Este texto se publicó originalmente en el número 5 de Travesías, en diciembre de 2001.
A unos 15 minutos de Mazunte, tomando un camino de terracería en el que constantemente se atraviesan gallinas, cerdos, perros y patos, se llega a La Ventanilla, una comunidad integrada por unas 25 familias totalmente adoctrinadas en su misión ecológica. No es en vano, pues varias veces han intentado arrebatarles territorios para hacer complejos turísticos. A pesar de que la playa es sorprendentemente virgen, de que la arena es casi negra por la abundancia de hierro y de que es factible rentar cabañas para pasar la noche, el atractivo del lugar radica más bien en las lagunas de manglares en las que se pueden observar iguanas, tortugas, garzas reales, garzas tigre, cormoranes, martines pescadores, patos cuello de culebra y otras muchas especies.
El paseo en lancha dura una hora y media, aproximadamente, y se surca tranquilamente una preciosa laguna en la que uno nadaría muerto de la felicidad si no fuera porque hay unos 150 cocodrilos acechando en sus aguas. Los guías insisten en que los reptiles están tan bien alimentados que no les interesa en lo absoluto comerse a los humanos, es más, según ellos, les dan asco. En dado caso, no es nada recomendable zambullirse y es preferible tomar todas las precauciones posibles. Uno de estos saurios llegó a medir tres metros cincuenta y seis centímetros. Se les ve nadando discretamente o acostados en la orilla de la laguna, una experiencia inolvidable.
Al centro de la laguna se encuentra un islote que gracias al esfuerzo de los cooperativistas ha sido acondicionado como vivero para la reforestación del manglar; caminan por ahí como si nada puercoespines, tejones, osos hormigueros e iguanas verdes, pero la principal novedad del lugar es el criadero de cocodrilos neonatos, en donde es posible ver ejemplares de diversos tamaños, tocarlos, jugar con ellos o darles un besito. Son animales encantadores siempre y cuando midan 15 centímetros o menos. En la isla se ofrecen mariscos, bebidas múltiples y hay hasta tienda de recuerdos.
El mar de Ventanilla no es precisamente manso, y para abordarlo se requiere pericia, instinto aventurero y la constante supervisión de un salvavidas. Hay ocasiones sin embargo en que es perfectamente seguro bañarse en sus aguas, pero habrá que cerciorarse de tal cosa preguntándole a los anfitriones, que están siempre dispuestos a resolver cualquier duda. No obstante para los menos aguerridos, un paseo a caballo o una caminata por la playa es más que suficiente, admirando la belleza de las formaciones rocosas que originaron el nombre de este lugar.
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