Anclada en una pequeña isla de las Tuamotu en la Polinesia, en medio de la inmensidad del Pacífico, Theda Acha responde uno más de mis correos a casi siete años de haber zarpado del puerto de Sables d’Olonne en Francia para empezar, junto con su pareja, una travesía marítima por todo el mundo.
Debo admitir que no la conozco en persona, pero ¿cómo agendar una cita (y cómo no contar la historia de alguien que me escribe): “Estoy sentada con mi computadora afuera, en la bañera del barco. El día está muy despejado con una brisa agradable; el agua es transparente y sólo veo palmeras enfrente. Estamos solos, no hay barcos alrededor”?
Lo que empezó como un viaje en pareja hoy es una aventura familiar después del nacimiento del pequeño Fran. “Al tercer día de nacido ya estaba en el barco; a los tres meses, después de sus vacunas, hizo su primera navegación de Florida a las Bahamas (14 horas), a los cuatro meses lo metimos al mar y aprendió a nadar en Bora Bora a los dos años. Nunca usó flotadores en los brazos”.
A diferencia de su hijo, Theda —quien alguna vez fue editora de foto de Travesías—, inició su relación con los navíos mucho tiempo después de haber nacido: “Pasé mi infancia en Lima, desde mi ventana veía el mar a lo lejos. Todos los veranos íbamos a nadar a la playa con mi familia… siempre le tuve respeto al mar, pero nunca me había subido a un barco”. Años después, Theda se mudó a la Ciudad de México, donde conoció a Paco (su ahora esposo). Ambos con muchas ganas de recorrer el mundo; ella fotógrafa y él capitán, parecían ser el equipo perfecto para la expedición: “No teníamos responsabilidades ni hijos, así que vendimos muchas cosas, metimos el resto en una bodega, nos despedimos de la familia, los amigos, y fuimos a buscar el velero”.
La travesía comenzó a bordo de un Lagoon 380.
El Lagoon 380 es un catamarán de 38 pies de largo que bautizaron Olé, su nueva casa flotante. Y es que más que un medio de transporte, se convertiría en su hogar: “Hemos aprendido a ser autosuficientes; producimos nuestra propia agua para beber con una máquina desaladora, recogemos agua de lluvia y producimos nuestra propia electricidad con paneles solares… vivimos con pocas cosas, sin grandes lujos materiales. Nuestro gran lujo es tener el tiempo para viajar a cualquier parte del mundo, cruzar océanos, que sólo con el barco lo podemos hacer”.
Y navegar por el mundo hicieron. De la costa francesa al mar Mediterráneo; en donde, por más de un año visitaron puertos e islas de Francia, Portugal, España, Italia, Malta, Grecia y Túnez hasta llegar a Turquía. Después cruzaron el océano Atlántico a vela durante tres semanas hasta el Caribe: “Me acostumbré a la inmensidad del mar, al sonido de las olas que golpeaban en el casco del barco; al movimiento, a los días largos, a las noches negras sin luna. A estar solos en el mar, sin ningún barco alrededor, solamente con las aves, delfines y ballenas que nadaban entre las olas”.
Ya en Barbados, pasaron más de un año viajando por las islas del Caribe. La llegada de Fran en Florida no les impidió subir por toda la Costa Este de Estados Unidos entre bosques, langostas y faros hasta Canadá —”viajar con él fue un poco diferente, parábamos un poco más, y las navegaciones eran más lentas y cercanas a la tierra”—. Después bajaron a Cuba, Gran Caimán, la isla colombiana de San Andrés y Panamá, donde cruzaron el Canal, para seguir por el océano Pacífico la Polinesia Francesa.
Para Theda, una de las ventajas de viajar por agua y no por aire no es el medio de transporte en sí ni los tiempos de traslado (un vuelo transatlántico dura aproximadamente 12 horas, cruzar en barco lleva tres semanas), sino la posibilidad de conocer a fondo la cultura del sitio al que uno llega: “Cuando pasas bastante tiempo en un mismo lugar, empiezas a conocer gente y te adaptas más a la cultura local. Porque vives en el país, pero estás en tu propia casa —aunque sea flotante— y tienes mucho más en común con ellos. Es muy distinto a llegar como un turista”.
Cuarenta mil millas náuticas (más de una vuelta al mundo) y 39 países después.
La que alguna vez veía el mar desde la ventana de un décimo piso en la capital del Perú, ha criado a su único hijo en el océano, viajado a través de él, creado toda una vida en él: “Lo he visto por dentro cuando buceo entre peces, corales, tiburones, y me sigue maravillando. Sé cuando cambia de color según la hora del día, cuando está calmado y parece un espejo, cuando sopla el viento y se levantan las olas; me gusta el ritmo de las mismas cuando navegamos, como si fuera una música que nunca se detiene”.
¿Cuáles son los planes a futuro?, ¿seguir navegando? Sí, por ahora seguiremos viajando por la Polinesia Francesa, después quisiéramos ir a Nueva Zelanda y Australia.
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