Madagascar es una gran isla africana en el más amplio sentido de la palabra. Es la cuarta más grande del mundo después de Groenlandia, Borneo y Nueva Guinea. Su tamaño se compara con el de España y Portugal juntos y es uno de los últimos paraísos de la biodiversidad, esa nueva manera de medir a los países según su poder de destrucción o conservación de especies animales y vegetales.
Es también la oportunidad para abandonar certezas occidentales y volver a casa con un puñado de preguntas. Aquí nada es lo que parece. Si bien la isla se sitúa a 416 kilómetros de Mozambique, pertenece al continente africano y el 95% de sus 22 millones de habitantes son negros.
Los primeros pobladores llegaron del lejano oriente, más precisamente de Siberut, la más grande de las islas Mentawai, en Indonesia, ubicada a 5 500 kilómetros de distancia. Con ese dato uno comprende, entonces, la rara mezcla de rasgos orientales en peatones, vendedores y choferes.
Tal vez los indonesios trajeron entre sus ropas su creencia oriental en el yin y el yang, la cual plantea que todo es bueno y malo al mismo tiempo. En Madagascar hay verdaderas estrellas de la biodiversidad, como el centenar de especies de lémures, las seis variedades de baobabs y casi todos los grupos de camaleones que existen sobre la Tierra, pero también es uno de los diez países más pobres del planeta, donde el 90% de la población vive con menos de dos dólares al día.
Pobreza y amenaza a la biodiversidad se tocan. Es la falta de fuentes de energía modernas lo que lleva a la población a cocinar y calentarse con leña, lo que explica en parte la tala de árboles y dispara un efecto dominó: lémures, camaleones y otros bichos menos estelares se quedan sin hábitat.
Madagascar enfrenta un gran problema de desertificación de sus bosques nativos: magníficas tecas, ébanos, palisandros, almendros y baobabs, entre otros, son talados indiscriminadamente no solo para convertirse en carbón vegetal, sino para ser vendidos ilegalmente, sobre todo a China, y para dejar lugar a los arrozales y a los cebúes. Entonces surge la primera pregunta: ¿es más importante el hábitat de los lémures o un arrozal para alimentar a una población con pocos recursos?
Todo esto se intuye desde la ventanilla de la combi, en el trayecto del aeropuerto de la capital del país, Antananarivo –a la que llaman Tana–, al hotel. Un bautismo del África más pobre, de una pobreza que no conocemos en América. Las calles sin banquetas y con un asfalto lleno de baches están atestadas a toda hora por una multitud que va y viene cargando niños en los brazos y bultos sobre sus cabezas y espaldas. En Antananarivo se mezclan los autos viejos con los carros tirados por bueyes; cruzan la calle perros y gallinas, pero en ese caos de hombres y bestias impera un orden visible.
Nadie se atropella ni se insulta, todos avanzan como si hubiera una coreografía secreta, y parece un milagro que no ocurran accidentes ni desmanes. Una de las misiones diarias de los dos millones de almas que viven en Antananarivo es buscar agua. Por eso deambulan con bidones amarillos de ocho litros que llevan hasta los puntos de agua donde pagan por llenarlos.
También van a duchas públicas que cuestan. Otra de las tareas cotidianas es buscar carbón vegetal para cocinar, ya que solo las clases pudientes cuentan con gas envasado además de agua potable.
El comercio frenético se limita a vender lo que les cabe en las manos. Improvisados puestos, levantados con dos maderas a lo largo de las calles y en el frente de las casas, exhiben primorosamente desde caños de PVC para plomería, hasta pasteles dulces y huevos, y se intercalan con gente que ofrece sus servicios en la calle: un bicicletero munido de herramientas y repuestos o un peluquero con sus tijeras y rasuradoras.
Antananarivo está construida en un área de cerros de entre 900 y 1 500 metros cuyas laderas están en parte desnudas, en parte cubiertas por eucaliptos y pinos; mesetas en forma de terraza y vegas, algunas convertidas en arrozales. Analamanga, la colina más alta, que significa “bosque azul”, fue el nombre con el que los primeros habitantes, los vazimbas, nombraron a la ciudad.
Esta tribu fue perseguida por el rey Andrianjaka, que construyó en la cima una cabaña modesta y la rodeó de algunos guerreros deseando que fueran mil. Antananarivo quiere decir justamente “ciudad de los mil”. Vencidos los vazimbas, Andrianjaka reinó desde 1610 hasta 1630 y su modesta cabaña se convirtió, con los siglos, en el Palacio de Rova, hogar de la dinastía merina. Rova, que en malgache significa muralla, hoy es un palacio de ocho edificios, entre ellos una prisión militar, un templo y tumbas de la realeza.
Sin embargo, el Rova es más conocido como el Palacio de la Reina, para recordar a la inolvidable soberana Ranavalona I, que mandó a matar a casi la mitad de la población durante su mandato entre 1828 y 1845. Por su maldad legendaria se le comparó con Calígula. Toda la estructura interior del palacio fue arrasada por un incendio en 1995 y, pese a que la UNESCO lo incluyó dentro del Patrimonio de la Humanidad, aún continúan las restauraciones. De todas maneras, la estructura exterior es imponente, igual que la vista panorámica de Tana que se aprecia desde los alrededores.
A pocos metros del Palacio de la Reina, una princesa moderna, Fabiola Deprez, fue contra toda lógica y siguió sus sueños. Hija de un belga y una malgache, es alta, blanca, bella y enigmática. Dejó las comodidades de París, donde vivió 13 años y compró una casa de 1930, hogar de los músicos de la reina Ranavalona III. Pasó los siguientes tres años reciclándola hasta abrir Lakonga, un hotel de cinco habitaciones.
A pesar de que se parece mucho a una espléndida mujer parisina —con su pelo largo, sus ojos claros, su ropa vaporosa—, Fabiola se aferra a su identidad malgache y no hizo de su hotel un rincón francés. De entre los recuerdos de su tío rescató portadas de diarios y fotos históricas de la convulsionada vida malgache del siglo XIX, con las que hizo cuadros, y echó mano de muebles de otros familiares —hasta la cama de recién casados de sus padres para la habitación Barroque— para ambientar la casa.
Su identidad local se advierte, sobre todo, en esa resignación suave que se ve en su mirada, en la convicción profunda de que su país no mejorará jamás. Sin embargo, allí está, decidiendo si prepara tarta tatin o pastel de zanahoria y jengibre para acompañar el té de la tarde.
Compartir con ella un jugo de guayaba recién exprimido con una porción de pastel delicioso, en las mesitas de hierro de la terraza con vistas a Antananarivo, es comprender también a este país fantástico y desolador.
En las afueras de la capital, a apenas 138 kilómetros por la ruta nacional dos, conocida como ruta Tamatave, nuestro guía en español, Jaon Razafimahefa, nos promete vida salvaje en el Parque Nacional Andasibe Mantadia. El camino sube y baja, lleno de curvas, entre arrozales en el llano o en terrazas sobre las colinas, e hilvana pueblitos levantados junto a la vía de ferrocarril de trocha angosta que no ve correr un tren desde hace décadas.
El más populoso es Moramanga, donde, como en Tana, las calles están llenas de niños. “Los malgaches tienen en promedio seis hijos; aunque el gobierno insiste con campañas de control de la natalidad, siguen naciendo muchos bebés”, acota Jaon. Moramanga es también el pueblo de los pousse pousse, taxis-carros tirados por una persona, a pie o en bicicleta, al estilo del tuk tuk oriental o el rickshaw indio.
Antes de llegar a Andasibe, nos detenemos en la granja Exotic Madagascar, conocida también como Reserva Peyriéras, fundada por el naturalista francés André Peyriéras, quien fue, posiblemente, uno de los más brillantes entomólogos y herpetólogos (estudiosos de los reptiles) de Madagascar. Peyriéras descubrió más de tres mil insectos; dos camaleones y un lémur llevan su apellido. Después de su muerte, en 2005, su hija se quedó a cargo de la dirección de la granja.
Galpones con vegetación en su interior son el hogar de varios camaleones, enigmáticos reptiles que parecen pintados a mano, cada uno con un diseño diferente: verdes “flúo”, rojos intensos, turquesas, amarillos, naranjas y morados. Se les ve reposar en una hoja o caminar en cámara lenta mientras mueven sus ojos uno independientemente del otro.
El guía monta un pequeño show para la foto: le acerca una ramita con una mantis en la punta para que disparemos en el momento exacto en el que saca su velocísima lengua y la come en un relámpago.
En Reserva Peyriéras disponen de más de 20 variedades de camaleones, entre las que destaca el camaleón pantera, de hasta 40 centímetros y paleta de colores infinita, propio de la región. Además hay iguanas, mariposas, ranas y los misteriosos geckos, una variedad de reptiles que se mimetizan a tal punto con el entorno, que sólo el guía encuentra al que es igual a una roca, a un tronco de árbol o a un liquen.
Después de comer con Jaon un pote de arroz con verduras y anguilas en un pequeño restaurante en el camino, llegamos a Vakona Forest Lodge, un hotel ubicado dentro de una reserva de 200 hectáreas de plantaciones de eucaliptos y pinos, y bosque nativo, muy cerca del Parque Nacional Antadia.
Distinguir entre árboles plantados y bosques nativos no es un dato menor, sobre todo para los lémures. Fueron los franceses quienes trajeron los eucaliptos para que secaran el suelo y los pinos para ver algo del paisaje clásico europeo. Lástima que los eucaliptos toman tanta agua de la tierra, que matan de sed a la vegetación nativa, preferida por los lémures porque los abastecen de frutos. Algo que en el futuro inmediato será un problema.
El lobby circular y con grandes ventanales que dan al bosque es el punto de encuentro previo a las caminatas guiadas. Allí funciona también un excelente restaurante. Dispersas entre los árboles se ubican las cabañas, sencillas, pero con todo lo que uno puede pedir si quiere estar en territorio de lémures.
Aunque estos mamíferos opacan a cualquier otro animal, hay que decir que en esta región existen 165 especies de aves, de las cuales un tercio son endémicas. Por eso, la clave será andar con paso sigiloso, binoculares y cámara de fotos. Después de desayunar, habrá que aventurarse por alguno de los diez senderos, de entre media hora y cuatro horas.
Como no hay animales peligrosos, es posible caminar sin guía, pero la ventaja de ir con uno es que están entrenados para leer y escuchar el bosque. Donde el ojo urbano no ve nada, ellos descubren una rana roja, una espectacular mariposa cometa –considerada una de las más bellas del planeta– o un tenrec, simpático roedor con pelaje de puercoespín.
Existen numerosas especies animales en peligro y por eso las organizaciones ambientales califican su estado de conservación. El sistema más aceptado es el propuesto por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), que confeccionó la Lista Roja de las especies amenazadas, a las que separa en tres grandes grupos: extintas, amenazadas y de bajo riesgo. Entre estas especies, hay tres subcategorías, la peor de ellas es en “peligro crítico”. Ese es el estado de los lémures que pueden verse en la reserva.
Pero lo que es verdaderamente un privilegio, que no se presenta en otro lugar en el mundo, es la posibilidad de observar animales en peligro crítico en su hábitat natural.
Las superestrellas entre los lémures son las dos especies más grandes, el indri y el sifaca diademado, este último convertido en celebrity de Hollywood desde que fue coprotagonista de la película animada Pingüinos de Madagascar. Andan en grupo de hasta nueve y pueden pesar hasta siete kilos. Se caracterizan por tener la carita negra con una corona blanca, el pelaje del lomo gris plata, las patas anaranjadas y una cola larguísima de hasta 60 centímetros.
Los indris son más grandes aún, llegan a pesar hasta diez kilos. Mientras los miramos comer hojas tiernas, el guía recuerda que por lo menos 17 especies se han extinguido desde la llegada del hombre a Madagascar, entre ellos el aye-aye gigante, cinco veces más pesado que el que come tranquilamente ante nosotros, y el Megaladapis, grande como un orangután.
Si bien Vakona y la reserva de los alrededores colman todas las expectativas, vale la pena visitar también el Parque Nacional Andasibe-Mantadia. Son 155 kilómetros cuadrados de bosque primario atravesados por el río Mantadia, con cascadas y raras orquídeas, donde viven 14 variedades de lémures y una infinidad de insectos.
Al día siguiente amanecemos con una frustración: la ruta de acceso a la Avenida de los Baobabs, un camino de tierra en la región de Menabe, al oeste de Madagascar, está intransitable debido a las lluvias, algo habitual entre noviembre y abril. El vuelo que tomaríamos hasta la ciudad de Morondava se cancela y adelantamos otro hacia el norte de la isla. Caminar bajo los árboles colosales, de 30 metros de altura, quedará como deuda.
Nos espera, en cambio, la isla de Nosy Be en el extremo norte, a 617 kilómetros de Tana, tras un vuelo de una hora. El aeropuerto, pequeño pero internacional, donde los celulares marcan buena señal de un wifi llamado Andilana, mismo nombre del resort donde nos alojaremos, anticipa que algo cambió. Este aeropuerto recibe vuelos charter desde Fiumicino, Roma.
Andilana Beach Resort es el hotel más grande de Nosy Be. Basta con llegar a su lobby de 15 metros de ancho, abierto al jardín por un lado y a la piscina y playa por el otro, para entender que es un mundo dentro de una isla, más precisamente una pequeña Italia en Nosy Be. El amo y señor del inmueble, y posiblemente de la isla, es Andrea Aiolfi, un italiano alto, vestido de blanco y de gesto seguro, quien dirige el hotel junto a su familia. Absolutamente todos los huéspedes son italianos, la mayoría en sus 50, y el personal habla su idioma antes que inglés, francés o malgache. “Buona sera”, nos reciben antes de ir a cenar al enorme comedor donde no faltan las pizzas ni las pastas ni la cerveza.
Conocedor de su público fiel, Andrea diseñó un programa de actividades de la mañana a la noche dirigido por animadores entusiastas: campeonato de bochas, concursos de baile, bingos, juego de barajas con el café de la tarde, elección de “Mr. Sexy” y karaoke a la noche, siempre en italiano. Por fortuna, un equipo profesional de guías ofrece excursiones en lancha todo el día, que parten muy temprano por la mañana desde la orilla.
La excursión a Nosy Iranja –nosy quiere decir isla en malgache– es sencillamente imperdible. La lancha pone proa hacia el canal de Mozambique, al suroeste de Andilana y, tras algo más de una hora de navegación, y de pasar cerca de un islote donde habitan lobitos marinos, arriba a una geografía irreal: dos islas, una más grande, a dos kilómetros de la otra, unidas por un banco de arena de 50 metros de ancho. Apenas viven en la isla mayor 120 personas.
Pocas vistas tan bellas en el mundo como estas. Caminar por el banco de arena con mar a la izquierda y a la derecha, una isla en el frente y otra detrás, y sin más seres humanos que los compañeros de lancha, es una experiencia única. El océano Índico merecería tener una poesía en su honor, una canción, un himno, una bandera, un monumento. Es un azul sedoso, brillante, un mar como no hay otro.
Las huestes de Andrea nos habían dejado libres, en ese paisaje duplicado este-oeste y norte-sur, por dos horas. Los apurados llegaron a la isla menor, los locos por el agua nos bañamos todo el rato en un lado y en el otro del banco de arena. Después recorrimos la isla.
Saludamos a sus habitantes que preparaban arroz y pescado sobre fuego vivo en el frente de sus casas de madera, mientras otros bañaban a sus bebés. “Salama, salama”, repetíamos, las palabras que quieren decir buen día en malgache. El caserío de unas 15 familias quedó atrás mientras subíamos el cerro hacia el centro de la isla. En lo más alto nos esperaba la escuelita de dos aulas, el faro y una vista prodigiosa del banco de arena entre las dos islas donde habíamos sido felices media hora atrás.
Llegó la hora del almuerzo. Junto a la playa, bajo las palmeras, los muchachos de Aiolfi colocaron una gran mesa digna de Milán: mantel blanco de hilo y los cubiertos atados con una cinta y una flor de hibisco amarilla. Hojas de palma trenzadas formaban un cerco verde que terminaba en forma de corazón, y las parejas desfilaron para la foto.
Sirvieron la pasta con frutos de mar y después langosta al grill que el chef preparaba a pocos metros, y champán sudafricano. La mesa no es cualquier cosa para los italianos. Las manos se cruzaban frenéticamente con fuentes de ensalada y pimenteros, y de pronto parecíamos estar dentro de una película del neorrealismo italiano, pero en Madagascar.
Al día siguiente tomamos la excursión Profondo Blu, que visita dos islas y un parque marino. La primera isla es Nosy Mamoko, donde nos recibe un grupo de lémures, seguidos por niños. Lémures negros y marrones, del tamaño de un gato, saltan de palmera en palmera y, a medida que toman confianza, se suben a los hombros, cabeza y espalda de quienes se lo permiten.
En esta isla, a los hombres se les ve más activos. A un costado del caserío asistimos a una proeza de la ingeniería: bajo la tupida sombra de palmeras, y sobre un mullido colchón de 20 centímetros de astillas de madera, tres hombres construyen un barco de casi 20 metros de eslora con machetes como toda herramienta.
En Nosy Mamoko hay un baobab, no tendrá la majestuosidad de los de la región de Menabe, pero no deja de ser el árbol de El principito. Después del almuerzo y la siesta en la arena, el grupo sigue viaje al Parque Marino, próximo a Nosy Tanikely. Allí, máscara, aletas y snorkel mediante, veremos la danza mágica de las tortugas en un mar de cuatro metros de profundidad. El regreso al hotel coincide con el servicio de té y pastelería, un premio después de sumergirnos media hora en agua salada.
Los jardines del hotel no son simplemente decorativos. Hay una pequeña isla artificial donde los lémures saltan y corren unos tras otros. Usan los árboles para cruzar el agua, acercarse a la gente y aceptar gustosos mangos y bananas. Cuando entran en confianza se trepan a la gente.
De camino al aeropuerto, vale la pena dar una vuelta por el pueblo de Hell Ville y entrar al mercado a comprar especias y esencias, en especial de ylang ylang. Las afueras reiteran ese caos sin riesgos que se advierte en todas las ciudades malgaches, pousse pousse y gente arrastrando bolsas.
En los alrededores, los campos de ylang ylang decoran de verde y amarillo el camino, pero sobre todo lo perfuman. En un alto se observan camaleones rojos y turquesas y hasta la variedad propia de la isla, el Brookesia minima, que en su fase adulta apenas supera el centímetro y medio.
Llegamos a Tana con las primeras horas de la noche. Desde el aire, la ciudad se ve apenas iluminada, como si la afectara un gran apagón. Desde la combi comprobamos que escuálidas bombillas de 40 vatios alumbran improvisados puestos callejeros. Miles de personas serpentean en la oscuridad, cargando niños y bultos sin chocar. El chofer los esquiva, a ellos y a los baches, mientras sube la cuesta de Analamanga, donde hace cinco siglos un rey anticipó que Antananarivo sería la “ciudad de los mil”.