Buenos días, good Morning… navegando en Costa Rica
¿Hasta dónde tenemos que ir para alejarnos de todo? La respuesta, tal vez, esté en la costa del Pacífico de Costa Rica.
POR: Diego Parás
Una invitación
“Tienes un paquete”, me dice mi casera un día cualquiera al llegar a mi casa. Me extraña porque no recuerdo haber pedido nada por internet y subo las escaleras pensando en que ya nadie escribe cartas; lo más seguro es que sea un error. Me encierro para desenvolver el extraño paquete. “Tu viaje se inicia aquí” se lee en la caja, que tiene como portada un zódiac que cruza el mar, y se me enchina la piel al ver el emblema de National Geographic y Lindblad Expeditions.
Faltan dos semanas para mi viaje y aún es difícil explicarle a la gente a qué voy a Costa Rica por seis días.
—Es un barco de expedición por la costa norte del Pacífico de Costa Rica, una región que se llama Guanacaste, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
—Ah, entonces vas a un crucero.
—No precisamente, es un barco para 62 personas; un crucero puede llevar a más de 6 000 pasajeros.
—¿Van científicos de National Geographic a bordo?
—Sí, una naviera que se llama Lindblad Expeditions se unió a Nat Geo en 2004 para hacer estos itinerarios, y los exploradores y fotógrafos de la revista van contigo a las expediciones y dan pláticas a bordo.
—Ok…, es un crucero pequeño, pues.
No, no es un crucero pequeño. Una de las diferencias más importantes de un barco de expedición con un crucero cualquiera es la vocación para la cual fue construido. No tiene albercas, ni jacuzzis, ni 20 restaurantes o 14 bares, ni mucho menos simuladores de surf, pista de hielo, toboganes o demás atracciones estrambóticas que presumen los grandes cruceros tradicionales. El National Geographic Sea Lion tiene apenas un salón/biblioteca/bar, donde los pasajeros nos reunimos todas las noches para intercambiar experiencias, un solo comedor, un camarote que funciona como sala de masaje, una cubierta para asolearse y ver el amanecer. Eso es más que suficiente.
El Sea Lion fue construido en 1982, con el nombre original de Great Rivers Explorer. Lindblad Expeditions lo compró a finales de los ochenta y, aunque se remodeló recientemente, no parece haber cambiado tanto. Pasa el verano en Alaska. En primavera y otoño navega frente a los estados de Oregón y Washington, y las provincias canadienses de Columbia Británica y Alberta por el río Columbia. En invierno baja al mar de Cortés y, más adelante, a Costa Rica.
Los viajes en un barco de expedición se caracterizan por ir costeando. Lindblad Expeditions ofrece una gran variedad de itinerarios en los 15 botes que maneja junto con National Geographic: desde pasar 13 días entre los fiordos de Islandia y Groenlandia hasta 11 días en el Amazonas. En esta ocasión, la expedición se titula “Escape salvaje en Costa Rica: picos volcánicos y arrecifes de coral de Guanacaste” y se trata del viaje inaugural. El itinerario suena prometedor. Día uno: vuelo a San José, una hora de carretera a Puerto Caldera y embarcamos. Día dos: islas Murciélago, Parque Nacional Santa Rosa. Día tres: Parque Nacional Rincón de la Vieja. Día cuatro: playas Zapotal y Tamarindo. Día cinco: Refugio Nacional Curú, isla Tortuga. Día seis: Puerto Caldera, desembarcar, una hora de carretera a San José, vuelo a México. Sin embargo, como uno podría esperar en un barco de expedición, el itinerario siempre está sujeto a cambios por las diferentes condiciones y adversidades que hay en el viaje. En esta ocasión, un problema con migración en Nicaragua fue lo mejor que nos pudo haber pasado.
Buenos días, good morning…
“Este aeropuerto sólo admite vuelos internacionales” me dice Frank, el guía de Lindblad, al recibirme después de mi vuelo de apenas tres horas de la Ciudad de México a San José. “Costa Rica es un país tan pequeño que la poca gente que no se mueve en carretera lo hace en avionetas, y hay una terminal especial para eso”. Con poco más de 50 000 km2, este pequeño país —que alberga más de 120 000 especies de flora y fauna— es considerado como uno de los más biodiversos del mundo; tiene 27 % de su superficie (mar y tierra) protegida y cerca de 290 volcanes (sólo cinco activos). Al fin estoy en Costa Rica, la meca de la exploración para alguien que creció viendo Zoboomafoo, Atlantis, Jurassic Park, El Cazador de Cocodrilos, y hojeando la colección de National Geographic de su padre. Quizá por eso la gente elige este itinerario entre una oferta de barcos de este tipo que crece año con año; tal vez lo que uno busca en la costa del Pacífico de Costa Rica es imaginarse perdido en la selva, huyendo de dinosaurios.
Llegamos a Puerto Calderas en pleno atardecer. A diferencia de los puertos de embarque típicos, aquí no hay múltiples cruceros, ni tienda de souvenirs ni imanes en forma de rana y camisas floreadas. Hay que cruzar un laberinto de contenedores con sellos en chino hasta que aparece, solitario, el National Geographic Sea Lion, iluminado por los últimos rayos del atardecer.
“Buenos días, good morning…” La voz de Gustavo inspira calma todas las mañanas, a las 6:45, por una bocina de mi camarote, anunciando las noticias del día y las actividades que se realizarán en tierra. El menú para el primer día: una caminata de cinco kilómetros con la descripción de un terreno “lodoso, desigual y lleno de raíces”; la segunda, un paseo de dos kilómetros, y la tercera, una caminata de bajada. Mi desilusión de niño explorador con botas para subir montañas y que duda de qué tanta adrenalina se puede sentir en cinco kilómetros de senderos lodosos se pierde en el momento en que veo los zódiacs en el agua.
Zódiac. Hay algo en el nombre que inmediatamente indica aventura. No es lo mismo verlos en vivo que en documentales. No hay lugar más exótico al que sólo se puede llegar por agua y, aún más, al que sólo se arribe en estos botes inflables hecho de gruesas capas de goma negra que le dan vueltas al barco como zopilotes en el cielo, mientras nos alistamos para subir a ellas en grupos de máximo ocho personas. Son parte elemental de cualquier crucero de expedición, porque, como el barco no llega a un puerto sino a lugares remotos, la manera de bajar a tierra es con estos botes. Se empieza a oír frases como “estos binoculares tienen un estabilizador”, “este sombrero tiene una certificación que te protege de los rayos uv”, “este lente me permite tomar fotos a cientos de metros de distancia”.
Entrando en el bosque tropical
La tierra se ve a lo lejos: lo desconocido. Conforme el conductor acelera, la punta negra del bote se eleva y se siente el aire cargado de sal en el pelo. Nos dirigimos a una playa larga, que empieza a mostrar cientos de palmeras enfiladas y una playa virgen de arena negra, desolada.
Cada vez que bajamos del barco hay que hacerlo en un zódiac, cada vez que bajamos del zódiac hay que hacerlo en la playa, y cada vez hay que mojarse los pies. Me pregunto cómo funciona esto en los itinerarios en la Antártida, ¿cómo se sentirá que una ola salpique de agua gélida tu rostro? Somos el primer grupo en bajar; nos dejan en la playa. A lo lejos se ve el barco, como una nave nodriza que manda cápsulas de expedición. Las palmeras son altas y no tan derechas: en los terrenos salvajes tienen que pelear por la luz y algunas se retuercen entre sus hermanas y primas más grandes que les hacen sombra, peleando por sobrevivir en estas condiciones. Hay una cierta sensación de miedo ante lo desconocido, ¿qué tal si me acecha un animal? Una vez que el grupo entero está unido, nos adentramos entre las palmeras como quien marcha a lo incierto, caminamos cinco metros y, detrás de la tercera fila de palmeras, aparece una cabaña que funciona como baño público. Hay mesas de pícnic; más adelante veo coches que pasan por un camino de tierra, en el que hay tráfico porque un camión lleno de turistas, que vienen a lo mismo que nosotros, se estacionó donde no debía. El miedo por encontrarme con un animal parece exagerado cuando un grupo de coatís, el mapache de Centroamérica, se acerca a nosotros como ardillas de parque acostumbradas a que les den de comer.
Conforme caminamos por el sendero, se me va quitando el shock de haber descubierto que llegar en zódiac tan sólo fue hacerlo con estilo, no una necesidad. De pronto, alguien señala un pájaro. Es extraño estar en un grupo de personas que se emocione tanto por una pequeña ave roja. Rápido, cambio la cámara por los binoculares y la apatía por emoción: un capuchino de cara blanca. Seguimos caminando y, solos, en medio del bosque tropical, empieza el festín de avistamiento de aves, plantas extrañas, insectos, uno que otro venado y más monos. Aquí, uno se olvida de los turistas y el cuerpo se tensa al oír el grito omnipresente del mono aullador. Preguntas van y vienen, en todo momento hay una competencia por ver quién es más astuto para mantenerse cerca de Roland, el guía naturalista, para escuchar los nombres científicos de lo que nos vamos encontrando. Durante el trayecto de cinco minutos de la playa al barco empieza a llover y el chiste “Does it rain in the rainforest?” de uno de los pasajeros sirve como despresurizador.
Bucear en archipiélagos
Al día siguiente despierto antes de que suene la voz de Gustavo para ver el amanecer. Aún está oscuro, pero aprovecho que no hay nadie en la cubierta, a tan sólo unos pasos de mi camarote, para oír el ruido de las olas que rompen contra el casco del barco, nada más. Siempre creí que el mejor momento de un viaje en barco era cuando estabas a la mitad del mar y no veías nada más que los distintos tonos de azul que dan el agua y el cielo, pero al ver este amanecer entiendo por qué los camarotes con vista a tierra eran más caros en los primeros viajes que la Britain’s East India Company hacía desde Inglaterra hasta India. Conforme se acercaba la salida del sol, las nubes se pintaban de rosa, el negro era más morado y las siluetas más verdes. Aparecieron islas de todo tipo: alargadas, chaparras, de forma piramidal, tan juntas que parecían una sola; verdes, frondosas y pastosas, con acantilados y con playas. Este archipiélago de 15 islas es considerado como uno de los mejores lugares para bucear en el mundo.
Nos detenemos a las afueras de San Pedrillo, la isla que visitará el barco por primera vez. Un grupo de guías sale en zódiacs para analizar si es viable bajar o no. Los veo desde la cubierta mientras se alejan (ahora sí) hacia lo desconocido. No voy a mentir, me gustaría ir con ellos. Desaparecen detrás de la isla, pasan 20 minutos y regresan, uno detrás de otro, victoriosos de vuelta al barco.
Nos dicen que aquí toca una caminata muy empinada y la posibilidad de hacer esnórquel. Voy a mi camarote, armo mi mochila: botas colgadas con un mosquetón, las aletas y el visor amarrados en el exterior, binoculares y cámara colgados al cuello, sombrero verde. Bajo a la cubierta y el poco conocimiento lanchero que me fue concedido por mis vacaciones en Pie de la Cuesta me dice que el mar está picado.
Llegamos a una playa llena de pequeños cangrejos que no se asustan frente a nuestros pasos; parece que no conocen el peligro que puede representar el ser humano, eso confirma que poca gente visita esta playa. Subimos la montaña entre pastos que llegan a la cintura y vemos una casa de madera corroída por el incesante viento cargado de sal de mar. La sorpresa de ver una edificación en un lugar tan remoto cobra sentido al enterarnos de que es un centro de investigación, en el que hay dos guardaparques que esperan a que el sol baje sentados en el balcón de la casa, con los pies colgando y su mascota Gari, la iguana, a un lado; a unos metros de ella, otra iguana. Pregunto a uno de los guardaparques el nombre del segundo reptil, de cola tan larga como su cuerpo; él encoge los hombros y dice que no lo sabe, que sólo bautizaron a Gari. La soledad de esta isla acepta una mascota iguana, no dos. Pasamos el resto de la mañana en esta isla de vegetación verde y agua turquesa. Si aquí creciera caña, podría ser de las islas más bellas del Caribe.
Delfines y barbeque
Seguimos navegando al norte, rumbo a Nicaragua, debido a que una ley costarricense impide que el barco permanezca en el país durante todo el itinerario; tiene que contemplar el cruzar la frontera, en nuestro caso, únicamente para hacer un trámite de migración y volver a Costa Rica. Después del almuerzo, Carlos (naturalista y fotógrafo) dio un pequeño curso introductorio de fotografía en el salón, el cual no se compara con los conocimientos que comparte en las expediciones o las pláticas que uno puede tener con Gustavo en cubierta. El aprendizaje en este viaje no depende del número de seminarios a bordo, sino de la determinación de cada uno para aprovechar que hay siete expertos en el barco con la disposición de resolver cualquier duda en cualquier momento. Al terminar la charla, salimos a cubierta a descansar, en lo que navegamos a nuestro siguiente destino. Veo a lo lejos lo que parecen olas rebeldes que van en sentido contrario a todas las demás. Tomo mis binoculares: “¡Delfines!”, grito. Gustavo anuncia el avistamiento por las bocinas, el barco disminuye la velocidad y los pasajeros salen a esperar el momento en que uno haga una pirueta a tan sólo unos metros. Pasé las siguientes dos horas recargado en una pared de la proa en busca de más animales; dos tortugas marinas fueron el saldo final, suficiente entretenimiento a bordo.
Llegamos al Refugio de Vida Silvestre Junquillal. Si bien hay gente acampando en la playa de arena blanca, es muy fácil escapar de ella. Me adentro al mar en kayak. No hay ruido, no hay olas. Me acuesto en el kayak, tomo el sol, me acaloro, me echo al agua, me vuelvo a acostar, me seco, me acaloro, me echo al agua. Transcurre la tarde. Para la noche hay una actividad que emociona a todos: barbeque en la playa. Nunca hubiera imaginado que en una playa semivirgen de Costa Rica, rodeada de una selva rica en fruta y un mar lleno de peces, tendría una cena estadounidense con Sweet Home Alabama de fondo y tomaría una Coors Light helada, que, aunque uno se resista, cae muy bien con el calor. El atardecer, sin embargo, nos da un espectáculo digno del lugar en el que estamos.
Mar por todos lados
La dinámica cambia un poco en los dos últimos días. Desembarcamos en un pueblo por primera vez; los zódiacs llaman la atención de los lugareños, que se acercan extrañados al ver el barco a lo lejos. Nos dirigimos tierra adentro en un camión. Nuestro destino: el Parque Nacional Rincón de la Vieja; la actividad elegida: tirolesa y una experiencia farm to table. Llegamos y nos separamos en grupos, según lo que cada quien eligió; atravesar un cañón por el que corre un río, en medio de la selva, es una de las actividades que más promociona el país, y con justa razón: podrá ser un cliché, pero da una perspectiva del lugar completamente distinta.
Esa noche navegamos a Nicaragua, el trayecto más largo y de mayor velocidad en el viaje. Cuando uno viaja en un crucero de hasta 6 000 personas, hay momentos en los que se puede olvidar que se está en el mar y parece más un centro comercial o un parque de diversiones. Esos mastodontes atraviesan el océano, apenas se puede hablar de navegación; un barco de las dimensiones del Sea Lion, sin embargo, nunca da tregua. Para empezar, es difícil encontrar un lugar donde no se pueda ver el mar y, si uno encuentra ese recoveco, los barandales y las manijas repartidas por todo el barco son un recordatorio de que en cualquier momento puede llegar una ola y sacudirlo todo. En nuestra cuarta noche no llegó una, llegaron miles, y en un barco ochentero sin estabilizadores no hay dónde esconderse.
No hay que subestimar el marearse en un barco; en cuanto se sienta el malestar, se debe tomar acción. En mi caso, una pastilla que parece más una solución a la falta de sueño que al mareo, y que toma tiempo en hacer efecto. El barco se mueve tanto que realizar cualquier tarea se complica como si hubieran movido el centro de gravedad. Me acosté y esperé al sueño inducido con un ojo cerrado y otro en el libro que tenía sobre la pequeña repisa a unos centímetros de mi cabeza, esperando que no me cayera encima a media noche. No fue el libro, pero sí un termo el que se cayó y me despertó. Con el adormecimiento, me imaginé en una escena de La tormenta perfecta. No hay aventura sin malestar.
Cómo llegar a la mitad de la nada
“Buenos días, good morning”, una vez más me despierta la voz de Gustavo. Me quedo acostado para escuchar el aviso matutino. Nos explica que, debido a una serie de circunstancias con la migración de Nicaragua, nos atrasamos y no llegaremos a playa Zapotal; en su lugar vamos a ir a otro punto en la costa que parece un gran lugar y que, para quienes lo quisieran, existía la posibilidad de hacer esnórquel entre dos islotes en medio del mar. “Es un concepto 100 % de exploración, nunca hemos ido a ninguno de esos lugares, no tenemos ni idea de qué vamos a encontrar”, remata. Salgo para ver dónde estamos. Veo los islotes con mis binoculares: dos piedras a la mitad del océano Pacífico, a escasos 20 metros una de la otra. Una tiene plantas y la otra, esqueletos de árboles secos; parecen planetas a los que iría el Principito.
Nos subimos al zódiac y tanto los guías como los viajeros están serios. Entre más se tensa la situación, más sonrío, porque a esto vine a Costa Rica, por esta sensación; para esnorquelear con un biólogo marino de National Geographic que me señale a dónde ir, cómo nadar en aguas abiertas, cómo sumergirme con un esnórquel para no ahogarme en el intento, qué es lo que estamos viendo, cómo aproximarnos a los peces, cómo leer la marea, hasta dónde llegar, a dónde no ir.
Dejo el visor y nado como si estuviera en una alberca, y no a cientos de metros de la orilla. A lo lejos se ve la costa verde, repleta de árboles y sin una sola señal de civilización; no se oyen aviones, no se ven lanchas o barcos. Gracias, migración de Nicaragua, por retrasar las cosas. Por fin estamos a la mitad de la nada.
Foto de portada: Diego Parás
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