Don en el desierto (o un peregrinaje a Marfa)

¿Vale la pena conducir cientos de kilómetros para ver 100 cajas de aluminio alineadas en un par de bodegas en medio del desierto?

15 Oct 2020

Sólo hay cuatro caminos que llegan a Marfa, un pueblo de 2121 habitantes (de acuerdo con el letrero de la demarcación) en el oeste de Texas. Desde el sur, la Ruta 67 comienza en Presidio, la “ciudad gemela” de Ojinaga, bordea los cerros pelones del Parque Nacional Big Bend y atraviesa los dilatados valles del desierto de Chihuahua, el más extenso de Norteamérica. El mismo camino debieron seguir las familias mexicanas que huyeron de Pancho Villa tras la Toma de Ojinaga en 1914 (razón por la que el 70% de la población de Marfa es de origen hispano).

Desde el norte, la carretera 17 se encuentra con la serpenteante 118 en Fort Davis, un antiguo fuerte de la guerra de Secesión rodeado de dramáticas formaciones rocosas, para descender hasta Marfa (atrás quedan los álamos y los mezquites de la zona montañosa, para abrir paso a los sotoles, las yucas y los espigados ocotillos). Desde el este, la carretera 90 cruza la presa binacional de la Amistad, donde Richard Nixon y Gustavo Díaz Ordaz se dieron un abrazo transfronterizo en 1969, y llegando a Marfa se convierte en la única calle del pueblo con semáforo. Desde el oeste hay que tomar el highway I-10 en El Paso y pasar por el control de la Patrulla Fronteriza, antes de desviarse a la 90. (La temporada de lluvias llegó pronto este año y el desierto está recubierto de un verde desconcertante, como un planeta marciano de tierra cetrina fluorescente.)

Aunque suene paradójico, lo difícil que es llegar a Marfa es una ventaja competitiva.

En total son poco más de tres horas manejando, sin contar las tres o cuatro que —dependiendo del día, la hora y el humor del agente en turno— toma atravesar los 550 metros del Puente Internacional Córdova-Las Américas en Ciudad Juárez, si por error uno decidió emprender el viaje alquilando un auto del lado mexicano.

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Lo difícil que es llegar a Marfa es una ventaja competitiva.

Aunque suene paradójico, lo difícil que es llegar a Marfa (a menos que sea en avión privado para volar directo desde Nueva York o Los Ángeles y aterrizar en el minúsculo aeropuerto municipal) es una ventaja competitiva. Por inaccesible, Marfa ha sobrevivido al cuchicheo de los artistas y las celebridades que invadieron el pueblo en los noventa y los dosmiles (los Chinatis, les dicen los marfianos de cuarta o quinta generación). También por eso ha aguantado la oleada de seudobohemios y el frenesí instagramero que se desató cuando en 2012 Beyoncé posteó en Tumblr una foto suya con la melena suelta, minifalda y un top amarillo eléctrico, brincando frente a la tienda de Prada Marfa. (Que no es tienda ni está en Marfa, pero ya llegaremos a ello.)

Si no fuera porque queda lejos de todo, Marfa estaría asolada de curadores, artistas conceptuales, artesanos Etsy, bandas indie, influencers, beys y modernillos. No le quedaría nada de ese encanto polvoriento que tienen los pueblos perdidos en la árida inmensidad de Texas.

Lo cierto es que Marfa no es como ningún otro pueblo de Texas. Aquí filmó James Dean su última película, la legendaria Giant, dirigida por George Stevens y coprotagonizada por Elizabeth Taylor y Rock Hudson. (El Hotel Paisano, donde se alojaron dichos figurones, está tapizado de parafernalia del rodaje. Vale la pena visitarlo y tomarse una margarita frente a las hermosas fotografías de Jimmy y Liz jugando a las luchas en medio del desierto.)

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Si no fuera porque está lejos de todo, a Marfa no le quedaría nada de ese encanto polvoriento que tienen los pueblos perdidos en la árida inmensidad del desierto de Texas.

También dicen que, desde los 1800, la gente viene a Marfa para atestiguar un extraño fenómeno meteorológico, cósmico o esotérico, según quién lo cuente: las Marfa Lights, misteriosas luces de colores que de vez en cuando aparecen y bailan en el horizonte, en un páramo a las orillas del pueblo. Además, en la última década, Marfa se ha ido poblando de galerías, hoteles, tiendas y restaurantes que podrían competir, incluso en precio, con cualquiera en Nueva York o Los Ángeles.

Sin embargo, lo que realmente marcó un antes y un después para Marfa fue la presencia y la visión de un individuo: Donald Judd, un gigante del arte americano en la segunda mitad del siglo XX. Judd nació el 3 de junio de 1928 en Excelsior Springs, Missouri. A los 18 años se enroló en el ejército y cruzó por primera vez el desierto de Chihuahua, en un autobús que viajaba de Alabama a Los Ángeles, donde se embarcó hacia la guerra de Corea, “a fastidiar al mundo”, como recordó años después. Escribió un telegrama a su madre desde Van Horn, un pueblo a 120 kilómetros de Marfa:

QUERIDA MAMÁ VAN HORN TEXAS. 1260 POBLACIÓN. LINDO PUEBLO BELLO PAISAJE MONTAÑAS – TE QUIERE DON 1946 DIC 17 PM 5 45.

Judd demostró esa misma capacidad de síntesis taquigráfica para deshuesar la realidad en cortes limpios y claros pero cargados de significados complejos, en toda su producción creativa. La encontramos en su escritura nítida e incisiva. Se siente en las líneas perfectas y las formas depuradas de sus muebles. Está presente en sus obras más reconocibles de los sesenta y setenta, “objetos específicos” en tres dimensiones, compuestos a partir de materiales y acabados industriales, salpicados con colores llamativos, que se encuentran en colecciones y museos alrededor del mundo. Pero sobre todo, se vive en su absorbente y mareador esplendor en las instalaciones permanentes de gran escala de su magnum opus marfiana.

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Algunos objetos que Judd coleccionaba siguen sobre la mesa de la biblioteca (tal como los dejó).

Don en el desierto

A principios de los setenta, Judd quería huir de la pose y el ajetreo de Nueva York para dedicarse de lleno a construir su visión total del arte. Para ello necesitaba espacio y claridad, condiciones muy específicas de luz, un entorno adecuado, la posibilidad de aislarse, silencio. Todo lo que sobra en Marfa. Después de coquetear con la idea de mudarse a Baja California, empezó a explorar una alternativa en el suroeste de Estados Unidos. En noviembre de 1971 se acordó de Texas y voló a El Paso para explorar desde ahí el Big Bend. De todos los pueblos de la zona, Marfa le pareció el “más bonito y el más práctico”, así que rentó dos grandes naves en el centro y una pequeña casa a las afueras del pueblo y se mudó ahí con sus hijos. Desde entonces y hasta su muerte, en 1994, Judd se concentró en realizar lo que sería su proyecto de vida: el Marfa Project.

Judd dividió su Marfa en dos partes. Primero, en 1974, compró la cuadra donde se ubicaban los dos viejos hangares militares que había rentado para convertirlos en La Mansana de Chinati/The Block, su recinto privado con espacios domésticos y de exhibición, una gran biblioteca que resguarda sus 13 000 volúmenes, un gallinero, una piscina y una barda perimetral de adobe levantada por constructores chihuahuenses. Ahí Judd realizó sus primeros ensayos de instalación permanente con obras tempranas. Hoy, el complejo forma parte de la Judd Foundation, dirigida por sus hijos Rainer y Flavin.

Desde 1971 y hasta su muerte, en 1994, Judd se concentró en realizar lo que sería su proyecto de vida: el Marfa Project.

Luego, en 1978, con apoyo de la Dia Art Foundation, Judd adquirió las 137.5 hectáreas y los edificios de la antigua base militar Fort D.A. Russell para continuar con su misión. (Como detalle curioso pero relevante, la base se creó en la época de la Revolución mexicana para contener el éxodo de paisanos y vigilar la frontera.) Adaptó sutilmente los espartanos edificios preexistentes —11 barracas en forma de “U”, dos depósitos de artillería, un gimnasio— para alojar obra suya y de un puñado de sus contemporáneos más cercanos: Dan Flavin, John Chamberlain, Robert Irwin, Roni Horn, Ilya Kabakov, Richard Long, David Rabinowitch, John Wesley, Claes Oldenburg y Coosje van Bruggen, Ingólfur Arnarsson, Carl Andre.

En 1986 esto se convirtió en La Fundación Chinati, nombrada en honor a las montañas aledañas. Para Judd, presentar objetos específicos en un espacio inespecífico —como una sala genérica de paredes blancas y luz artificial en un museo o galería— era un sinsentido. Una obra debía integrarse completa y activamente a su entorno, y permanecer en él: como el arte sacro en las iglesias antiguas.

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The Block es el recinto privado donde Donald Judd vivió y trabajó durante 20 años en Marfa.

Presenciar las 100 obras en aluminio de Donald Judd sí tiene algo de epifanía. Dentro de las viejas naves rectangulares de concreto y ladrillo aparentes que alguna vez retuvieron a 200 prisioneros de guerra alemanes (Judd dejó intactas un par de inscripciones en los muros: DEN KOPF BENUTZEN IST BESSER ALS IHN VERLIEREN, usar la cabeza es mejor que perderla), la luz ofuscante del desierto golpea los ángulos variados de las cajas metálicas y se refracta en una miríada incandescente de intensidades y tonalidades. Todo baila. Contra el embate del calor, el techo cruje y truena.

La luz ofuscante del desierto golpea los ángulos variados de las cajas metálicas y se refracta en una miríada incandescente de intensidades y tonalidades.

Las esculturas cobran vida y se desplazan tanto de su lugar, que se tienen que realinear periódicamente. Por la ausencia de ornamento o de sobrante, cualquier bicho minúsculo —una fila de hormigas coloradas, un azotador, una araña ermitaña— adquiere un protagonismo monstruoso. Toda sensación de límite espacial se pierde, como el horizonte texano, en un espejismo contenido donde, según el instante del día o el ángulo desde el que se observa, cada caja de aluminio se vuelve paisaje, muta en un hondo y negro vacío, brinca como fulgor resplandeciente, desaparece como un fantasma olvidado.

Algo parecido sucede con sus estructuras de concreto de 2.5 x 2.5 x 5 metros, ruinas prematuras repartidas a lo largo de un kilómetro en un pastizal. O las enigmáticas combinaciones de color de las instalaciones neón de Flavin. (Me viene a la cabeza lo de See Mystery Lights.) O las imponentes esculturas de automóviles prensados de Chamberlain, desperdigadas en lo que fue un almacén de lana mohair con paredes de adobe, como bolas de estambre de lámina de una belleza violenta. O el umbral místico entre el lado oscuro y el lado luminoso de la instalación/edificio de Robert Irwin, construida sobre la huella de un hospital militar. Ninguna de estas obras podría existir en otro sitio. No serían lo que son en otro lugar que no fuera estas viejas estructuras desnudas rodeadas del paisaje feroz y los cielos bíblicos de Texas. En Marfa, Judd se convirtió en pionero y profeta modernista. Al crear un santuario para el arte americano de la posguerra, resucitó a este minúsculo pueblo, le dio una nueva vida.

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Una escultura de automóviles prensados de John Chamberlain.

Marfa después de Judd

Si uno teclea “Marfa” en el buscador de imágenes de Google, lo primero que aparece no es Donald Judd, sino una serie de imágenes bizarras de una tienda de Prada perdida en la nada. Prada Marfa es una instalación de Elmgreen & Dragset (un dúo multidisciplinario de escandinavos afincados en Berlín) que se construyó en 2005 por encargo de la Art Production Fund de Nueva York en colaboración con Ballroom Marfa, la organización independiente de arte más filosa y activa de Marfa. Ubicada en el pueblo de Valentine, a 58 kilómetros de Marfa, esta peculiar “escultura viva” se imaginó como una mezcla entre marcador de carretera, instalación de Land Art y sentencia jocosa al consumo conspicuo. La pieza ha causado furor, para bien y para mal: ha sido venerada, vandalizada, restaurada, replicada y retratada ad nauseam.

¿Qué tiene que ver Prada Marfa con la visión de Donald Judd sobre Marfa? Nada. Sólo que una no existiría sin la otra. El legado imprevisto de Judd es igual de poderoso que su cuidado y controlado legado artístico. Don jamás pensó que, algún día, Marfa competiría con Brooklyn por el título de capital global hipster. No me imagino a Judd desembolsando 595 dólares por un par de botas “minimalistas”cosidas a mano con máquinas de la década de los cuarenta (en Cobra Rock), 300 dólares por una sesión personal de “travesía aromática” y un roll-on de cinco mililitros de perfume personalizado (en Nagual), 180 dólares por un kimono con diseño de franjas de sarape (en la tienda del camping de lujo de El Cósmico), 108 dólares por un cojín oversized de lino inspirado en frazadas bolivianas (en Garza Marfa), 69 dólares por un sombrero de palma diseñado en Marfa pero fabricado en Oaxaca(en Communitie), 40 dólares por un llavero moteado de piel de vaca (en Marfa Book Company) y ni siquiera 10 dólares por una barra de jabón orgánico infusionado con té Laspang Souchong (en Marfa Brands).

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Si uno teclea “Marfa” en el buscador de imágenes de Google, lo primero que aparece no es Donald Judd, sino una serie de imágenes bizarras de una tienda de Prada perdida en la nada.

Me pregunto si Don se animaría a pedir un carpaccio de antílope con aceite de salvia y chips de tupinambo (en Cochineal) o un ceviche de callo de hacha con leche de coco, habanero, zacate limón y gengibre (en Stellina) para cenar. O si podría deleitarse con unas ostras traídas de Massachusetts y la versión más decadente posible de los dorilocos —Fritos con Texas Caviar (una especie de pico de gallo Tex-Mex) y caviar negro de Osetra— mientras el tecladista de Beck toca una melodía bipolar entre un sintetizador y un majestuoso Steinway de caoba rojiza (en The Capri). De acuerdo, quizás esto último sí me lo imagino. (Judd tenía su lado excéntrico, gourmet y festivo, era fanático de las gaitas, de las mezclas de especias de Dean & DeLuca y de los barbecues comunales a puerta abierta.)

¿Qué queda de Marfa después de Donald Judd? A 25 años de su muerte, una tercera ola cultural ha puesto a Marfa en el mapa y en la imaginación de miles de visitantes. Muchas personas llegan aquí buscando algo profundo: una sacudida existencial. Otras sólo buscan la selfie perfecta para presumir al mundo. Otras tantas pasan por estas calles y estas vías y estos descampados sin parar siquiera un segundo, buscando refugio, esperando no acabar en alguno de los campamentos de detención de inmigrantes de la zona. (En Ballroom Marfa vimos una exposición con coyotes robóticos que a través de sensores perseguían a las visitas. También refugios geodésicos fabricados con las mallas de gallinero que bardean los campos de internamiento y las mantas isotérmicas plateadas con que se cubren los migrantes detenidos.)

Mientras tanto, nosotros buscamos refugio del calor y la sobrecarga estética en el Lost Horse Saloon, que parece ser el único lugar en Marfa donde todas las tribus del pueblo (los mexicanos, los cowboys, los estudiosos de Judd, los hipsters, los turistas) se encuentran. La primera vez que entramos al lugar eran las 16:00 en martes, y el resto del pueblo estaba cerrado. Cruzamos por un empedrado de corcholatas y un camión amarillo chillón baleado, atraídos como moscas al letrero neón rojo encima de la puerta que anunciaba BEER.

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Izquierda: el Hotel Paisano se construyó en 1930 como un edificio estilo hacienda, hoy considerado como patrimonio histórico. Durante mucho tiempo, fue el hotel más lujoso entre El Paso y San Antonio. Derecha: Lost Horse Saloon es el lugar de reunión de todo Marfa (locales y viajeros por igual).

El bar estaba vacío. Nos acercamos a pedir un trago y platicar con el chico de la barra, Mike, que parece galán antihéroe salido de una película de Larry Clark. Le preguntamos qué pensaba de la nueva Marfa. Nos contó que las rentas estaban por los cielos y que cada vez más se sentía como Austin, ciudad que detesta; que el Lost Horse antes se llamaba Joe’s y era más como cantina mexicana, con cumbias y tejano music; que ahí habían tocado los Texas Tornadoes y hasta Selena; que al día siguiente era la extravaganza musical del 4 de julio y que todas las bandas locales iban a tocar en vivo —el grupo punk de su hermano, una chica blanca con un ukelele, un rapero vaquero— y que teníamos que venir.

Empezó a sonar una canción acordionera en espanglish (Hey baby qué pasó/no que yo era tu vato / Hey baby, qué paso…) En eso llegó una mujer de cierta edad, con el cabello ultracorto. Mike la presentó como la legendaria Siria “Sid” Acosta, una activista marfiana de quinta generación. Sid pidió una cerveza en un vaso topado de hielo y nos empezó a contar su historia. Que desde la época de sus abuelos ha vivido en Sal Si Puedes, un barrio pobre mexicano a las afueras del pueblo, que se inunda cada vez que llueve y que resulta es donde Judd rentó su primera casa en Marfa. Que estudió en la Blackwell School cuando los mexicanos de Marfa estaban completamente separados de los anglos, y tenían su propia escuela, cementerio, supermercado y salón de baile (que es justo el edificio que hoy ocupa Ballroom Marfa). Que los hispanos estuvieron segregados en Marfa hasta mediados de los sesenta, y las maestras de Blackwell castigaban a cualquier niño o niña que se atreviera a hablar en español. Que ella todavía lo habla. (De hecho fue la única persona en Marfa con quien hablamos español.) Que para ella lo bueno de los cambios en Marfa es que ahora se come mejor.

La noche siguiente volvimos al Lost Horse, pero llegamos tarde y la extravaganza ya había terminado. Ahora sí parecía que todo el pueblo estaba aquí. No encontramos ni a Sid ni a Mike, pero reconocimos a su hermano entre la marabunta. También a Jeff, nuestro guía de la Judd Foundation, que iba con su novia francesa, y a Elise, directora de la estación local de Marfa Public Radio, que nos había hecho plática ese día comiendo en la barra comunal de Stellina y se nos había pegado a una magnífica aventura improvisada por nuestros nuevos amigos Virginia, una de las fundadoras de Ballroom Marfa, y Rocky, el chef de The Capri: una carrera contra el sol para ver el atardecer en su paraje preferido.

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100 obras en aluminio de Donald Judd es una de las instalaciones permanentes de arte de la posguerra que se encuentran en La Fundación Chinati.

También andaban por ahí un par de directores de galerías, becarios de La Fundación Chinati, una pandilla de motonetos vecinos de tipi en El Cósmico, nuestro mesero queer del Cochineal y un par de turistas del Midwest que parecían seguirnos a cualquier sitio donde fuéramos en el pueblo. En punto de las 23:00, el dueño del bar —un arrugado y severo cowboy con sombrero y un parche negro de piel tapándole el ojo izquierdo— empezó a gritarnos y nos echó a todos del bar.

Nos vimos en la penosa situación de tener que caminar hasta el hotel, atravesando medio borrachos un hondo y negro vacío, sin poder ver nada alrededor nuestro: ni las vías del tren, ni la estación de la Patrulla Fronteriza a nuestra izquierda, ni los bloques de concreto de Judd a nuestra derecha. Colapsé dentro de mi trailer Airstream obsesivamente restaurado, enfundado en un duvet supersuave de sarape de 250 dólares, tratando de entender cómo un neón amarillo con un fondo azul da una luz rosa, pensando en las luces misteriosas que bailan en el horizonte infinito, esperando no perder la cabeza y soñar con James Dean.

Gracias a Gerardo Sarur y a Michel Heredia por sus consejos, contactos y ayuda invaluables.
Agradecemos también el generoso apoyo de la Judd Foundation y The Chinati Foundation para la realización de este reportaje.

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