Alaska: grandes momentos y pequeñas victorias
A bordo del Royal Princess, navegamos por una de las regiones más remotas y desafiantes del planeta
POR: Mariana Castro
Cada semana, entre abril y septiembre, decenas de cruceros salen de Vancouver con la misión de explorar el noroeste del continente americano. The Great Land le llaman algunos; “la última frontera”, otros más. Afuera, todo parece remoto, desconocido y extremo; adentro, la sensación es prácticamente la opuesta. Hoteles flotantes navegan las frías aguas del Pacífico, cuidando que cada detalle se traduzca en una experiencia familiar y acogedora. Conocer Alaska desde el agua es un viaje de contrastes.
La llegada…
Entre las filas eternas, los múltiples filtros de seguridad y la pose obligada para la foto de bienvenida, el proceso de embarque es un ejercicio involuntario de paciencia. Mi consejo, hacerlo sin prisa y entrar de una vez en el “modo crucero”, respirar profundo e imaginar la primera (o la segunda y la tercera) cerveza a 20 nudos por hora. Una vez a bordo del Royal Princess, pongo en práctica mi habilidad para seguir instrucciones y ubico mi camarote entre una serie de puertas idénticas que decoran un larguísimo pasillo. Sobre la cama, una carta firmada por el capitán contiene un aviso: debido a la marea alta, estaremos en el puerto hasta la madrugada, cuando el nivel del agua nos permita pasar por debajo del puente Lions Gate.
Bajar y disfrutar Vancouver un par de horas más no es opción (regla irrefutable de los cruceros: una vez arriba, los pasajeros no pueden volver al puerto de salida), así que nos concentramos en explorar el barco para identificar cada punto de interés antes de que más pasajeros embarquen. Aquí las escaleras y allá los elevadores, por acá está el teatro y, del otro lado, la alberca; el spa, quién sabe. Al principio todo es abrumador y más parecido a una laberinto que a un hotel, pero conforme pasan los días todo se acomoda y las vueltas para encontrar el comedor son cada vez menos. Afortunadamente, los protocolos gastronómicos de Princess son muy accesibles y oscilan entre el traditional dining y el anytime dining, dependiendo de cada pasajero, así que no importa lo mucho que tardes en ubicarte, siempre hay una opción para comer a cualquier hora del día, desde los restaurantes de manteles largos hasta el local de gelati y el siempre salvador bufet.
Dedicamos la tarde a hacer una minuciosa inspección de los bares; después, una siesta, la cena, el concierto de Elton John en la megapantalla al aire libre y una fiesta temática de ABBA. Y luego, poco antes del sueño, llega la noticia de que la marea es lo suficientemente baja para despedirnos de Canadá. Corrimos a cubierta para encontrarnos con varios pasajeros trasnochados, pero igual de emocionados por comenzar el viaje. El barco comenzó a moverse y en cuestión de minutos la ciudad quedó atrás. Primera pequeña victoria del viaje: zarpar.
Un pez por persona..
Después de un día completo en alta mar, llegamos a la primera parada del itinerario: Ketchikan, una pequeña ciudad que vive del turismo y la pesca. Con una población que no supera las 12 000 personas, Ketchikan es tierra de foráneos. Enrique, nuestro guía de origen boricua, lo confirma: “Aquí la gente llega de todos lados para trabajar en la temporada de cruceros, ganar lo suficiente y volver a su verdadera casa”.
Para el habitante promedio de Alaska, pescar y luego cocinar la captura puede sonar a un día cualquiera; para nosotros, criaturas de ciudad, es toda una experiencia. Enrique nos recibe en su barco y nos prepara para la aventura: botas de hule, chamarra, caña, sedal, carrete, anzuelo y las respectivas instrucciones de uso. “Tres, dos, uno, suelten la línea”. Pasan los minutos y nada. “Intenta otra vez, sé paciente, mueve tantito la caña”, dice Enrique. De pronto, pica el anzuelo y todo lo aprendido pasa a segundo plano. La adrenalina te invade, quieres ir a toda velocidad y el incremento en la tensión de la línea es un claro aviso de que el pez está cerca de la superficie. Mientras se da el forcejeo, las porras de los compañeros de excursión hacen que te imagines como el protagonista de una odisea deportiva sin precedentes, de esas que te garantizan la foto histórica en blanco y negro y el reconocimiento de los pescadores más experimentados del pueblo. El resultado es mucho menos honroso de lo esperado: de esta gran batalla emerge un halibut (en español, conocido como fletán) de máximo 40 centímetros de largo.
Una vez que se cumple la cuota reglamentaria de un pez por persona, nos dirigimos a una diminuta isla —que bien podría ser escenario de cualquier película de Wes Anderson—, donde un grupo de cocineros locales transforma la modesta pesca del día en un delicioso guiso utilizando sólo lo básico: agua y fuego.
Una cocina equipada…
La cocina a bordo del Royal Princess funciona totalmente distinto. Con más de 3 500 pasajeros que alimentar (y 1 300 miembros de la tripulación), el crucero cuenta con un impresionante sistema logístico comandado por Giovanni Sisto, el chef ejecutivo. A continuación, algunos números para dimensionar la labor titánica que se realiza tras bambalinas. Cada día, alrededor de 300 personas en la cocina elaboran
100 litros de helado
150 litros de salsa beurre blanc
600 litros de caldo de pollo
1 400 litros de sopa de cebolla
1 600 porciones de postre
2 500 croissants
Las ballenas…
Juneau, la capital de Alaska, es uno de esos destinos atemporales. Sus calles, enmarcadas por montañas cubiertas de niebla, no parecen haber cambiado en décadas. Cerca del puerto, la ciudad se mueve al ritmo de los turistas, como si fuera una de esas villas artificiales que se encienden con un botón en cuanto el primer crucero atraca. Los mostradores de las tiendas rebosan con joyería, tazas, esculturas de madera que asemejan tótems, pepitas de oro (de dudosa procedencia), gorras, sudaderas y playeras XXXL con la imagen de un lobo aullando a la luna. También están las tabernas —el combo de una Alaskan Amber bien fría y una orden de patas de cangrejo siempre es buena idea—, las librerías, las farmacias, las licorerías y los pequeños hoteles. Aunque aquí la bandera de modernidad la portan los múltiples locales para comprar todo tipo de productos de marihuana a precios altísimos (el costo por gramo en Alaska es el más caro en todo Estados Unidos).
Si uno camina un poco más allá del montaje turístico del puerto, es posible encontrar rastros de la historia olvidada (y a veces ignorada) de Alaska. Sitios como la iglesia ortodoxa de St. Nicholas son un recordatorio de que no han pasado siquiera 200 años desde que el gobierno de Estados Unidos les compró el territorio que hoy conocemos como Alaska a los rusos, por la módica cantidad de siete millones de dólares, lo que muchos historiadores han bautizado como el “negocio del siglo”.
Juneau recibe más de un millón de visitantes al año y una de las principales motivaciones para viajar hasta acá es la promesa de ver ballenas. No somos la excepción. Como parte de las experiencias que ofrece Princess en este puerto, salimos de Auke Bay en un pequeño barco de dos niveles que forma parte de la flota de Allen Marine Tours, una compañía familiar famosa por construir cómodas embarcaciones de excursión en su propio astillero. Mientras los pasajeros escogemos un lugar y acomodamos todo el kit de binoculares-cámara-celular-rompevientos-guantes-gorro, el guía nos da la bienvenida y comienza a soltar datos útiles para la expedición. El más importante: ojos clavados en el paisaje en todo momento.
No tenemos que esperar mucho antes del primer encuentro de la tarde, pero, para nuestra sorpresa, no son ballenas jorobadas, sino orcas las que hacen su aparición a pocos metros del barco. Una madre y su cría nadan un buen rato junto a nosotros para después alejarse con un grupo más grande. Minutos más tarde, otro grupo de elegantes cetáceos bicolor hace su aparición. “Las jorobadas suelen nadar más al norte, así que nos moveremos un poco y apagaremos el barco para ver si tenemos suerte”, indica el guía. Esta especie puede pasar hasta 30 minutos bajo el agua, así que hay que ser pacientes y estar alertas ante cualquier señal que delate su presencia, principalmente un soplido.
Barco apagado, silencio total. En mi cabeza suena la voz de David Attenborough narrando la escena, y sospecho que no soy la única. De pronto, se asoma una aleta dorsal, luego la cola. Click! Click! Click! La ballena desaparece y, con la idea de que tardará un buen rato en volver, bajamos las cámaras un segundo. Gran error. Como si supiera que nos tomaría por sorpresa, la ballena da un gran salto y se desata la euforia. Aplausos y gritos de emoción; 25 toneladas se suspendieron en el aire frente a nuestros ojos como si fuera cualquier cosa. Con el corazón acelerado y la sonrisa a tope, regresamos a la costa. Ninguna foto o video puede hacerle justicia a lo que acabamos de presenciar, y francamente no nos podría importar menos.
Personajes…
Si un conocido estuviera escéptico en cuanto a aventurarse en un viaje por crucero, una de mis cartas fuertes para convencerlo sería la diversidad de personajes que uno conoce a bordo. A veces más pintorescos que interesantes, pero siempre disfrutables. De la gran tripulación de más de 96 nacionalidades, uno va eligiendo a sus favoritos con el paso de los días. En mi caso fueron tres. El primero, Generoso Mazzone, maître d’hôtel, italiano, servicial, paciente y discreto. De esas personas que nacieron para portar su nombre. El segundo, Ray Coussins, pianista del Crooners Bar, estadounidense, rumorado amigo de Frank Sinatra y coqueto empedernido. La tercera, Catalina, integrante fundamental del equipo de entretenimiento, argentina, simpatiquísima y encargada de marcar el ritmo —“One, two, chachachá”— en las clases de baile de las tardes.
También hay joyas escondidas (y a veces no tanto) entre los pasajeros. Si tuviera que hacer un cálculo de la edad promedio a bordo me inclino por los 65 o 70 años. Muchas parejas. Están los coreanos que, siempre impecables y con precisión absoluta, le dedican una hora al baile en Wheelhouse Bar, aprovechando que hay música en vivo justo antes de cenar. Están los que se visten casi igual (todavía no defino si es a propósito o sin querer), los que no paran de platicar y los que parecen haber tomado un voto de silencio durante el viaje. Los que se estacionan en el casino, los que no se pierden un show, los que aprovechan a los fotógrafos a bordo para posar en sus mejores trajes de gala y los que llevan sus propios juegos de mesa.
La vida en alta mar se pasa lento y el tiempo se mide en pequeñas victorias. Ganar una trivia, encontrar el jacuzzi casi vacío, apartar toda la primera fila para ver al comediante, recibir un cupón intercambiable por un masaje gratis y servirse el pedazo de pizza recién salido del horno. Ser el favorito del barman, poner una playlist durante la noche latina en Club 6 y atinarle al ganador de la gran final deThe Voice of the Ocean, sí, la versión del crucero del famoso reality show.
Los glaciares…
Después de una parada fugaz en Skagway, la población más pequeña en la que el Royal Princess toca puerto, el crucero navega con destino al clímax de todo el viaje: los glaciares. Desde 1980, Glacier Bay National Park forma parte del Sistema de Parques Nacionales de Estados Unidos y también es considerado reserva de la biosfera y Patrimonio Mundial por la UNESCO. Por motivos de conservación, todos los barcos que pasan por aquí deben contar con un permiso especial y el acceso está restringido a cierto número de embarcaciones por día. Antes de llegar al parque, los pasajeros reciben un mapa con la ubicación de cada glaciar, la hora aproximada en la que serán más visibles y algunos consejos prácticos para disfrutar la experiencia al máximo. Además, un grupo de park rangers sube al crucero para esta parte del trayecto, lo cual resulta muy conveniente al momento de resolver dudas y recibir información de primera mano.
Es emocionante ver cómo cambia el paisaje conforme el crucero se adentra en Glacier Bay y cada vez aparecen más trozos de hielo flotando en el agua. Hay decenas de glaciares en el parque, pero sólo algunos, los de marea, se desprenden hacia el mar y pueden apreciarse desde el barco. Margerie, el mayor de todos, tiene una longitud de aproximadamente 34 kilómetros; sin embargo, sólo podemos apreciar la cara que limita con el agua, la cual mide 1 600 metros de ancho y casi 80 de alto (sobre el nivel del mar). John Hopkins, Grand Pacific y Lamplugh no se quedan atrás, y también resultan impresionantes a la vista.
Atestiguar el desprendimiento de hielo en un glaciar es bastante común, pero no por eso deja de ser escalofriante. Primero llega el aviso sonoro, un trueno —tajante y seco—, como si la tierra se estuviera partiendo a la mitad, lo que te hace sentir más pequeño y vulnerable que nunca. Después cae el trozo de hielo al mar y provoca un oleaje feroz que se apacigua de repente. Mientras nos apretujamos en cubierta para tener el primer plano del deshielo, un grupo de amigos asegura que, cuando hace 15 años hicieron la misma ruta, notaban todo mucho más grande. No mienten. Según informes del propio Sistema de Parques Nacionales, de los más de 100 000 glaciares en Alaska, 95 % se está reduciendo debido al calentamiento global.
La última parada…
El Royal Princess hace su última parada escénica en College Fjord, un fiordo que alberga una serie de glaciares nombrados en honor a las principales universidades del país: Amherst, Barnard, Harvard, Smith y Yale, entre otros. Es momento de preparar las maletas y apagar el “modo crucero” (y darles una última visita a las bondades del bufet). La nostalgia es inminente, pues, a diferencia de otros viajes, llegar hasta aquí no es poca cosa. Última pequeña victoria en tierras remotas: tomar una Alaskan Amber de despedida en el aeropuerto de Anchorage, a 7 870 kilómetros de la Ciudad de México. Después de siete días navegando por el Pacífico Norte, con todas las comodidades posibles, aquí se quedan las ciudades de otro tiempo, las ballenas acróbatas y los glaciares que parecen infinitos.
Foto de portada: Camilo Christen
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