre muchas otras.
Con la idea de conocer más sobre la escena cultural habanera buscamos a Margarita González Lorente, subdirectora artística y curadora de la bienal. Margarita no nos dejó siquiera hacer la primera pregunta y empezó a hablar, con la confianza que solo da dominar un tema a plenitud, para explicarnos que la cultura en Cuba se siente en todos lados: en los barrios, en los centros de trabajo, en los espacios públicos.
Cuando le pedimos su opinión sobre dónde se puede ver a los mejores exponentes del arte contemporáneo cubano, hizo una pausa larga, cerró los ojos por algo que pareció una eternidad y soltó, como si nada, una lista de nombres: Galería Habana (en Línea y Calle E), Galería Villa Manuela (Calle H, entre 17 y 19) y Collage Habana (Calle D, entre 1ª y 3ª). “Pero ahí es para ver y comprar arte contemporáneo cubano” —me advirtió—. “Ahora, si quieres ver la colección más amplia y generosa de los artistas más importantes en la historia reciente de Cuba, tienes que ir a la Galería La Acacia”, remató. Este espacio que, como el resto de las galerías, pertenece al Estado cubano, se encuentra justo detrás del Gran Teatro de La Habana y cuenta con obras de artistas nuevos y consagrados, como Zaida del Río, Maykel Herrera Pacheco y Eduardo Roca (Choco).
Amable y dulce paladar
La oferta restaurantera en Cuba dio un giro significativo en la década de los noventa con el auge de los paladares. Como parte de las concesiones del régimen para “salvaguardar las conquistas de la revolución”, finalmente se dio la autorización para que los cubanos pudieran trabajar por cuenta propia, lo que a su vez les permitió a muchas personas abrir restaurantes. No todo es tan fácil en Cuba: está prohibido trabajar en algo relacionado con tu profesión si fuiste educado en las universidades del Estado. Es decir, si eres arquitecto o doctor, está prohibido poner tu propio despacho. Además, solo se puede tener un negocio por persona.
Este fue el caso de Enrique Núñez, un ingeniero de telecomunicaciones que ganaba el equivalente a unos cuantos dólares al mes y que, durante el “periodo especial”, vio cómo la hebilla dejaba pasar cada vez más el cinturón. Así que decidió hacer algo para ganarse unos pesos extra y aliviar la crisis económica: junto con un amigo desarrolló un aparato casero que permitía almacenar suficiente energía eléctrica como para encender por unas cuantas horas una lámpara o echar a andar un ventilador durante los frecuentes cortes de luz de esa época. Su idea fue un éxito instantáneo y vendieron cientos de estos novedosos artefactos.
El negocio iba bien hasta que agentes del gobierno lo visitaron para recordarle algo que él y toda su familia sabía: si el Estado te dio la educación, el Estado te prohíbe trabajar en algo relacionado con tu carrera. Parecía una tragedia hasta que unos amigos le pidieron conseguir un set para una película. Entonces, se le ocurrió ofrecer la sala de la casa de sus padres. Esa película se llamaba Fresa y chocolate y en 1996 fue nominada al Óscar como mejor cinta extranjera y ganadora de innumerables distinciones. Ese golpe de suerte le permitió a Enrique y a su esposa Odeysis aprovechar las hordas de turistas que preguntaban por la ubicación del set, por lo que decidió abrir La Guarida, ahora el paladar más reconocido de Cuba.
Ubicada en el tercer piso de lo que fue una espectacular mansión, construida en 1913 por un acaudalado médico de la época, La Guarida solo se deja descubrir al subir una empinada escalera semiderruida, que, tras recuperar el aliento, se abre en una realidad completamente diferente. Ahí, entre fotografías de las celebridades que la han visitado antes (Jack Nicholson, Uma Thurman, Pedro Almodóvar y hasta la entonces reina Sofía), nos recibió Enrique, ahora consagrado como uno de los “cuentapropistas” más exitosos de la isla, para darnos una lista de los mejores paladares de La Habana. Lista que, vale decir, seguimos obedientemente para darnos cuenta de que su opinión es inapelable.
Su charla, amable y generosa, sólo cambió de ritmo cuando, claramente emocionado, nos bombardeó con la lista de sus lugares favoritos para comer en La Habana: Otramanera (Avenida 35, núm. 1810, entre 20 y 41, en Playa), que presume siempre de tener productos de calidad, frescos y de temporada; La Fontana (Calle 46, núm. 305, en Miramar), un gran lugar para ir de noche y pedir pulpo al carbón con pesto; Doña Eutimia (Núm. 60-C, Callejón del Chorro, a un costado de la catedral), que hace un intento serio por rescatar los platillos e ingredientes de la gastronomía cubana; Santy (Calle 240ª, núm. 3023, en Jaimanitas), donde hay que llegar tras sortear varios “almendrones” abandonados para probar el mejor sushi (tal vez el único) y ceviche de la isla; y, claro, aunque se negó a hablar de su propio restaurante, La Guarida (Concordia núm. 418, en Centro Habana), tal vez el mejor restaurante de Cuba (y la visita de la reina no tienen nada que ver). Aquí se preparan recetas de la gastronomía cubana, pero con una fuerte influencia de la nouvelle cuisine; logran, con gracia, reinventar cada platillo tradicional. Un imprescindible para quienes visiten La Habana.
Futuros lejanos
Todos hablan de que el futuro para la industria de viajes, hoteles, cruceros y líneas aéreas será brillante. Sin embargo, la mayoría de los cubanos no se permite ser optimista como el resto del mundo. Para muchos de ellos, nada ha cambiado en esencia. Y sus argumentos son difíciles de rebatir cuando le comparten a uno que el sueldo de un doctor, por mencionar un ejemplo de un profesional calificado, sigue exactamente igual: aproximadamente 70 dólares al mes. Crear negocios e infraestructura que no está ahí tomará su tiempo: los cuartos de hotel no se construirán en cuestión de meses y probablemente el uso de tarjetas de crédito y teléfonos celulares con servicio de datos, así como contar con acceso a internet, requerirá más tiempo. Eso para el turista convencional puede ser un obstáculo, pero nunca lo será para quienes visiten la isla y se dejen conquistar por las sonrisas francas de sus habitantes.
Por lo pronto, los cubanos están a la espera del desembarco de miles de “yumas”, como llaman en la calle a los estadounidenses, pero también, algunos de ellos, ansían un cambio, en cualquiera de sus modalidades, en su día a día. La pregunta ahora no es si llegarán los Starbucks, P.F. Chang’s y Walmarts, sino cuándo lo harán. Una vez que eso pase, esta isla maravillosa se transportará al siglo XXI a una velocidad a la que sus habitantes no están acostumbrados. Y cuando eso ocurra, se desatará inexorablemente la cacería del dólar, y el destino de su gente, que en todos estos años ha aprendido a hacer mucho con lo que tiene, cambiará de manera insospechada.