El pan de muerto y las tradiciones, ¿se vale modificarlas?
Hablemos de cómo se mantienen vivas las tradiciones. Eso nos permite retomarlas, recuperarlas, reinterpretarlas.
POR: Mariana Camacho
Queridos policías de la tradición ya pueden ir levantando las cejas y parándose de pestañas. Porque ya los vi: quejándose amargamente de que la temporada del pan de muerto —y de los adornos navideños y, tanto descaro, de la rosca de reyes— llega cada vez más anticipada. Ya los vi haciendo rabietas desde agosto por el uso extendido de la nogada y frunciendo severamente el ceño por las fotos de panes de muerto con cardamomo relleno de alguna crema con matcha que no tardan en circular por una red social.
Queridos policías de la tradición: relájense. Piensen que la tradición es la tradición porque está viva —se reproduce, envejece y luego se actualiza, como decimos, de generación en generación—, piensen que la tradición está tan viva como la lengua, tan viva como los clásicos. Piensen en el pan de muerto como en una obra de Shakespeare: ¿qué les parece Macbeth? —o Romeo y Julieta, o Sueño de una noche de Verano— que desde el 1600 se han presentado lo mismo en teatros victorianos que en películas con Leonardo Dicaprio. La tradición sigue siendo la tradición no porque es estática, sino porque se mantiene viva cuando un colectivo puede retomarla, recuperarla, reinterpretarla.
Tampoco estoy promoviendo la anarquía. Relájense. Lo que les vengo a decir es que una cosa no anula a la otra.
Cuando se trata de pan de muerto, por ejemplo, no hay una forma monolítica de hacerlo, comerlo o representarlo. Yo soy de Oaxaca y crecí con el pan de yema. Ese es el pan que se coloca en las ofrendas de las festividades de muertos, al menos en la región de los Valles Centrales. Es un pan de corteza oscura y delgada, apenas cubierta con ajonjolí, de un color ligeramente amarillento por dentro, esponjoso, airosa y suave pero lo suficientemente resistente como para aguantar un chapuzón en un tazón de chocolate de agua —mi favorito—, de leche, de champurrado, de chocolate atole o de atole a secas, sin desbaratarse. ¿Saben qué más? es un pan que puedes encontrar y comer 365 días al año. Para mí, pues, el pan de yema es tradición.
Pero eso no significa que esté peleada con lo que llaman pan de muerto o con los panes que se ponen en las ofrendas en otras partes del país —como los panes de ofrenda con forma de animales, flores y “personas” de Michoacán o las gorditas de maíz quebrado de Hidalgo — y en el centro de México: ese que sabe a agua de azahar, mantequilla y azúcar. Ese mismo que a las nuevas generaciones les gusta rellenar o pimpear con todo lo que se deje: crema pastelera, nutella, cajeta, helado, versiones más libres —ceniza de totomoxle con relleno de camote—, kit kats o conejitos Turín —que, si me preguntan, es la versión de los flojos—.
¿El horror? Yo no lo creo. El pan toma otras formas, otros significados pero sigue el mismo hilo conductor. Y, hablando muy en serio, siempre ha sido así. Porque las recetas, que son parte de la cultura, son un sistema abierto, uno que, hasta la aparición de los recetarios, es más cercano a la tradición oral. Sí, hay recetas que han perdurado por años pero eso no significa que no se hayan modificado. Todo lo contrario. Sobreviven porque se han modificado.
(Y aquí, permítanme un pequeño paréntesis)
Dos arquéologos, Arunima Kashyap y Steve Webber, se dieron a la tarea de rastrear la “receta” del curry más antiguo del mundo. La receta del que llamaron “proto curry”. Para hacerlo llegaron a una excavación en Farmana y analizaron muestras de 50 diferentes superficies, incluidos utensilios de cocina, para identificar a nivel molecular la presencia de ciertos ingredientes. Luego hicieron un montón de estudios más. Lo que encontraron es que ese curry, que se comía hace unos 4,000 años, estaba hecho con los ingredientes que estaban disponibles en el momento. Que tenía poco más que berenjena, jengibre y cúrcuma y que luego, con el tiempo, se fueron añadiendo más.
Todo esto para decirles que esta es la vuelta sobre el mismo pan. Que una receta no es más o menos tradicional si se le mantiene idéntica a la del pasado. Además, cuando se trata del pan de muerto, ese pasado no es necesariamente el que nos hemos contado. Y, si no me creen a mí, pregúntenle a la historiadora Elsa Malvido que, contrario a las versiones nacionalistas y oficiales que se han reproducido sobre la tradición del Día de Muertos y sus panes decía que “la mayoría de estas ceremonias son netamente españolas, coloniales, cristianas y en algunos casos romanas paganas, enseñadas por frailes, curas y otros europeos a los indios y mestizos”. Celebraciones que han pasado por cambios, “uno muy importante durante la separación de la Iglesia y el Estado en 1860 con las Leyes de Reforma, cuando la muerte fue controlada por el estado civil y enterrada en los panteones civiles o privados; y el otro, más tardío, creado por los ideólogos del gobierno de Lázaro Cárdenas”, quienes promovieron y escribieron sobre “la idea ‘tradicional’ del origen prehispánico de dicha costumbre […] y han intentado a toda costa meter el 1 y 2 de noviembre dentro de ese calendario ritual mexica”.
Malvido habla de los alimentos que se preparaban en los reinos católicos de León, Aragón y Castilla, dedicados a estas fiestas, como los “dulces y panes imitando a las reliquias, es decir, a los huesos que portaron los nombres de los santos: los huesos de santos pudieron ser unas canillas especiales con miel pero los hubo para cada parte del cuerpo que se veneraba”. Estos dulces y panes cambiaron de forma y sabor, algunos se hacían con almendras y eran conocidos como panallets.
Dicho lo anterior, policías de la tradición: les dejo una imagen que les va a quitar el sueño. Piensen en un niño de padres mexicanos nacido en Estados Unidos. Imagínenlo comiendo pan de muerto con un topping de helado de vainilla y trocitos de chocolate Snickers con un vaso de leche, mientras pregunta a su madre si puede ver, una vez más, Coco antes de salir disfrazado —tal vez de Hulk, tal vez de catrín— al “trick or treat”. ¿El horror? Yo digo: no. Como ya vieron, comer pan de muerto sí es comer historia, pero no es necesariamente la historia oficial que nos han contado siempre.