Comencé mi travesía en bicicleta por Asia Central en una subregión compuesta por cinco exrepúblicas soviéticas: Turkmenistán, Uzbekistán, Tayikistán, Kirguistán y Kazajistán. Lo remoto y ajeno de esta geografía logran resaltar los extremos que se pueden experimentar en un viaje de este tipo. Comencé por la carretera M41, que cruza desde Afganistán a Kirguistán, pasando por Uzbekistán y Tayikistán. A la parte desde Khorog, Tayikistán, hasta Osh, Kirguistán, se le conoce como El Pamir. Se trata de uno de los caminos a mayor altitud del mundo, con pasos que superan los 4,000 metros sobre el nivel del mar. La ruta es famosa por sus montañas fantásticas, paisajes únicos, vientos gélidos y subidas desafiantes. Un camino milenario que fue parte importante de la Ruta de la Seda y se ha vuelto uno de los favoritos para los cicloviajeros de todo el mundo.
Aquí se presenta el primer desafío: la poca presencia humana en la zona hace que uno se vea durante varios días sin acceso a la “civilización”: no hay espacio para la improvisación, este tramo requiere que cargues todo tu equipo y alimento extra, de lo contrario podrías quedarte sin provisiones. La temporada ideal para recorrerlo es de mayo a septiembre, pues en otoño las temperaturas caen hasta los -20 °C y muchos de los caminos se bloquean por la nieve.
Sumado a esto, la entrada a varios de estos países suele ser complicada por temas de visado, sobre todo si el acceso es por tierra. En mi caso, tuve que esperar varias semanas en Irán para obtener la visa turkmena, lo que retrasó las fechas ideales para recorrer El Pamir en condiciones climáticas aceptables.
“Las situaciones más fatídicas terminan como las más interesantes”: Nazderin
Es el 9 de octubre de 2018. Hace días dejamos Dushanbé, la capital tayika. Me encuentro con mi camarada de viaje, Emanuel. A pesar de llevar un par de semanas de retraso respecto al calendario, el clima no parece alarmante; estamos a pocos kilómetros del primer paso de la M41. Arrancamos hacia la última parte del ascenso. Nos faltan 10 kilómetros para alcanzar el pico cuando llega una lluvia repentina. Estamos empapados; el esfuerzo, el lodo, la lluvia y el sudor nos agotan. Podríamos seguir por una ruta alternativa, pero decidimos parar en un pequeño poblado, Saghirdasht, para abastecernos, pues el último ciclista que vimos en sentido contrario kilómetros atrás nos advirtió de que no habría más tiendas hasta Kalaikhum.
Llevamos un par de minutos bajo un pequeño techo, intentando librarnos de la lluvia, cuando un hombre se acerca y sin preguntar nada en absoluto nos indica que lo sigamos. Sólo dice “Doma”. Caminamos unos 500 metros y llegamos a su casa. Imposible rechazar la oferta bajo semejante tormenta: sopa caliente, té y un cuarto con una estufa de leña que también sirve como chimenea. La lluvia no para y empieza a bajar la temperatura. Entre señas y un ruso-tayiko poco comprensible, nuestro amable anfitrión nos convence de pasar la noche con su familia.
Amanecemos rodeados de montañas blancas. Nazderin, nuestro nuevo amigo, nos explica que es imposible cruzar la cima en estas condiciones. La nevada continúa hasta el punto en que consideramos la posibilidad de abandonar la ruta del Pamir.
Aquí los cubos no son de hielo, son de azúcar y el hielo no viene en cubos; sobra decir que el internet no existe. Días de lectura en este descanso obligado y demasiados pensamientos y opciones en la cabeza nos hacen comprender que quizá es tiempo de volar hacia un clima más cálido. El lodo, la nieve y la bici no son la ecuación que esperábamos. Aun así, no hay nada decidido.
Sigue nevando sin tregua. Nazderin, siempre con una sonrisa acompañada de un chai, nos dice que no debemos preocuparnos, que somos bienvenidos el tiempo que queramos. Incluso hasta mayo si fuera necesario. Se burla amistosamente de nuestras caras de desesperación. No podemos sacudirnos la mala suerte ni tomar con humor su sabiduría.
Es nuestro tercer día en Sagirdasht, el sol ha derretido poco a poco la nieve. Los caminos están húmedos y lodosos; hacemos un par de caminatas al monte y conocemos a profundidad la granja de Nazderin: vacas, ovejas, gallinas, un caballo y hasta abejas a las cuales también les pegó la nevada.
Esa noche le comunicamos a Nazderin que partiremos a la mañana siguiente. Con un gesto triste, que intenta disimular, nos hace prometer dos cosas: que volveremos en algún verano futuro y que, si el paso de la cima sigue bloqueado por la nieve, regresaremos a su casa. Dubitativos en cuanto a seguir el camino marcado por los mapas o la alternativa sugerida por nuestro amigo, aceptamos su consejo y se ofrece a guiarnos hasta la cumbre. Despedidas rápidas, sus tres hijos parten a la escuela, preparamos el equipaje. Estamos listos.
Nazderin sube a su caballo. Asume que rodaremos sobre las bicis, pero la pendiente del camino, el lodo y la nieve derritiéndose impiden que vayamos pedaleando.
Por primera vez en todo el viaje tenemos que empujar las bicicletas. La vereda es difícil. Nazderin se percata de mi cansancio e intercambia la rienda del caballo por la bici; a los dos minutos de empujar se da cuenta de la dificultad, pero tiene una idea: ata una cuerda entre el caballo y una de las bicicletas, y ésta a la otra.
No hay tiempo para pausas. El caballo jala y hay que seguir el paso y mantener las bicicletas en pie; Emanuel y yo nos caemos un par de veces. El lodo se acumula en cada pieza posible, los frenos están atascados, las ruedas apenas giran, pero tenemos que salir ahora, es nuestra mejor oportunidad.
Hemos llegado a la cumbre, aún con un poco de nieve, pero el camino parece factible. Nazderin se despide con una mano en el corazón y da media vuelta. Es necesario desarmar las bicicletas y lavarlas a profundidad, pues resulta imposible pedalear con la cantidad de nieve acumulada. Luego de 40 minutos con las manos congeladas, los engranes y la cadena simplemente no giran; la única manera que encuentro de derretir el hielo resulta ser con agua corporal, el remedio que nos permitió seguir cuesta abajo y continuar con la ruta.
El mundo en dos ruedas
Viajar en bici me parece la única forma de llegar a ciertos lugares o situaciones. Por un lado, no tengo un itinerario fijo; por otro, la gente se conecta con la bicicleta porque la siente cercana. Así he podido conocer historias más personales que han ido más allá de una breve conversación o un simple hola y adiós. La bicicleta tiene justo ese balance: es una máquina suficientemente efectiva para poder recorrer grandes distancias y, al mismo tiempo, bastante sencilla y accesible para poder acercarme a la gente.
No tengo miedo de viajar de esta forma, pero tengo claro que soy mucho más vulnerable por varios motivos: el hecho de no tener un lugar fijo para dormir, de estar más limitado en el aspecto económico, de dormir en el campo y sin un techo que me cubra: estoy abierto al mundo.
La bici es generosa y me ha enseñado algunos de los conceptos básicos de la vida: administración, mecánica y hasta cocina. Además, he crecido como fotógrafo con estos viajes. Puedo pasar semanas fotografiando paisajes y después hacer paradas en grandes ciudades para tomar fotografía de calle.
Data
Ruta: +- 2,800 km
17 sep.-11 nov., 2018
55 días
Mashad, Irán-Almati, Kazajistán