Zipolite: la playa de los muertos en Oaxaca

Donde autóctonos y foráneos cohabitan desinhibidamente a la vista de todos.

30 Jul 2019

Este texto se publicó originalmente en el número 5 de Travesías, en diciembre de 2001.

Sí, se trata de una playa nudista; sí, desenfrenados plusmarquistas, autóctonos y foráneos cohabitan desinhibidamente a la vista de los niños, ancianos y jóvenes; sí, al pasear por la ribera se acercan mercenarios a ofrecer toda clase de sustancia neurotóxicas; sí, pasado el ocaso, las juventudes extáticas duermen sueños de alcaloides o se deleitan en las euforias del bromuro; sí, en sus bravas aguas se ahogan unas 100 personas al año, inexorablemente succionadas por las embusteras corrientes.

Sí, todo es cierto, pero bien visto, es precisamente ese ambiente de extrema tolerancia el que hace de Zipolite un sitio electrizante, un lugar en el que los extraños se hermanan al menor contacto, las diferencias raciales o económicas se soslayan, la comida, el agua el “dope” o la cama se comparten con todo mundo; Zipolite es sin duda un museo petrificado del espíritu de comunión de la revolución sexual y farmacológica de los setenta.

Pero la tolerancia circula en ambas direcciones. En Zipolite nadie está obligado a nada y es perfectamente posible pasar desapercibido si se quiere. Un ligero aspaviento aleja para siempre a los vendedores y nadie se espanta de ver a alguien vestido: se puede nadar desnudo o con traje de luces, de igual. La también llamada “playa de los muertos” es definitivamente un lugar para jóvenes o para cincuentones trasnochados. O para amantes del surfing.

Flanqueada por dos formaciones rocosas, la playa principal es más discreta en cuanto al nudismo. Los visitantes se echan en las hamacas a contemplar el mar, jugar cartas, leer novelas o simplemente a recibir el sol, la energía cósmica y las buenas vibras. Caravanas de turistas que parten desde las gomosas playas de Huatulco son llevados a contemplar el espectáculo sodómico desde la seguridad del autobús; las madres les tapan los ojos a sus niños. El encrespado mar de Zipolite, majestuoso y sublime, se ríe de su inocencia.

Desde otro punto de vista, el de los propios residentes, no hay mejor lugar en el mundo para vivir. La gente de Zapolite es amable y tranquila. “Sabemos que se ofrece droga, no somos estúpidos, pero también sabemos que hay droga en todas partes, sólo que aquí no hay hipocresía”, cuenta Elsa y Nacho dueños del restaurantes 3 de diciembre, en donde probablemente se cocinen las mejores pizzas y pays del Pacífico (la carta es amplia e incluye chiles rellenos en salsa de almendras, espinacas al horno, brócoli a la parmesana y pasteles de maracuyá, pitahaya, limón o mango).

Las versiones que afirman que Zipolite es un lugar peligroso donde abunda el crimen y el asesinato son desmentidas una y otra vez por los pobladores. “Nosotros dormimos con las ventanas abiertas y nunca ha pasado nada”, comenta Nacho mientras hace un gesto de disgusto por la aparente estulticia del comentario. Aun así, los reportes de la ominosidad del lugar rayan en lo inocuo: a aquéllos les robaron sus sandalias mientras dormían, a los otros les arrebataron la cámara mientras paseaban en la ribera a las tres de la mañana, y así.

Para cierto tipo de viajeros no hay lugar que se compare a Zipolite. “Yo me vine a vivir para acá porque me molesta que la gente se sienta con el derecho de decirme lo que tengo que hacer”, dice Nacho, al tiempo que me ofrece otra rebanada de su incomparable pay de coco, refiriéndose a ese ambiente de completa libertad que se respira en Zipolite.

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