Todo en mi viaje más reciente estuvo condicionado, quizá, por el azar. Me invitan a Seattle y, en un impulso inusual, acepto; para sellar el pacto, compro el vuelo. Al final, sin embargo, me voy sola, pues a mi presunto acompañante se le complica la agenda. Pero para cuando esto ocurre, estoy llena de emociones vacacionales: me importa muy poco no haber escogido ni el destino ni las fechas; nunca he ido a Seattle y, sin haberlo planeado, estoy feliz —para mi propia sorpresa— de viajar sola.
Aunque he hecho breves viajes por mi cuenta, nunca había vacacionado sola, y pese a que tenía años prometiéndome que lo haría, no había ocurrido: siempre se interpuso otro plan u otro viaje en compañía (y siempre hay un buen pretexto, es la verdad, para no hacer lo que secretamente da algo de miedo o cierta reticencia). Así que fue el azar, y no la determinación, lo que de pronto me depositó en Seattle. Era el 1 de marzo, la última bocanada helada del invierno en la Costa Oeste.
Seattle me pareció la ciudad ideal para esta serie de coincidencias. Es muy fácil entender la disposición de sus calles y es prácticamente imposible perderse; la comida —sobre todo la infinita gama de asiática— es perfecta, y la gente es muy conversadora. Aire que huele a mar, llueve un momento y, al siguiente, el cielo azul de luz brillante se llena de parvadas que van hacia algún lado. Toda la felicidad y ligereza que encontré en esos detalles, ahora lo sé, tiene que ver con haber seguido mi propio ritmo; con tomarme un día entero para visitar el museo de arte, porque ése fue el tiempo que me pareció prudente; con caminar muchísimo, sin dirección precisa, y contra el viento helado; con comer desayuno a las seis de la tarde o, en fin, con no tener que negociar con nadie el itinerario (inexistente) del viaje.
Conocí la vida normal de Seattle, o eso creo, durante los primeros días. Pero al ser uno de los primeros lugares en nuestro continente en reportar numerosos casos del padecimiento por el coronavirus, todo cambió de un instante a otro: vi la ciudad llena y, después, vi la ciudad vacía. La vida cotidiana de un sitio que apenas conocía (que apenas conozco) se replegó, y aun entonces fue difícil dimensionar lo que ocurría. Tras un par de días de vagar a solas por los parques y alargar las estancias en cafés y bares, llegó el momento del regreso. Por si las dudas, tomé un taxi al aeropuerto: el conductor me hablaba de confabulaciones internacionales y después tosía: con cada argumento me convencía; con cada tos me disuadía. Regresé a la Ciudad de México y, tres días después, la OMS declaró la pandemia. Parece, y no es verdad, que ha pasado mucho tiempo.