San Miguel, el ángel beat

Soñadores, sibaritas, alquimistas, artistas, viajeros e historias de vida. ¿Qué tiene San Miguel de Allende que reta la cordura?

06 Nov 2017

Aquí se siente una vibra psicodélica. Personajes de una novela beat se aparecen en sus esquinas y guían al curioso por un viaje extravangante y literario. En la estación de tren de San Miguel pienso en Neal Cassady, el “Dean Moriarty” de En el camino de Jack Keoruac; el héroe de los versos de Aullido de Allen Ginsberg; el salvaje de corazón que en los años cincuenta despertó a la generación de la posguerra con su forma intensa de vivir y sus viajes de Nueva York a Frisco retorciéndose a ritmo de jazz, mariguana, sexo y alcohol.

Neal Cassady llegó a San Miguel de Allende para terminar sus días congelado en los rieles de esta estación del tren, una fría madrugada del 4 de febrero de 1968 cuando regresaba de una fiesta.

Aquella fue una boda intensa. Ya desde entonces la pequeña colonia extranjera organizaba bacanales loquísimas que eran la comidilla del pueblo. ¿Quién podría saber que aquí, en estas vías, se extinguiría la leyenda viviente de la generación beat?

En esos años, Cassady llevaba una exitosa vida literaria paralela en los libros de Kerouac, Allen Gingsberg, Charles Bukowsky, William Bourrougs y Tom Wolfe. Aparecía hasta en los reportajes gonzo de Hunter S. Thompson.

Lo mitificaban como el gurú del desmadre, el errante ebrio que se enfrentaba a la policía junto a los Hell’s Angels, el chofer cowboy de un autobús psicodélico lleno de hippies artistas, el “vago sagrado” que busca la iluminacion en el salvaje México. Los había inspirado a todos con su loca personalidad y, sin embargo, no aprovechó su fama más que para seguir rodando.

A fines de los sesenta San Miguel de Allende apenas tenía 30 mil habitantes, sólo dos sitios de taxis y una docena de policías. Las fiestas eran a puertas abiertas, no había tráfico, ni robos ni otros delitos. Era ese pueblito pintoresco donde Cantinflas dio vida al Padrecito y los días se medían por el sonoro silbato de la fábrica La Aurora.

¿Cómo pudo pasar desapercibido? Hoy la estación está cerrada. No hay ningún convoy a la vista, pero un río de autos y camionetas cruzan el paso del tren y levantan polvaredas, ya sea que entren a la ciudad o salgan a Dolores Hidalgo.

Sí, pienso en Neal Cassady. El tipo de ojos azules, bien parecido, mirada seductora y divinamente promiscuo al que Jack Kerouac pirateó su forma de escribir para conseguir hacer de En el camino su best seller.

Nada volvería a ser igual después de eso. ¿Ronda todavía su alma beat en San Miguel invitando a todos a vibrar y vagabundear?

En la estación de tren el tiempo parece quedar encapsulado en la página de un libro. Alguno de esos borrachos escritores beat ya escribió el final del Neal Cassady de ficción, pero el real aún no ha llegado a su destino.

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El arcángel Miguel, el Comandante General de los Ejércitos de la Luz, parece que vuela suspendido sobre el altar de su Parroquia como apuntando con su espada directo al corazón del demonio.

Al guerrero alado hay que presentarle respetos si se quiere que azuze a los espíritus beatniks de la ciudad. Eso cree Napoleón. Entrado en canas, ojos claros, alto y delgado. Está sentado plácidamente en la sala de su casa en el barrio del Mercado de Artesanías, de frente al frondoso pirul del patio, donde sus nietos juegan con gatos, perros y gallinas.

Pronto se transporta a los sesenta. En esos años llegó a vivir a San Miguel para convertirse en juez municipal y poco después, en criminal.

—Nadie más te lo dirá, pero yo lo veo a diario. San Miguel acelera el karma de todos los que llegan aquí. Yo mismo sufrí esos cambios radicales; venía casado y de juez, y terminé divorciado y hasta a la cárcel fui a dar. San Miguel me dijo: “Órale, a cumplir, señor Napoleón y si usted no cumple, entonces yo lo ayudo”.

¿Le habrá pasado lo mismo a Neal? ¿Vino de nuevo en un viejo auto robado y cruzó la frontera ansioso, boquiabierto? Había al fin llegado a tierra mexicana, mística, salvaje y alucinante.

En el Jardín Principal, donde ahora están los cajeros automáticos, se le solía ver en su hoyo favorito, La Cucaracha, el que los locales recuerdan como “el bar más chistoso del mundo” porque era un cuartucho pequeño con un tapanco, pero muy popular entre los expats, la mayoría veteranos de guerra que emigraron atraídos como por un imán.

Ahora todos se juntan en el Hank’s. La barra luce atiborrada de elíxires y sedientos comensales, que no dan tregua al bartender y conversan en inglés. El anfitrión departe con todos, pasa de mesa en mesa saludando y finalmente se sienta con el escritor James Polombo, cronista de los bajos mundos neoyorkinos.

Polombo tiene prisa, usa lentes oscuros pero no consigue pasar desapercibido. Fuma su último cigarrillo antes de salir pitando al aeropuerto, pero se detiene a charlar. Le intriga nuestra búsqueda de la sombra de Cassady, “el gran exponente de nuestra jodidez”, y se va entusiasmado porque aún hay quien se preocupa por las piedras rodantes. Es curioso ver cómo todavía vienen a San Miguel a curar “heridas de guerra” o a despertar sentidos adormilados.

Sobre Insurgentes, atrapado en el tránsito a bordo de su motocicleta Triumph, el neoyorkino Jesse Patrick se asa dentro de su chamarra de piel gruesa. Lleva meses recorriendo el continente desde que decidió quemar sus naves y dejar su empleo de bartender en Nueva York para rodar hacia Cusco. Este carpintero treintañero y ojiverde con pinta de leñador lleva una enorme mochila y a los lados dos cajas donde guarda sus herramientas de trabajo.

En una de ellas está escrita una oración en español donde invoca protección de “La Espíritu Santo”, convencido místicamente de que la fuerza femenina es más benévola con sus hijos agradecidos. Aún duda si quedarse en San Miguel, es un hombre en busca de sí mismo y acostumbrado a la soledad.

Por un momento sólo permanecemos en silencio mirándonos, reconociéndonos. No sabemos todavía que el fantasma juguetón de Cassady nos ha conectado.

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Con un tercio de la población local procedente de otros países, “algunos de los cuales se sienten más mexicanos que los mismos mexicanos”, en San Miguel ya no les sorprende ningún recién llegado. Cosmopolitas y eclécticos, los nuevos salvajes de corazón vienen a la que llaman “la mejor ciudad del mundo” en busca de la sabiduría ancestral, la medicina alternativa, la comida orgánica, las escuelas activas, el arte contemporáneo y el amor.

Japoneses que estudian joyería, alemanas que aprenden partería, holandeses que se convierten en corredores de arte, polacos coleccionistas de posters vintage, mexicanos que evolucionan conservando su tradición. En el Pasaje Allende, el más antiguo de la ciudad, la pareja de treintañeros Valeria Tamayo y Andrés Barreiro, es un ejemplo de la renovación generacional de San Miguel.

Abrieron Nido, una tienda de diseño de muebles para niños que revalora y reinterpreta el trabajo de los artesanos mexicanos del mimbre, la felpa y la madera, y es sensible a las necesidades de una familia moderna. Descubrieron así un gran nicho en el diseño de muebles y comienzan a catapultarse en ferias internacionales de diseño.

—No es una moda, aquí siempre se ha querido detener el tiempo, dice Maye, una acapulqueña que llegó a San Miguel por amor.

Hace dos años que se dedica a organizar bodas; les imprime el sello de la localidad involucrando a los artesanos del mercado en el banquete, la decoración, la música, la mojigangas, todo. No, no sabe nada de aquella boda apoteósica de Neal, en la psicodelia del 68, pero seguro se dedicaron a ofrecer mezcal sin descanso, como ella lo hace ahora.

En el localito que resume el “sueño de su vida”, el café Garambullo, Maye recuerda esas viejas calles de Aldama y Chiquitos que conservan todavía el empedrado original, y por donde su enamorado sanmiguelense la llevó a caminar cuando se conocieron.

En el Jardín Principal muchos leen el periódico, toman café, pintan, charlan amenamente y miran pasar la tarde. Hace quince años que se nota un cambio de turismo, y rubros como la joyería, la hostelería y el arte renovaron su oferta.

La joyera María Bracho lo celebra desde la galería colectiva Izamal.

Entre la sobreoferta de collares, anillos y pulseras e incluso la competencia de diseñadores-marca como Daniel Espinosa y William Spratling, Bracho ha destacado por sus insólitas mezclas de materiales: cemento con oro, cobre con canvas, polímeros que se convierten en plata, vidrio y telas que se integran en la pieza. Hay quien hace brazaletes de hierro, el menos puro de los metales, con diamantes y platino. En esta tierra de joyeros ya no es el valor del metal sino el tamaño del atrevimiento lo que los distingue.

Tras sortear calles empinadas, doblando sin ton ni son en callejoncitos, se abre a los curiosos el más grande cofre del tesoro polaco, más allá de la pequeña vitrina con recortes de revistas femeninas estilo pin-up. Ese es el gancho del cinéfilo Marty Rosenberg para atrapar clientes en su tienda de Vintage Posters.

Este polaco, avecindado desde hace 11 años en San Miguel, comparte gustoso sus “joyitas”, como llama a la extensa y completa colección de pósters que en la época soviética se hacían ex profeso para películas occidentales.

El arte gráfico entonces era en verdad apreciado como una de las bellas artes de Polonia, así que el curioso quedará boquiabierto cuando descubra los carteles de El Peñón de las Ánimas, junto a los de Metrópolis, o los clásicos del cine mundial.

Por la noche, en el íntimo escenario del Tío Lucas, Robert Kaplan, alias Bobby Kapp, improvisa en el piano su célebre El Güero Azul, una pieza en honor a su apodo mexicano, que describe bien el blues que lleva dentro. Víctor Monterrubio aporrea su batería y Antonio Lozoya pellizca sin cesar las cuerdas de su bajo dando forma al jazz, el lenguaje oficial de San Miguel.

Kaplan toca como poseído. Hizo bien en escapar de casa muy joven trepado en un viejo Dodge con un kit de percusión Ludwig en la cajuela. Tocó blues en Virginia, estudió música en Berklee y vivió la vida nocturna del “jazzindario” del lado sureste de Manhattan, donde se forjó un estilo, tocando y cantando con Gato Barbieri, Noah Howard, Marion Brown y Dexter Gordon.

Sin emabrgo, Bobby Kapp confiesa que sólo en San Miguel aprendió lo que es “improvisar de verdad”, como cuando descubrió que con un pedazo de trapo podía hacerse un cinturón de seguridad para su “vocho”.

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Entonces ¿es verdad que estamos viendo a las mejores mentes de esa generación beat destruidas por la locura? En Bellas Artes, como todos llaman al Centro Cultural Ignacio Ramírez “El Nigromante”, la escritora y restauradora Carmen Rioja parafrasea la frase inicial de Aullido de Allen Ginsgberg, mientras observa con nostalgia ese retrato de Jack Kerouac: boina, camiseta a cuadros y mirada retadora, que cuelga en el centro de la celda del ex convento donde organiza desde hace diez años el Encuentro Internacional de Escritores (para más información visita festivalescritores.org). En cada rincón de esta escuela de arte alguien deja volar su imaginación.

En el patio se escucha un coro y bajo sus arcos hay pintores y escultores trabajando. Carmen dice que San Miguel inspira a crear, pero el holandés Alcides Forte pone en duda el cliché de ser “una ciudad de artistas”. Para él, aún no nace ese artista local que eleve el prestigio artístico de la ciudad. Una muy pequeña galería fue el comienzo de su fructífera relación con el maestro oaxaqueño Alejandro Santiago (1964-2013), llamado por algunos “el gestualista comunitario”. Así inició su red de galerías Nudo.

Artistas como Guillermo Olguín, nuevas propuestas de mix media como la de Rogelio Manzo, las del oaxaqueño Sabino Quisú, que pinta con humo de antorchas y velas, o la obra del defeño Mauricio Sandoval, llenan ahora las paredes. Es un método arriesgado pero que a Alcides le satisface más que vender lo mismo que todos.

Los espejismos y mitos de esta ciudad se desvanecen, y mientras la noche se acerca se multiplican las advertencias de los locales.

—Ten cuidado con lo que pides, en los rincones oscuros de la noche sanmiguelense se han perdido varios espíritus aventureros.  Si eso es cierto, entonces también podríamos encontrarlos. O eso esperamos.

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En la esquina del Cumpanio aparece el motociclista espiritual Jesse Patrick. Lleva un lápiz atorado en la coleta de su pelo y ha salido a dar un paseo por esta ciudad después de tomar su primer baño en un mes, de modo que está dispuesto a dejarse llevar por los duendes traviesos de San Miguel. Así puede llamarse a Anado McLauchlin y Richard Schultz que, vestidos en coloridos trajes, asemejan un par de maharishis que dejan sonrisas a su paso.

En cierta forma son los herederos de esa intensidad beat. Su Casa de las Ranas, en La Cieneguilla, a unos 20 minutos, guarda la Capilla de Jimmy Ray, una galería de arte inusual que mezcla el collage, el ensamblaje, las artes decorativas y hasta la jardinería.

En donde definitivamente sí se traspasa una puerta dimensional es en el Gato Negro. Esta angosta cantina de dos pisos y terraza tiene una vieja estantería de madera blanca y percudida, que se ha vencido de un lado y hace creer que se está más borracho de lo normal.

Parece el bar de la casa del Tío Chueco rocker, pues en las paredes cuelga toda la parafernalia sesentera, una sobredosis de pósters, pinturas, fotos y figuras de The Beatles, Jimi Hendrix, The Doors y sobre todo de Marilyn Monroe.

No es esa barra que todavía conserva en el piso la canaleta por donde se ahorraba a los asiduos la molestia de “desaguar”, sino la rocola acomodada a su lado la que atrapa las miradas de los recién llegados. Listas escritas a mano con lo mejor de “yimi jendris”, “dip purpel”, “gustok” y “trisol in mai maind” son parte del encanto kitsch de este mueble alrededor del cual todos gravitan.

Uno entiende inmediatamente por qué atraería a espíritus salvajes como Neal Cassady. ¿Cuántas cartas habrá escrito aquí, obnubilado por el humo y el alcohol, contándole a sus amigos sobre mujeres voluptuosas, o vírgenes ingenuas a las que tomaba en un santiamén en el baño del bar? Era el adonis de Denver.

Pero las palabras no eran lo suyo. Neal llevaba años tratando de acabar su autobiografía y muchas veces se quejaba de “escribir oración tras oración, sin poder estructurar nada más allá de eso”.

¿Qué diría hoy al enterarse de que su mítica carta (La carta de Joan Anderson que “inspiró” a Kerouac) acaba de ser rescatada 65 años después del basurero de la historia, en el archivo muerto de una vecina del editor? La han llamado “el santo grial” de la literatura beat, una verborrea hiperactiva sobre ligues y borracheras en 1950, que incluso el mismo Cassady podría haber copiado de John Clellon Holmes, el autor de Go, otro de los clásicos de la literatura beat.

Los hipsters neoyorkinos están vueltos locos con el que llaman “el descubrimiento literario del siglo”, pero aquí en San Miguel, el espíritu psicodélico e hiperactivo de Neal Cassady se pasea sin reflectores. Nadie sabe bien a bien lo que vivió esa noche, nadie se acuerda. Un borracho bromista escribió el último capítulo de su vida y lo volvió mitología.

En un limbo entre la fantasía y la realidad, como si con él todo un pueblo viviera en un libro, Neal Cassady aún sigue en el camino.

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