Revista

Cazando auroras boreales en el fin del mundo

Los cielos de Yellowknife son tan hermosos que vale la pena recorrer más de 6 000 kilómetros para verlos.

POR: Diana Solano

I

Aunque Yellowknife es una capital territorial, su nombre no es muy conocido. Se extiende —apenas un poco, porque en realidad es pequeña— sobre la ribera norte del Gran Lago del Esclavo, el décimo más grande del mundo. Con una población de unos 20,000 habitantes, la ciudad es el centro de la vida política y cultural de los Territorios del Noroeste de Canadá, con una larga historia de migraciones y un clima de los mil demonios. Sin embargo, nadie vuela hasta el Subártico por la sola expectativa de encontrarse con la intensidad de su vida cultural. No se viaja al paralelo 60 norte —el mismo del mar de Bering, el golfo de Alaska o la península de Kamchatka— sólo para sentir el frío. Nadie piensa en los bisontes americanos, puercoespines, osos negros, zorros, cuervos, lobos; nadie piensa en los árboles, la nieve, las rocas, los caminos de hielo. Quienes aterrizan en Yellowknife, sintiendo el primer toque gélido a través de abombadas y livianas prendas de plumas, saben muy bien —o se han imaginado largamente— lo que buscan: el espectáculo celeste, el despliegue zigzagueante de las auroras boreales. La imaginación de quienes atraviesan el segundo país más grande del mundo para llegar hasta aquí está teñida de pensamientos verdes. Y para eso, para ver el cielo, se viaja a Yellowknife.

II

Ocho de la noche. La oscuridad —densa, impenetrable— se cierne sobre todas las cosas. Sólo los faros del autobús la desafían; se adivinan pinos, el camino escarchado y ondulante y, de pronto, un lobo. “¡Un lobo!”, se escucha en inglés, en español, también en coreano, japonés y chino. El autobús disminuye su marcha y por la ventana se ve una silueta, unas orejas, unas patas posadas en la nieve, firmes, listas para lo que siga. Lo que sigue es un minuto largo, en el cual el lobo mira el autobús y sus pasajeros lo miran, en silencio.

El autobús retoma su marcha a lo largo de Ingraham Trail, la carretera que conecta Yellowknife con el destino último de este viaje: Aurora Village, un enorme terreno entre colinas nevadas donde todo —cómodos tipis equipados con sillones mullidos y chimenea, un restaurante en una cabaña con olor a leña, una carta de actividades diurnas y nocturnas— se ha dispuesto para recibir a quienes buscan las luces del norte. La larga explanada —el centro de las actividades de la propiedad— se llena de familias completas, parejas de distintas edades, abuelos con nietos. Desde el año 2000, Aurora Village tiene la misión de convertir las temperaturas bajo cero y la intensa nieve del Subártico en una experiencia inolvidable para todos, de ésas capaces de cambiar la forma de percibir el mundo.

Todo está sepultado (coches, botes, arbustos necios) y, aunque parece que podría fracturarse con sólo tocarlo, resiste. Fotos: Camilo Christen.

A media hora de Yellowknife, Aurora Village está lo suficientemente lejos como para que el resplandor citadino no contamine la negrura de la noche y que, por más de 200 noches al año, pueda verse el espectáculo de las luces del norte en su esplendor absoluto sobre una bóveda celeste infinita, estrellada y perfectamente negra. La cercanía, por otra parte, permite que los viajeros se alojen en los hoteles de Yellowknife y pasen la mañana resguardados del frío sin salir de la cama o recorriendo las calles, las tiendas de artesanías y los restaurantes de comida asiática del centro, o bien, el Old Town, el primer asentamiento de la ciudad. Estar cerca facilita también —dependiendo del itinerario y los intereses de cada quien— visitar Aurora Village durante las horas de luz, en las que el enorme terreno es una imagen en negativo de lo que ocurre por las noches: sobre el terreno blanco refulgen los tipis, esparcidos en la nieve y cercados por filas de coníferas robustas. El día, en este espacio fluorescente, se pasa con una sesión de pesca en hielo, un paseo veloz a bordo de un trineo tirado por perros, una caminata en la nieve.

El atardecer, sin embargo, es el momento que todos esperan desde que amanece. Decenas de viajeros, cubiertos de pies a cabeza con fleece y lana, descienden de los autobuses que llegan cada noche a Aurora Village. Saben, acaso, que están en un lugar especial, porque todos guardan silencio. Sólo se oye el movimiento, la nieve crujiente a cada paso y, de pronto, la voz de alguno de los guías —uno por idioma— que conducen a los visitantes en la penumbra. La oscuridad es un imperativo inviolable: la pantalla del celular debe mantenerse al mínimo, hay que evitar el flash, usar lamparitas sólo en caso necesario.

Aurora Village. Foto: Camilo Christen.

III

Para ver las luces del norte no hay que salir a cazarlas; basta ponerse en manos del equipo de alrededor de 130 personas que opera Aurora Village como una maquinaria, atendiendo cada pequeño detalle. Los guías equipan a todos con chamarras azules —gruesas como una pared— y botas peludas, todo a la medida. Recogen a los viajeros en los diferentes hoteles de Yellowknife, los conducen a los tipis, privados o compartidos (que en este caso no son de piel de caribú, sino de lienzo, pero que siguen las reglas de construcción y las medidas de los tradicionales), y les dan chocolate caliente; atizan el fuego de los tipis para asegurarse de que haya un lugar caliente (warm & toasty es la descripción de cabecera) en el cual guarecerse en cualquier momento. Caminan con los viajeros al restaurante, explican los platos de sabores localeschowder de pescado blanco con bannock, estofado de bisonte, poutin de pato con papas fritas—. Charlan, comparten todo cuanto saben de la cultura local, del invierno, de Yellowknife, de la gente. En cada conversación se aclara que si bien se viaja para contemplar las auroras, también hay mucho más que ver.

Ver las auroras, además, no es algo que simplemente ocurra: hay que esperar. Para quienes se quedan tres noches, la probabilidad de verlas es de 95 %; una noche adicional eleva el porcentaje hasta 98 %. Vendrán. Mientras aparecen, los viajeros reposan en sillas cómodas y prueban las capacidades nocturnas de sus celulares o cámaras fotográficas profesionales. Juegan en la nieve, se exponen al frío, el cual, debajo de capas y capas de ropa térmica, se aguanta bien y también se disfruta. Revisan sus apps: el índice KP (una escala del 0 al 9 que indica la potencia de las auroras en un momento determinado), la hora en que llegarán las luces del norte, la posibilidad de que esté nublado, la ubicación en el mapa de estas masas celestes en su suave tránsito por el círculo polar ártico, un fenómeno que resulta del choque de partículas solares con la magnetosfera terrestre y que al entrar en contacto con el oxígeno se vuelven verdes, o rojas por el nitrógeno. Hay noches, como ésta, en las que eso es todo lo que ocurre: el restaurante, que también es bar, se llena; de un tipi empieza a salir música, alguien canta; en un momento de impaciencia, alguien señala con insistencia una nube, y las auroras —las verdaderas auroras— no aparecen. El grupo se encamina al autobús, que parte en la madrugada de regreso a Yellowknife, y el silencio —que a la llegada era de expectación— se transforma, aunque nadie lo reconozca, en un tibio aire de desaliento. ¿Vendrán?

Los días en los Territorios del Noroeste comienzan temprano, cubiertos por una nieve densa. Foto: Camilo Christen.

IV

No es fácil habitar con una temperatura media de -5.7 ºC, pero que puede descender, como si cualquier cosa, a -40. La vida alrededor responde a ese ritmo. Los días en los Territorios del Noroeste, cada uno más corto que el anterior conforme se aproxima el invierno en el hemisferio norte, comienzan temprano, con cuervos que atraviesan el cielo sin importar si es una mañana azul de luz dorada o si está invadida por una bruma ciega. Pinos, abedules y alerces que soportan el peso de la nieve en sus ramas o que, desnudos de hojas y forrados de escarcha, preservan su vida como por milagro. El mundo amanece cubierto por una nieve densa, apenas marcada por senderos de huellas que dejan los lobos —libres y silvestres, hambrientos y solitarios— en su tránsito nocturno; coches, botes, bardas, buzones, rejas, un arbusto necio, todo está sepultado y, aunque parece que podría fracturarse con sólo tocarlo, resiste. Perros gigantes, lobunos, entran y salen de las tiendas, saludan, corren a la esquina y vuelven impacientes al lado de su amo; ambos, perro y amo, dejan tras de sí gruesas vaharadas. Y la nieve, dorada y diamantina por los tibios rayos del sol, sigue cayendo. Todo en este territorio minero recuerda, sin quererlo, al oro y los diamantes. Muchos exploradores europeos, desde el siglo XVIII, recorrieron los Territorios del Noroeste, con éxitos y fracasos, en busca de la providencial riqueza americana, para comerciar con pieles o minerales y trazar nuevas, siempre mejores rutas marítimas. La fiebre del oro, que tuvo su auge en los años treinta del siglo XX, puso la región en el mapa. Después, a inicios de los noventa, se descubrieron los diamantes. En cada giro de la historia, los miembros de las Primeras Naciones —los grupos étnicos originarios— han estado ahí, preservando sus lenguas y tradiciones, heredando su conocimiento de los recursos, trabajando en un territorio hostil e inconmensurable, aprendiendo de la nieve, los huesos y las rocas.

Derecha: Jonathan —equipado con raquetas para nieve— lleva al grupo a un paseo diurno por los senderos de Aurora Village. Fotos: Camilo Christen

V

Jonathan, miembro de una de las comunidades locales, asegura un par tras otro de raquetas para nieve a las botas de los viajeros. Lleva al grupo a un paseo diurno por los senderos de Aurora Village. Las raquetas, que parecen frágiles, están hechas —como siempre— de tendones y corteza. El snowshoeing es, aunque antes de agarrar el ritmo no lo parezca para nada, la forma más eficiente de caminar en la nieve a buena velocidad y sin hundirse. Por el camino, mientras asciende y desciende y corre por la nieve con una agilidad asombrosa, Jonathan aparta troncos y ramas secas para abrir paso a los caminantes, señala rastros y huellas de animales salvajes, retira montones de nieve de la base de los árboles para encontrar arándanos rojos, hace una fogata, recupera un hacha que lanzó el verano pasado y no volvió a ver entre la nieve. Todo alrededor son rocas y coníferas: píceas negras (Picea mariana, cuya corteza se usa para hacer cuerdas), píceas blancas (Picea glauca, para construir los tipis), pinos de Banks (Pinus banksiana, que crecen sobre roca y sólo liberan sus semillas tras un incendio forestal), abedules enanos (Betula nana, que sirven para hacer canastas). El grupo llega justo a tiempo para el atardecer a la parte más alta del camino, desde donde se ve a lo lejos, en toda su amplitud, el lago Prosperous. Los rayos del sol sobre su superficie le dan un tinte rojizo; la nieve sempiterna se ve azul: es una invitación a tomar la panorámica perfecta de un paisaje que, en cuanto cae el sol, desaparece para siempre.

VI

Unos 120 perros —huskies siberianos, huskies de Alaska y otros— esperan ansiosos. Woody, Doc, Gampy, Frost (nombres más propios de los renos de Santa Claus que de estas criaturas fuertes) saltan, ladran, agitan la cola emocionados. Nacieron aquí, en estas condiciones; aman el frío (están felices a -25 °C y son infelices cuando el termómetro alcanza los 10) y los visitantes de Aurora Village pueden acercarse a ellos durante las actividades diurnas que —junto con deslizarse desde una altísima resbaladilla de hielo o asar malvaviscos en una fogata— se ofrecen en el complejo.

Derecha: Diga, perro de ojos bicolor, es uno de los miembros del equipo. Fotos: Camilo Christen.

Diga es un perro viejo de ojos bicolor; Heat, un cachorro, pequeño y despeinado, tierno como cualquier perrito recién nacido, pero que ya muestra sus dotes para aguantar el frío, y Hunter, el ejemplar más hermoso de todos, un macho alfa, mitad perro, mitad lobo. Cuando uno se acerca a él y hunde una mano en su pelaje —todo grosor y densidad—, su mitad de perro responde: se tira panza arriba, mueve la cola, se retuerce en la escarcha. Cuando está a cargo, en cambio, es su sangre de lobo la que guía la manada. Liam, el humano de este equipo, selecciona 10 o 12 perros y los sujeta a un trineo, una especie de balsa cubierta de lienzo, el transporte más socorrido históricamente en el norte. Los perros apenas pueden contener su energía y, a la voz de Liam, la marcha comienza. La manada tira del trineo y, con toda la fuerza de sus patas musculosas, hechas para el terreno, incrementan la velocidad y, aun corriendo, agarran bocados de nieve a un lado y otro del camino. En el trayecto helado, de no más de 15 minutos, la tracción de las patas levanta tantos copos de nieve que los convierte en bruma. Liam anima a los perros desde la parte posterior del trineo —Good boys!— y corre él mismo, incansable, por todo el sendero.

Izquierda: Aurora Village está a media hora de Yellowknife y alejado de todo, lo que permite que los viajeros contemplen el cielo más negro y estrellado, condición perfecta para ver las luces del norte. Derecha: Liam está a cargo del recorrido en trineo tirado por perros, en Aurora Village. Fotos: Camilo Christen.

VII

La noche es un monstruo inquebrantable. No es de un azul profundo, no es índigo: es negra. Aquí, donde la oscuridad es sagrada, la negrura se instala poderosa y cubre el cielo; lo toca todo. Los ojos se acostumbran de inmediato y lo que asombra es un manto infinito de estrellas, un tejido interminable y brillante. Conforme pasan los minutos y las horas, la mirada viaja más y más lejos en el cosmos, y cada vez son más las estrellas (una capa tras otra) que pueden verse: grandes y blancas, pequeñas y amarillas, puntitos rosados, Polaris al centro, luces brillantes por millares. Lobos y perros aúllan, se contestan en la negra noche. Todo es tan real —tan sencillo en su espontaneidad— que parece mentira.

Una nube tenue, grisácea, entra en escena. Adquiere, de pronto, un tinte verde, transparente. Avanza poco a poco, toma forma, se solidifica. Su cuerpo plasmático y fosforescente se comporta distinto a cualquier nube que avance con trayectorias predecibles: se mueve por sí misma, no responde al viento, no espera la capacidad de comprensión de quienes observan. Nadie piensa en el índice KP o en la magnetosfera, el oxígeno o las partículas solares. Cuando las auroras aparecen (y con su dentellada rompen, por derecho propio, la sagrada oscuridad de la noche), se olvida todo lo que se estudió, todo aquello que trató de entenderse.

Las auroras boreales resultan del choque de partículas solares con la magnetosfera terrestre, que al entrar en contacto con el oxígeno se vuelven verdes, o rojas por el nitrógeno. Foto: Camilo Christen.

Las luces surcan la bóveda celeste, ondulan, bailan, brincan en el cielo y muestran sus resplandores verdes, estolas turquesas, ríos azules. Atenúan el brillo de los miles de millones de estrellas; sólo las más brillantes atraviesan su cuerpo. Tras un frenesí fotográfico, todo es silencio. Las auroras adoptan una forma vertical y se plantan detrás de las coníferas robustas, brillando sobre el manto negro de la noche, apenas punteado por estrellas. El silencio resuena mientras todos observan el espectáculo antinatural de la naturaleza. El tiempo transcurre lento y rápido, y algo —quizá interior— aúlla. Las auroras, que instantes antes bailaban y brincaban por el cielo, se adelgazan poco a poco, se transparentan, reanudan su camino descarado por el círculo polar ártico. La vista se readapta a la oscuridad, a la boca de lobo de la noche, y regresa el manto infinito de estrellas.

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