Una expedición por la Patagonia (en busca del fin del mundo)
La ruta del viaje está trazada por canales y estrechos con nombres de expedicionistas europeos: Murray, Magallanes o Darwin.
POR: Redacción Travesías
La tierra en la Patagonia está fragmentada. Se le arrebatan la fuerza de dos océanos, el Pacífico y el Atlántico, pero también dos Estados, el argentino y el chileno. Para llegar a Cabo de Hornos, su punto más remoto, uno debe atravesar Tierra del Fuego —un archipiélago compuesto por un rompecabezas de islas, montañas, fiordos, monumentales glaciares— para embarcarse en un buque pequeño capaz de navegar estas aguas poco profundas. El Stella Australis, con apenas cinco pisos y capacidad para 200 pasajeros, zarpa indiferentemente de Punta Arenas y Ushuaia, las ciudades más al sur del continente. Durante cuatro noches, se adentra en el paisaje patagónico en búsqueda del fin del mundo.
Adentrarse en la Tierra del Fuego
La ruta del viaje, trazada por canales y estrechos con nombres de expedicionistas europeos —Murray, Magallanes o Darwin—, es un desfile de montañas seminevadas y glaciares que asoman sus brazos entre las cordilleras. Una repetición en movimiento que no agobia, pero sí hipnotiza. En esta parte del globo, el día es largo y el sol se regodea en el horizonte pasadas las 10 de la noche, lo que hace que la oscuridad sea luminosa y el paisaje se transforme de un momento a otro, adoptando colores que van del dorado al magenta en cuestión de minutos.
La travesía, acompañada de avistamientos de pingüinos, desembarcos en zódiacs y expediciones por bosques de árboles que tardan cientos de años en alcanzar alturas modestas, goza de la tranquilidad de los canales y el silencio del paisaje. Sin embargo, al adentrarnos en Tierra del Fuego, la navegación se vuelve agitada e incierta. El clima en esta parte del mundo cambia velozmente: la lluvia viene seguida de un sol imponente; el viento feroz de los océanos, por una calma absoluta.
Estás donde pocos han estado
El desembarco en Cabo de Hornos, entonces, es tarea difícil, pero muy emocionante. Ahí los vientos alcanzan rachas de 70 nudos y las mareas de los océanos se juntan para crear uno de los pasajes marinos más peligrosos del mundo. En esta roca, coronada por un faro y acompañada por el choque de las olas contra la costa, se revelan las virtudes simbólicas de aventurarse en un barco de expedición que alcanza estas latitudes: saberse las únicas personas a la redonda y sentirse indefenso ante la inmensidad del paisaje.
Aquí, a 650 kilómetros de la Antártida, recorriendo los senderos creados por el paso insistente de los expedicionistas, recordamos lo excepcional de nuestra presencia en estos parajes. Estos caminos no deberían estar aquí y nosotros tampoco; sin embargo, nuestro andar no le da tregua al paisaje para recobrarse y los senderos esperan incorruptos a los exploradores que, año con año, desembarcan en estas costas, enunciando lo evidente: la soledad sentida por Magallanes probablemente jamás será recuperada del todo.
Foto de portada: Joaquín León
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