Los Tuxtlas: flora y fauna exuberantes

Una historia de gente real, de flora y fauna exuberantes. Éstos son Los Tuxtlas.

17 Jul 2019

Todo viaje por Veracruz debería empezar con una parada en el Gran Café de la Parroquia, con un lechero y unos huevos tirados. Si es en el del centro de la ciudad, en el tradicional, mejor, y si no, en una de las sucursales como la de Boca del Río, cumplirá bien con el objetivo. Ahora sí, uno está listo para subirse al coche y recorrer las dos horas y media (tres si hay tráfico) que nos separan de San Andrés Tuxtla, la puerta de entrada a Los Tuxtlas.

 

El viaje se hace a través de la autopista 180: selva, ríos y pueblos pequeños salpicados en el paisaje. Si se busca en los mapas, se encontrará una zona verde al sureste del estado de Veracruz, ésa es la región conocida como Los Tuxtlas que abarca San Andrés Tuxtla, Catemaco, Santiago Tuxtla y sus alrededores, todo comprendido dentro de la reserva de la biosfera.

 

A medida que bajamos (en el mapa) hay cada vez más humedad y clima tropical. Antes de llegar, y para acortar camino (y estirar las piernas), hay que parar en Alvarado, un pueblo sin demasiados atractivos turísticos y donde todo “empieza después de las dos de la tarde”, pero que es famoso por sus volovanes y cocteles de mariscos. Parada hecha, puente atravesado sobre el río Papaloapan, hay que seguir: el sureste espera con sus brujos, su misticismo, su gente y su naturaleza abundante.

 

Por la puerta principal

San Andrés Tuxtla es “la ciudad importante” de la región. Aquí están los supermercados grandes, el cine (que no siempre estrena películas) y hasta una sucursal de The Italian Coffee, novedades que ha traído la modernidad hasta el sureste del estado. Sin embargo, también tiene otros atractivos, que pertenecen más a la tradición que a la modernidad, y son las fábricas de puros. Visitamos la mejor según los lugareños, la de los puros Te-Amo. Aunque todos la conozcan así, en realidad, la tabacalera se llama Alberto Turrent y ha estado en Veracruz desde 1880. Es Gustavo Cárdenas, un ex empleado que por cuestiones de salud tuvo que dejar de armar sus 250 puros diarios, quien da las visitas a los curiosos que quieren conocer el mundo que hay detrás de un simple (o no tan simple) puro. Aunque dice que no es lo mismo, que ser guía no le deja el dinero que hacía con los puros, Gustavo pasea por la fábrica, igual que lo hizo durante los 35 años de labor, mientras nos va explicando cada paso del proceso.

 

El procedimiento es largo y laborioso. Empieza en los campos donde dos veces al año se cortan a mano las hojas del tabaco, que luego se dejan secar y, una vez secas, se llevan al depósito de la fábrica. Cuanto más tiempo se guarden será mejor el aroma porque el tabaco, como los vinos, también se añeja. En el depósito hay paquetes fechados en 2001, divididos en cuatro tipos de hojas: Sumatra, Connecticut, San Andrés y Habana, que aunque tengan nombres exóticos, se cultivan y cosechan cerca de la fábrica, en San Andrés. Mientras los trabajadores desvenan las hojas con habilidad y rapidez asombrosas, una Virgen de Guadalupe con lucecitas y flores de plástico los cuida y también los protege del olor a amoniaco que despiden las hojas antes de la fermentación (proceso en el que se les quita cualquier tipo de químico que pudiesen haber traído del campo). Después, en un salón grande, los empleados hacen los puros en equipos de dos, calculando la forma, tamaño, peso y grosor y armando el puro perfecto. De ese salón salen entre 14000 y 15000 puros cada día. Una vez controlada la calidad, envuelto y empacado el puro, 60% se va derechito de San Andrés al mundo, y el resto se queda en México para acompañar un buen café o coñac, para ver los toros o disfrutar del frescor de la tarde.

 

Mientras tanto, en el centro de San Andrés se respira la paz del pueblo que apenas se va despertando de la siesta. La vida gira en torno a la plaza principal y a su quiosco. Algunos toman el fresco, otros trabajan con sus computadoras (porque aquí el Wi-Fi es gratis). De un lado está la iglesia, blanquísima y enorme, quizá demasiado grande para un pueblo tan pequeño. Ocupa una manzana entera, y adentro no hay suficientes fieles para llenarla. Al lado, la escuela primaria con sus arcos rojos; del otro lado, un Elektra y el Ayuntamiento. Se levanta un viento, una brisa mínima que antecede a la lluvia que caerá en cualquier momento y dispersará a la gente aunque sea por un rato.

 

Es hora de dejar San Andrés antes de la tormenta, porque aunque tiene muchos hoteles, me dicen que la mejor opción es hospedarse en Catemaco y desde ahí moverse a los diferentes pueblos y reservas. En camino al pueblo de los brujos.

 

Comienza el día en Catemaco

Sale el sol sobre el lago de Catemaco y el primer reflejo enceguece. No se ve el pueblo ni las montañas, sólo un par de pescadores de tegogolos y topotes en sus pangas, y patos, cientos de patitos que de repente se alinean, se separan, se unen y nadan hacia ninguna parte. Y cuando la bruma se disipa y el sol sube, lentamente se descubre el pueblo. Los brillos de una cúpula y de las casas más altas se dejan ver, y el agua del lago casi imperturbable se vuelve un espejo. Sólo se escucha el canto de los pájaros y la red del pescador que cae sobre el agua y forma ondas perfectas. Y el pueblo, los árboles y las montañas detrás despiertan poco a poco y salen del sueño de sueños, como una bruma que se levanta. Empieza el día. Empieza la vida.

 

Gonzalo, Chalo, Ranero es guía (se acaba de certificar en los cursos que dio la Secretaría de Turismo). Me cuenta sobre la reserva, la reserva de la biosfera, en la que hay tierras ejidatarias y particulares, que es reserva desde 1998 y que ocupa alrededor de 155000 hectáreas en las que hay tres zonas núcleo (las mejor conservadas, donde no se puede realizar ni agricultura, ni caza ni tala).

 

Por ahora, en Catemaco y los alrededores no hay hoteles de lujo ni restaurantes con menús elegantes. Nada de eso. Dice Gonzalo que la intención es impulsar el turismo de lujo. Pero para eso les falta bastante, especialmente en infraestructura, pues lo que hay es para un turismo improvisado y con pocos recursos. Mientras tienen que aprovechar que todo está al alcance de la mano. Nada pretencioso, sino la naturaleza exuberante en el estado más puro, sin pagar aranceles (sólo unos pocos pesos para pasar a ver alguna cascada) ni entradas caras. Todo está ahí, al alcance de todo aquel que sepa dónde buscar, y es que aquí el mayor lujo es el contacto directo con la naturaleza.

 

Para descubrirla, basta con una visita a la Oficina de Turismo de Catemaco y pedir un guía y las opciones de recorridos. Se pueden hacer cabalgatas por las cascadas y visitar la famosa Cola de Caballo o por los conos volcánicos (hay más de 320 en la zona); o se puede hacer un recorrido a pie a las cascadas, con lunch incluido; o un recorrido en lancha por el lago y sus islas; o una cabalgata de dos días, un paseo en camioneta, con excursión a pie al volcán Santa Marta, con acampada, comidas y guías. Llegar solo es difícil, pero con un guía certificado se puede llegar a donde se desee.

 

Buscando otra opción

Tienen poco, casi nada. Sin embargo, lo que tienen lo comparten. Y sin duda, lo que les sobra es la calma del paisaje, el tiempo casi detenido entre la niebla del bosque, montañas que fueron volcanes, millones de especies de flora y fauna que forman la selva, cascadas que son baño, verano y arcoíris en una sola corriente que cae y rompe en las rocas estrepitosamente. En realidad son ricos, aunque el piso de su casa sea de tierra y nunca hayan viajado en avión ni tengan idea de qué es tendencia o qué está de moda en París o en Londres. Eso poco o nada importa si se vive en la comunidad Miguel Hidalgo, a pocos kilómetros de Catemaco, donde el tiempo se cuenta por amaneceres y atardeceres y no por relojes de lujo. Ahí vive Adrián Martínez junto con su familia. Él también trabaja como guía (además de meserear y cultivar jitomates orgánicos junto a su papá), se certificó hace poco, pero conoce la tierra como la palma de su mano.

 

Él, junto con Gonzalo y otros residentes de la comunidad me llevan a conocer La Otra Opción, una reserva ecológica privada que también funciona como un criadero de especies amenazadas en la zona de El Bastonal. Con nosotros viene Edith Carrera Sánchez, una bióloga que lleva tres años trabajando para la reserva.

 

Dos horas a caballo subiendo y bajando montañas bastan para saber que Los Tuxtlas está fuera de México y del mundo, y que está más cerca del paraíso que de la tierra. El cielo aquí no es azul, es celeste, y de repente se cubre de nubes que bajan sobre las montañas. Cada una tiene un color diferente, lo que hace que el paisaje sea una sucesión de colores, de verdes y azules y otras ilusiones de color que crea la luz del sol sobre los árboles y la vegetación, mientras entre las montañas corren ríos, infinidad de ellos, que desembocan en el mar. Todo eso se puede ver sobre el lomo de un caballo cansado que se conoce el camino de memoria de haberlo hecho tantas veces. Y también pájaros y águilas y otras especies que sobresalen en el panorama.

 

Después de atravesar una cantidad enorme de campos, y cuando la cadera y las piernas empiezan a pedir auxilio, se llega a una cima desde donde se alcanza a ver La Otra Opción. Y los caballos aceleran el paso porque saben que abajo los espera agua y comida, y su casa. También se puede llegar hasta aquí en un cochecito o caminando, sin embargo, no hay nada como atravesar los casi ocho kilómetros arriba de un caballo, con los ojos bien abiertos tratando de capturar toda la belleza del paisaje.

 

Desde arriba, desde lo alto de la montaña, no se escucha nada más que los pájaros y el ruido que hace el río que atraviesa la reserva, y se puede ver la casa principal o rancho donde hoy vive su cuidador, Noé, con su esposa y sus dos hijos, lejos de cualquier recuerdo de civilización, sin teléfono, sin señal de celular, sin internet ni televisión. En un estado de aislamiento, pero en contacto directo y absoluto con la naturaleza.

 

Cerca de ahí hay un espacio para tucanes, donde conviven dos especies, el real y el collarejo, que fueron confiscados por la Semarnat en una venta ilegal y cedidos a La Otra Opción para que se reprodujeran y vivieran en la reserva. Son los animales más curiosos y sociables. Basta traspasar la puerta para que se acerquen a investigar al visitante. A un costado está la jaula de los tepezcuintles, una especie de rata enorme; también hay colibríes, hocofaisanes con sus huevos y —la cereza del pastel— los pecaríes de labios blancos, que son parecidos a los jabalíes y que se reproducen felizmente dentro de sus corrales mientras truenan unos colmillos que dan miedo y que podrían volarle a cualquiera varios dedos de una mano de un simple mordisco.

 

En el terreno, que actualmente están reforestando (tarea que les llevará años, décadas) porque se usaba como potrero, hay ocho manantiales y nacen tres cascadas, además de los cuatro ríos que lo cruzan. También hay cabañas. Pero esa iniciativa surgió mucho después del proyecto de investigación, con el objetivo de conseguir algo de dinero para mantener a los animales. Las cabañas están bajando una pequeña colina. Son ocho, rústicas pero bien cuidadas y equipadas. La noche cuesta 1000 pesos por persona e incluye el traslado, excursiones, desayuno, comida y cena. Por estar en el centro de la naturaleza, desconectado de cualquier estímulo artificial, es un regalo.

 

Una vez dentro del predio, todo se aprecia en proporción. El rancho es una estancia amplia con dos mesas largas, una cocina donde se prepara lo que comen la familia y los visitantes, dos cuartos y un baño. Sobre una de las mesas humean cuatro cacerolas: arroz, frijoles, carne con cebolla y chocho, una planta que se come frita o en guisados, pero que esta vez la probé revuelta con huevo. En la otra mesa nos sentamos a comer. Las paredes están descarapeladas como el techo, con manchas de humedad que desprende la pintura ya vieja. La verdad eso a nadie le importa mientras comemos la comida más simple, pero que sabe a manjar. Entre la plática y las montañas que se asoman del otro lado de la ventana, nadie ve el techo ni la tierra que se junta en el piso de cerámica roja por el entrar y salir de la gente. El postre es aún más simple, pero igual de delicioso: pan Bimbo con mermelada de chagalapoli, un fruto rojo típico de la región, que trajo Gonzalo en su mochila y que hizo en su restaurante —con vista al lago— del Centro Recreativo El Teterete, abajo, en Pozolapan. Ahí, él mismo, junto con su familia, atiende a los huéspedes y cocina deliciosamente algunas de las especialidades locales: mojarra, topotes, camarones al chagalapoli.

 

El regreso a la comunidad Miguel Hidalgo se hace a pie, subiendo y bajando montañas, riscos y pendientes con lodo, cruzando ríos. El camino no es fácil, pero es más corto, de alrededor de dos kilómetros. Para los citadinos es una actividad que podría considerarse extrema y que termina con un cansancio exagerado, algún tobillo torcido y la ropa muy sucia. Para los lugareños que lo suben y bajan dos o más veces al día, es simplemente un camino, como el que hacemos al café cada mañana.

 

Es en ese camino, de bajada, que Edith, la bióloga, me cuenta que ella llegó a Los Tuxtlas de casualidad para hacer su trabajo social, primero, y luego su maestría, y se quedó. Ahora tiene dos hijas (una de ellas, la adolescente, reniega del lugar donde le tocó vivir: “Salió fresita”, dice Edith) y vive con su marido que también es biólogo y veterinario, es de Barcelona pero prefiere (y ama) Los Tuxtlas para vivir y trabajar. No es fácil, teniendo en cuenta que lo único que se parece a una tienda de cadena o a un centro comercial en Catemaco es un Aurrera, pues aquí no hay cines, ni galerías ni grandes restaurantes, menos de cadena o centros comerciales.

 

De La Otra Opción uno vuelve a la civilización siendo otro, con la mente más clara y calma. Uno entiende ahí arriba, en medio de la nada, la magnificencia de la naturaleza; entiende sobre la humildad pero la riqueza que tiene esta gente, que tiene todo aunque no tenga nada más que cuatro paredes de chapa. Entiende por qué alguien como Edith y su esposo, que podrían vivir en Barcelona, eligieron vivir con su familia al sureste de Veracruz.

 

Como en casa

Después de la travesía uno llega al hotel cansado, con ganas de dormir por dos días seguidos. Sin embargo, Los Tuxtlas tiene tanto para visitar y tanto por ver que hacerlo sería un crimen. A una buena noche de sueño le sigue una mañana soleada, con una parada fijada: Yambigapan, en San Andrés.

 

En Yambigapan, Nidia Hernández Medel me recibe en la terraza mientras su mamá, impecable, de blusa y falda blancas, ordena todo en la mesa del centro de la cocina, prende los fuegos, coloca cazuelas. Yambigapan es una estancia rural que nació como un proyecto de tesis de Nidia y que sus papás, Aura y Bruno, materializaron en un terreno heredado.

 

Hoy, Aura da clases de gastronomía. También es posible acampar en el jardín, dormir en sus cabañas, hacer observación de aves, participar en un taller de globos o de herbolaria o apuntarse para las excursiones a las comunidades campesinas de los alrededores.

 

Los sonidos que hacen el río y la cascada se mezclan con la musiquita que sale de la cocina. Aura dispone todos los ingredientes sobre la mesa. Hay tomates, chagalapoli, pollo, chiles, chicharrón, yuca, ajo. Mientras el sol entra por la ventana, empieza a explicar lo que vamos a preparar, que no es poco ni fácil: pollo con salsa de chagalapoli, chilpachole de yuca, tostones de plátano, totopos con tomachile, atole de malanga y papayán. Mientras corta la yuca, pica el ajo y lava tomates, me cuenta que lo que sabe de cocina lo tuvo que aprender “en casa de la suegra” y levanta las cejas, mientras mide a ojo los condimentos. Es ella quien me dice que la cocina local es simple, una mezcla entre cocina prehispánica, española y afrocaribeña, y que por lo general le tocan grupos chicos de extranjeros que quieren aprender cosas básicas como hacer tortillas o un pescado a la veracruzana. Ella les enseña con una paciencia de hierro, la misma que tenía dentro de las aulas cuando enseñaba Ética en un colegio religioso.

 

Ya entrada en confianza, moviéndose como chef en restaurante gastronómico, cuenta de la laguna Encantada, del mercado, de la electricidad y de la falta de ella para enfriar las cosas. También me cuenta de la Cueva del Diablo —porque el tema de los brujos no puede pasarse por alto en esta zona—, donde se supone que los brujos hacen sus ritos de iniciación. Según ella, el charlatán tiene que ostentar collares y otras cosas para decir que sí sabe. Sin embargo, los que saben realmente no tienen que ostentar nada. “Antes eran curanderos. Ahora se puso de moda el tema de la brujería. Antes era una señora vieja que iba a tu casa cuando alguien estaba ‘quebrantado’, y con maíz y aguas le sacaba la enfermedad”, dice bastante incrédula. Mientras, lo que hierve en los fuegos, mezclado con el aroma de las hierbas picadas, empieza a oler delicioso.

 

Los “brujos” de Catemaco

Basta con que uno diga que va a Catemaco para que aun antes de salir le nombren a los “brujos”. Y lo escribo entre comillas porque lo que se puede decir al respecto es mucho, y las opiniones son tan encontradas y diversas como las cascadas de toda la zona. El misticismo llama, y vende, sin duda. Y uno imagina, si no conoce la región, que se encontrará con un pueblo fantástico donde personajes irreales recorren sus calles envueltos en un halo de misterio. En realidad, Catemaco es tan singular que ahí mismo (y en Santiago y San Andrés) conviven los llamados (o mal llamados) brujos con fervientes católicos, fieles de iglesias adventistas y otras corrientes cristianas, gitanos y, por supuesto, indígenas que creen en sus propios dioses.

 

Los más serios, los que llevan menos adornos, hablan de la herbolaria, un conocimiento que ha estado en las comunidades desde siempre y que, se dice, cura por medio de las hierbas y las plantas. Y de ésos, seguro todos sabemos. Sobre los otros hay dudas. Los lugareños —y consulté a muchos durante todo el viaje— descreen de los que se dicen hechiceros o brujos de magia negra y no quieren hablar demasiado al respecto. Sin duda, son más creyentes de la herbolaria, que han visto en sus casas con sus abuelos, algún tío o hasta con sus padres, gracias a la cantidad de especies de plantas que crecen en la zona. Sin embargo se muestran escépticos de los otros, y dicen que la mayoría son charlatanes.

 

Del otro lado del lago o a 15 minutos de Catemaco por tierra, se encuentra Nanciyaga, una reserva ya famosa, un clásico de Los Tuxtlas. Ahí mismo mantienen ciertas costumbres antiguas y realizan ceremonias todos los sábados por la noche, que terminan en un temazcal a 60 o 70 grados de temperatura, y donde una chamana, Norma, realiza limpias a quienes las quieran o necesiten en una especie de casita donde reúne figuras indígenas con otras católicas y promete retirar las “cargas” o energías negativas.

 

Sin embargo, si uno quiere, hay brujos de todo tipo, hasta de los que tienen tarjetas personales, con Nextel, Telcel y hasta mail. Creer o reventar. Y donde se mencionan términos como “amarres”, “trabajos” y “magia oscura”. Creer o reventar.

 

Si uno está interesado en el tema, debe planear su viaje para que coincida con la Convención Anual de Herbolarios que se celebra el primer viernes de marzo. Según los herbolarios, es el inicio de año para los olmecas, el día en que el Creador derrama su energía cósmica. Si es una trampa para turistas o si realmente ese día pasan cosas mágicas, es cuestión de creer o no. Lo cierto es que a las seis de la tarde empiezan los festejos que incluyen desfiles, bailes, música, antorchas alrededor del lago, prensa y muchos extranjeros que llegan solamente para el “gran evento”.

 

La fiesta dura un día completo, y hay bailes indígenas y también una ceremonia en la que se realizan limpias colectivas. Cuatro chamanes se colocan en los puntos cardinales y detrás de cada uno se arman filas, largas, como de tienda en Navidad, y todos los lugareños y visitantes esperan pacientes su turno para una limpia con copal, hierbas y palabras. El festejo sigue hasta que los herbolarios se cansan, los espectadores también y todo Catemaco vuelve a la calma de la noche. ¿Poder de la mente o poder de las limpias? Quién sabe si es la magia blanca o negra, la brujería o la herbolaria o la energía del lugar.

 

Pero no hay duda de algo: Los Tuxtlas encanta, fascina, “embruja” si se quiere, pero por sus paisajes, sus montañas de mil colores, sus cielos celestes atravesados por un águila blanca, por el lago de Catemaco como espejo, por cada especie que forma la reserva de la biosfera colocada con una habilidad de artesano, por cada sonido de agua o de pájaros, por su gente, que lucha cada día por sobrevivir, con poco, con casi nada, en un paraíso que titubea entre permanecer de esa manera, casi inmóvil, imperturbable y a veces escaso de infraestructura, o levantar vuelo, como el águila blanca. Y hacerlo bien.

 

GUÍA PRÁCTICA 

Dónde dormir

  • Centro Recreativo El Teterete

Pozolapan, Catemaco

T. (294) 943 0620

 

Carretera Catemaco-Coyame km7

T. (294) 943 0199

 

Qué hacer

T. (271) 7180 585

 

  • Yambigapan Estancia Rural

T. (294) 942 0988

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