La ventaja de llegar en barco a San Petersburgo es que desde el mar Báltico la ciudad se ve inmensa, la más grande de todo el crucero que dejó atrás las prolijas Helsinki y Estocolmo y una Tallin medieval. Se le ve extenderse sobre la costa con edificios altos y vidriados que devuelven los tibios rayos del sol del verano, grúas de construcción y chimeneas industriales. Largos diez minutos navega el buque con cuatro mil almas frente a la orilla de una urbe gris que no termina. Me pregunto dónde está la ciudad de Nabokov, de Dostoievski, de Rimski-Kórsakov y de Fabergé que me habían prometido.
El barco atraca, y la multitud sube obedientemente a las combis y buses en los que emprenderán un tour. Preferimos el bus público que toma el personal del crucero. “Por un euro te deja en la estación de metro Primorskaya”, nos había dicho Gabriela, una camarera argentina del barco, “y ahí tomas el metro hasta Gostiny Dvor”. En Gostiny Dvor empezaría, juraba Gabriela, la ciudad prometida.
El viaje en bus público hasta Primorskaya es muy instructivo: enormes monoblocks en serie de hormigón gris, de paredes lisas y con pequeñas ventanas como ojitos miopes, fueron el primer aviso de la austeridad soviética, de cuando San Petersburgo fue Leningrado.
Una oda a la arquitectura limitada estrictamente a su función de vivienda, sin extravíos individualistas ni lucimientos vanos. La monótona fila de edificios iguales, opresivos, era toda una declaración de guerra a la frivolidad del arte burgués. Máximo Gorki, escritor de la revolución soviética, criticaría a los artistas burgueses porque “renuncian al estudio de los problemas sociales, encerrándose en la inmensa soledad de sus almas y deteniéndose frente al estéril conocimiento de sí mismos”.
En la estación Primorskaya ya no aceptan euros para comprar el boleto, y el señor de la ventanilla sólo habla ruso y señala un cartel sobre su cabeza escrito en cirílico. La solidaridad de otros turistas viene al rescate, y nos dan los cospeles para el metro, que valen centavos.
El metro de San Petersburgo, el más profundo del mundo, permite leer un capítulo de Crimen y castigo en la escalera mecánica que baja por más de cinco minutos hasta las entrañas de la ciudad. Corre por debajo del caudaloso río Nevá y sus canales, con tramos que van a 110 metros bajo tierra.
Dos estaciones más adelante, llegamos a Gostiny Dvor, ubicada en el primer piso de los grandes almacenes homónimos construidos en 1785 y uno de los más antiguos del planeta. Es salir de la estación para ver, entonces sí, una metrópoli entera consagrada a la Belle Époque, con sus edificios cargados de ornamentos, sus monumentos fastuosos, las cúpulas doradas, todo aquello que los soviéticos quisieron eliminar.
La estación Gostiny Dvor está sobre la avenida Nevsky, arteria principal de 4.5 kilómetros de extensión, que atraviesa el Centro Histórico desde el Almirantazgo hasta el monasterio Nevsky Lavra. Toda esta gran área fue declarada en 1990 Patrimonio de la Humanidad. Gran parte de los edificios de estilo barroco, neoclásico y nouveau de los siglos XVIII y XIX más imponentes se encuentran sobre Nevsky o próximos a la avenida.
Cinco millones de personas viven en esta ciudad, la segunda más poblada de Rusia, pero muy pocas hablan inglés y los carteles están en cirílico, por lo que contar con un buen mapa es esencial para aventurarse solos. Además de las calles y banquetas anchas, los edificios y monumentos, la ciudad está surcada por 90 canales y antiquísimos puentes que le agregan más encanto, si eso fuera posible.
Fundada por Pedro I en 1703, San Petersburgo fue la capital del Imperio ruso y hogar de los zares durante poco más de dos siglos. Caminando por Nevsky hacia el Almirantazgo, es fácil comprender de dónde tomó inspiración el más exquisito orfebre del mundo, Carl Peter Fabergé, el joyero oficial de la Corte Imperial rusa.
Para la Pascua de 1883, el zar Alejandro III le encargó a Fabergé la realización de un huevo para regalarle a su mujer, la zarina María. Fabergé diseñó un huevo con cáscara de platino que contenía dentro uno más pequeño de oro que se abría también y contenía una gallina de oro en miniatura que llevaba en su cabeza una réplica de la corona imperial rusa.
La emperatriz quedó encantada y desde entonces el zar le encargó a Fabergé que realizara uno nuevo para cada Pascua. Todos contenían en su interior algún obsequio, réplica en miniatura de las pertenencias de los zares. A la muerte de Alejandro III, su hijo Nicolás II continuó con la tradición de regalarle huevos no sólo a su madre, sino también a su esposa. Fabergé realizó 69 huevos de Pascua entre 1885 y 1917, año de la Revolución bolchevique que nacionalizó la Casa Fabergé, y el orfebre se exilió en París. Se conservan aún 61 de aquellos huevos imperiales. El huevo de 1913 se subastó, en 1994, en la cifra récord de 5.6 millones de dólares.
La revolución terminó con el negocio de Fabergé y con muchas otras cosas. San Petersburgo dejó de ser la capital, que se trasladó a Moscú, y, con la muerte de Lenin en 1924, la ciudad, que se llamaba Petrogrado desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial en 1914, pasó a llamarse Leningrado, nombre que mantuvo hasta 1991.
La avenida Nevsky comienza —o termina— en uno de los conjuntos arquitectónicos más descomunales jamás construidos. A orillas del Nevá se levantan uno junto al otro el edificio del Almirantazgo, el Palacio de Invierno y el Hermitage, conformados por el Gran Hermitage, el Pequeño Hermitage, un arco que cruza el canal y el teatro Hermitage.
Frente al Palacio pintado en verde y blanco está la enorme plaza del Palacio, cuyo centro está señalado por la columna de Alejandro, 600 toneladas de granito rojo de 47.5 metros de altura, la más alta del mundo en su tipo, para recordar la victoria de las tropas rusas sobre Napoleón Bonaparte cuando dirigía los destinos el zar Alejandro I. La columna termina con la figura de un ángel dorado que, la leyenda dice, se parecía mucho a Alejandro. Sin más tecnología que los músculos de tres mil hombres, el monolito fue puesto en pie en dos horas.
La colosal plaza del Palacio vio llegar y partir adornados carruajes que transportaban a los zares y a las zarinas, a sus hijos y sus nietos y a la corte imperial que asistían a las fiestas y banquetes en su inmenso palacio de nueve hectáreas. Un ejército de cocineros, músicos, sirvientes y soldados estaba al servicio las 24 horas. Y en esta plaza el mundo sería testigo en 1917, a poco de iniciado el siglo, del nacimiento de una nueva ideología que dividiría a la humanidad en dos por medio siglo. Las penurias de la Primera Guerra Mundial, el durísimo invierno y la escasez de comida agitaron las primeras escaramuzas que terminaron con la abdicación de Nicolás II, el último zar de la dinastía Romanov, en febrero de ese año.
En octubre, la revolución liderada por el partido bolchevique, dirigido por Vladímir Lenin y los trabajadores soviéticos, volvió a tomar la plaza, derrocó al gobierno provisional y comenzó una nueva era: el comunismo. Curioso que, a un siglo de aquella Revolución de octubre, los turistas se saquen fotos con petersburgueses disfrazados de corte imperial: mujeres con vestidos de tafeta bordada y hombres con sacos de terciopelo que ensalzan la aristocracia perdida.
Recorrer el Museo del Hermitage puede tomar una semana: su colección, de más de tres millones de piezas, abarca desde antigüedades romanas y griegas hasta cuadros y esculturas de Europa, pasando por arte oriental, piezas arqueológicas, arte ruso, alfombras y tapices, joyas y armas. La colección, que desde 1917 es un museo estatal, la inició en 1764 la emperatriz Catalina la Grande cuando se mudó al Palacio de Invierno y compró 225 cuadros de pintura holandesa y flamenca.
El frenesí coleccionista de los zares transformó a los diplomáticos rusos de Europa en marchands expertos, encargados de comprar todo tipo de objetos valiosos para atesorar en el Palacio de Invierno. Así es como sólo el comedor está vigilado por 92 cuadros. Tal fue la cantidad de piezas de arte que fue necesario construir el Nuevo Hermitage, el último de los edificios, para depósito.
Este edificio, al que se accede desde la calle Millionnaya, está sostenido por enormes atlantes de granito que adornan la entrada principal. Para los griegos, los atlantes eran los titanes enviados por Zeus para sostener sobre sus hombros la bóveda celeste y mantenerla separada de la Tierra. Para los petersburgueses son quienes dan suerte en el matrimonio, y por eso suelen verse novias de vestido blanco y novios de jaquet tocando los pulgares de las enormes figuras.
En San Petersburgo cada baldosa, cada parque, cada puente tiene un sentido; un acontecimiento histórico, un prócer, un escritor, un músico. Con hondo sentido nacional, los petersburgueses los recuerdan a cada paso.
Cuando no es un zar, es el científico Pávlov, el de los perros y el reflejo condicionado; el químico Dmitri Mendeléyev, que descubrió la tabla de elementos; o el conde de Stróganov, el mismo de la receta culinaria. Los músicos son legión: Rimski-Kórsakov, Prokófiev, Musorsgky y Stravinski están entre los más conocidos. Los escritores no se quedan atrás, entre ellos su hijo predilecto, Aleksandr Pushkin, considerado el padre de la literatura rusa moderna. Todos tienen su museo, o su casa hecha museo, su placa, su monumento.
Detenerse en todos puede ser agotador, por eso, para escapar del manual del buen turista, será mejor vagar sin planes, guiados por los ojos más que por los mapas. Una y otra vez la avenida Nevsky imanta por su bullicio, su actividad frenética, su tránsito ruidoso.
Un edificio se destaca sobre los otros en una esquina. Es la Casa del Libro, espléndido ejemplo del art nouveau, construido en 1902 por la empresa alemana de máquinas de coser Singer. Nacionalizada en 1917, la fábrica se convirtió en la librería más grande de la ciudad. En el primer piso hay libros en todos los idiomas y funciona el Café Singer, una cafetería con enormes ventanales desde donde se ven la magnífica catedral de Nuestra Señora de Kazán, el hervidero de Nevsky y el último alarido de la moda en excursiones urbanas: turistas que caminan por los techos atados con arneses.
Café Singer está abierto de nueve de la mañana a 12 de la noche, por lo que se puede comer a cualquier hora, desde una taza de té con delicada pastelería danesa hasta alguna entrada, como blinis con salmón y crema ácida o con caviar rojo. Ni hablar de tomar una de las sopas rusas tradicionales, el borsch de origen ucraniano, hecha con remolacha, papas, tomates, coles y carne, o la solianka, de carne, pepinillos encurtidos, tomate y limón. Los veranos más calurosos suelen llegar a los 22 grados, bastante frescos para quienes llegan de latitudes más amables, y una buena sopa siempre repone energías.
Muy cerca de Café Singer está el canal Griboyédova, que cruza la Nevsky. Desde el puente sobre Nevsky ya se ve la irreal iglesia de la Sangre Derramada, ícono de la ciudad y de la arquitectura rusa. Las cinco cúpulas enchapadas en cobre y esmalte turquesa, naranja, verde, dorado, con incrustaciones como confites, parecen hechas a medida de la imaginación infantil. Su nombre alude al lugar donde fue asesinado el zar Alejandro II en 1881, y la construcción comenzó dos años después de su muerte. En su interior deslumbra una de las mayores colecciones de mosaicos monumentales de Europa: más de 600 mosaicos con imágenes que cubren 7 056 metros cuadrados.
Unas cuadras más adelante está el elegante boulevard Konyushennaya con las tiendas de diseñadores internacionales Prada, Hermès, Valentino, donde los rusos, ya muy alejados del comunismo, se entregan gustosos al lujo capitalista.
En una ciudad tan llena de tesoros y tan grande, los buses turísticos son una opción práctica.
Las calles y veredas anchas y los edificios bajos permiten apreciar la ciudad en todo su esplendor desde lo alto del bus sin techo y escuchar en los auriculares curiosidades a medida que desfilan edificios y monumentos, como la historia de Hitler y el hotel Astoria.
El bus se detiene unos minutos frente al hotel Astoria en una esquina próxima a la catedral de San Isaac. “Fue el primer cinco estrellas de la ciudad inaugurado en 1912”, dice la voz con acento español. Los zares lo mandaron a construir para recibir a los miles de turistas que llegarían en 1913 para celebrar los 300 años de la dinastía Romanov. Allí también se decía que Rasputín, el monje loco, se encontraba con amantes casadas y alardeaba después de sus proezas sexuales.
En 1919, con los zares derrocados, Lenin dio un discurso memorable desde el balcón principal del Astoria. Y, en plena Segunda Guerra, Hitler planeaba dar un gran banquete cuando conquistara Leningrado. Tan seguro estaba de que la ciudad caería, que había mandado a imprimir las invitaciones del banquete en el Astoria.
La ciudad ha tenido también monumentos modernos, aunque efímeros. En 2013 se instaló en la universidad un enorme iPhone de más de dos metros con pantalla interactiva en homenaje a Steve Jobs, pero Vladimir Putin, presidente de Rusia nacido en San Petersburgo, lo mandó a retirar cuando el actual CEO de Apple confesó ser homosexual. Sin embargo, Putin, homofóbico declarado, no ha conseguido asustar a la comunidad LGBT que sigue presente. El teatro Mariinski, sobre el malecón del canal Kryukov, donde funcionó el Bolshói desde 1783, es centro de una gran actividad artística y social.
El boleto para estos buses de doble piso puede combinarse con los botes turísticos que surcan los canales y el río Nevá. El muelle donde se inicia la travesía en estas embarcaciones está frente a la catedral de San Isaac, en Nevá. Este río, de 74 kilómetros de longitud, que desemboca en el golfo de Finlandia, recorre las costas de San Petersburgo a lo largo de 28 kilómetros. Esta ribera y sus embarcaderos forman parte también del Patrimonio de la Humanidad.
En el corto verano, cuando las temperaturas mínimas no son inferiores a los 12 grados, se puede admirar el complejo de seis edificios que incluyen el Almirantazgo, el Palacio de Invierno, el Hermitage y el arco construido sobre el canal Hermitage, recibiendo la brisa del río en la cara. Cuando llueve o refresca, en otoño, las embarcaciones se cierran con un techo y ventanas transparentes.
En invierno, cuando las temperaturas llegan a los 20 grados bajo cero, el Nevá, al igual que todos los canales, se congela. La anchura del río, que en algunos tramos alcanza los 1 200 metros, fue vital para el comercio con otros pueblos del Báltico en la Edad Media. También para las batallas navales, como la que tuvo el príncipe ruso Aleksandre Yaroslávich cuando triunfó sobre los suecos en 1240. Desde entonces lo llamaron el príncipe Nevsky (del Nevá) y su nombre se repitió en la avenida principal y otros sitios.
El barco cruza lo más ancho del río para llegar a la isla Záyachi (de la liebre), donde Pedro el Grande fundó la fortaleza de San Pedro y San Pablo en 1703, dando comienzo a la ciudad como se la conoce hoy. Dentro de la fortaleza hexagonal se encuentran la catedral de San Pedro y San Pablo, donde están enterrados todos los zares, desde Pedro I hasta Nicolás II, y toda su familia.
En verano, los petersburgueses van a pasar el día, sobre todo los fines de semana, y hacen picnics y hasta se mojan los pies en las frías aguas del Nevá. Lentamente, la embarcación recorre el canal por detrás de la isla y la torre campanario de 123.2 metros de altura con una cúpula rematada con un ángel, todo íntegramente dorado, que brilla bajo el sol del verano. Luego vuelve a cruzar el río y pasa por debajo del antiguo puente Prachechny, de 1769, e ingresa en el estrecho río Fontanka, que bordea los jardines del palacio de Pedro el Grande. Justamente prachechny significa lavadero en ruso, porque en esta parte del río las lavanderas solían lavar la ropa del palacio.
Unos minutos más tarde, el barco pasa por debajo del puente Aníchkov, el más famoso de los que atraviesan el río Fontanka, sobre la avenida Nevsky. Pushkin, Gógol y Dostoievski ubican escenas de sus obras en este puente construido en 1841 sobre el original de madera de 1721.
Al igual que la catedral de San Pedro y San Pablo y otros edificios, el primer puente Aníchkov fue obra del arquitecto veneciano Domenico Trezzini, de quien Pedro I era admirador y tiene, por supuesto, su propio monumento. Con el crecimiento de la ciudad, el puente se reconstruyó en piedra y se hizo levadizo en el siglo XVIII, lo que lo convirtió en una de las atracciones más populares de la Nevsky. Cuatro imponentes caballos de mármol con cuatro hombres desnudos sobre ellos ornamentan el puente sobre la avenida.
Con pericia envidiable, el capitán vira la embarcación 180 grados y vuelve por el río Fontanka, dejando atrás el museo Fabergé para ingresar en el río Moika, donde nos esperan otros dos puentes especiales, ambos con el mismo nombre, los Sadovy.
El primer Sadovy está junto al Palacio de Verano de Pedro I, es de hierro pintado de verde y fue construido en 1907 para reemplazar el de madera de 1716. El segundo está a pocos metros, es de 1966 y está hecho de hormigón, pero con importantes ornamentos de hierro antiguo rescatados de otros puentes. En este río, en 1916, fue arrojado Rasputín después de haber sido asesinado por el príncipe Yusúpov, el último y más rico de los príncipes rusos.
De vuelta en tierra, se imponen las compras de souvenirs. Sobre la avenida Nevsky, entre catedrales descomunales y puentes históricos, pululan las tiendas donde venden de a millones las matrioskas, las clásicas muñecas rusas de madera, una dentro de la otra, que pueden llegar a 19.
No se trata de un juego infantil de encastre, sino de un homenaje a la capacidad de la mujer de contener otro ser en su interior. En los mismos sitios también suelen tener vajilla de madera pintada, muy conocida también fuera de Rusia, llamada Jojlomá. Menos difundidos como recuerdos de Rusia son la porcelana tradicional Gzhel y los chales de Pávlovo-Posad.
Otra opción para ir de compras son los almacenes Gostiny Dvor, donde suele haber variedad e incluso precios más baratos. A los rusos les ha costado entender que los turistas busquen souvenirs de la época soviética, pero, metidos en la ley de la oferta y la demanda, algunas tiendas especializadas venden mini-Stalins y mini-Lenins, insignias, gorras militares e incluso chaquetas soviéticas.
De nuevo el metro que parece que lleva a las profundidades del infierno nos deja en la estación Primorskaya. Afuera, la ciudad es otra. Ya es difícil escuchar los compases de Scheherezade de Rimski-Kórzakov o imaginar un carruaje con ornamentos de oro. En la San Petersburgo de paredes lisas, de la arquitectura sin divismos, lo único que se repite son las cabezas rubias, las pieles blanquísimas, los ojos claros de los rusos de todos los días, los que, más allá de los avatares de sus gobernantes, viven sus vidas.