Las nuevas caras de la gastronomía
Estos jóvenes están transformando la cocina desde distintos puntos del país.
POR: Issa Plancarte
No es ninguna novedad, la gastronomía mexicana está en boca de todos. La primera generación, la que rompió con esa tradición que consideraba que la alta gastronomía sólo podía ser francesa, está ya consolidada. Nadie duda de la aportación de Alonso, Olvera, Vallejo, Núñez y muchos otros. Pero ¿quiénes vienen detrás de ellos? En este recorrido por lo largo y ancho del país platicamos con 10 jóvenes chefs, menores de 35 años, que están transformando la forma en la que entendemos nuestra gastronomía.
La cocina de humo de Alam Méndez
Alam creció entre los fogones, al lado de su madre, Celia Florián, una de las cocineras tradicionales más importantes de Oaxaca. De todos sus hermanos, fue él quien siempre ayudó a su mamá con el restaurante familiar, Las Quince Letras, ya sea en la cocina o en el salón.
“Desde que tengo uso de memoria, la cocina ha sido parte de mi vida, abría la puerta de mi casa y ya estaba en Las Quince Letras. No fue por obligación, fue un gusto adquirido y algo que disfrutaba enormemente”, recuerda el chef.
Cuando llegó la hora de decidir a qué quería dedicarse no lo pensó mucho. Estudió en el Instituto Culinario de México en Puebla y aprovechó para trabajar por tres años con el chef Ángel Vázquez en el restaurante Intro, uno de los más destacados de la capital poblana. Posteriormente, concursó en 2012 como parte de la Selección Olímpica Nacional representando a nuestro país en las olimpiadas culinarias —IKA Culinary Olympics— en Alemania.
Aprovechó la oportunidad para hacer prácticas profesionales en el célebre restaurante Can Fabes, en Barcelona, y en Arzak, en San Sebastián. Pese a su corta edad estuvo también al frente de restaurantes en Chile y Guatemala, y por último, fue jefe de producción con la chef Rosío Sánchez en su taquería Hija de Sánchez en Copenhague. Hace un año, el empresario restaurantero Ramón Orraca buscó a la familia Méndez Florián para abrir un restaurante netamente oaxaqueño en la Condesa. Fue así que Alam regresó a nuestro país para tomar la batuta de Pasillo de Humo. Sin haber cumplido todavía el año en Pasillo de Humo, Alam ya es uno de los semifinalistas de S. Pellegrino Young Chef 2017.
“Amo la cocina oaxaqueña, me encanta usar hierbas, quelites y productos de la milpa. En general, disfruto ir al mercado y encontrar algo fresco para cocinar. Me gusta hacer moles, en especial, el mole negro porque me fascina su sabor, el simbolismo que lleva, el proceso de elaboración, el folclor de tatemar los ingredientes y crear algo de la ceniza. En Oaxaca el mole es un plato de fiesta y me gusta lo que simboliza en nuestra cultura”, apunta el chef Méndez. Si algo distingue su cocina es su fidelidad a las recetas tradicionales de Oaxaca, su técnica y, sobre todo, su gusto por servir. En el restaurante es común verlo paseando entre las mesas para platicar con los comensales y asegurarse de que su visita sea perfecta.
La cocina dulce de Sofía Cortina
Ser repostero en México no es cosa fácil, nuestro país no se distingue por sus postres y su oferta gastronómica se limita a una aburrida selección que suele incluir flan, pastel de tres leches y arroz con leche. También tenemos el problema de vivir en un país con altos niveles de sobrepeso y obesidad donde el postre es satanizado y por eso mucha gente prefiere ahorrarse las calorías. Este sacrificio no es necesario en la mesa del Hotel Carlota, donde la chef Sofía Cortina se ha puesto como misión preparar postres con el mínimo de azúcar y el máximo de dulzor natural de cada uno de los ingredientes que utiliza.
Sofía no es una chef común, contraria a la mayoría de los cocineros de su generación, su historia es autodidacta. Siempre fue una niña curiosa, que amaba cocinar pasteles y postres con su mamá, pero nunca se imaginó que a eso dedicaría el resto de su vida. Cuando llegó el momento de estudiar una carrera universitaria eligió Gastronomía, pero se desencantó del sistema de estudios y decidió iniciar su vida laboral de inmediato, nada menos que en Pujol. “Entré a Pujol también por intensa. Les escribía todos los días hasta que me contestaron. Los harté y por eso me aceptaron como practicante. Me vieron tan chiquita que me mandaron a la pastelería para que empezara. Ahí sí fue amor a primera vista”, recuerda la chef. Descubrió que ser parte del mejor restaurante de México requería de un alto nivel de exigencia y fuerza física. Sofía recuerda que los primeros días fueron agotadores, casi sin poderse mover porque le dolía todo el cuerpo, pero nunca se había sentido más feliz en su vida.
Pujol fue su universidad. Enrique Olvera fue su mentor y procuró que Sofía pasara por todas las áreas del restaurante para que aprendiera hasta el más mínimo detalle, incluido seis meses de mesera en sala para educarse en el trato al comensal. Incluso la mandó a Casa Oaxaca con el chef Alex Ruiz para que conociera las bases de la cocina oaxaqueña que Olvera tanto utilizaba. Con las ganas de aprender más y más, Sofía se enfiló rumbo a Barcelona para estudiar en Espai Sucre, una de las escuelas de repostería más importantes del mundo. A la par, trabajaba en Dos Palillos, un restaurante de estrella Michelin donde refinó su técnica repostera. Finalmente, pasó una temporada aprendiendo con el chef Pierre Hermé en París antes de volver a México.
A su regreso, el chef Olvera la recomendó junto a Joaquín Cardoso —otro de sus discípulos— para hacerse cargo de la propuesta gastronómica del Hotel Carlota, ella en la parte dulce y él en la salada. Fue ahí donde Sofía se reveló como una de las cocineras dulces más importantes de nuestro país. Gracias a ello ha viajado por el mundo llevando sus sabores a regiones tan distantes como Dubái, Ibiza o Londres.
Elogio a la fonda por Juan Cabrera
Tenía 22 años y estaba viviendo el sueño de su vida, ser parte del mejor equipo de cocina del país —el del Pujol—. Sabía que lo había logrado y que dejaría el alma y el cuerpo para demostrar que lo merecía, por ello prefería dormir en su coche al lado del restaurante para descansar apenas lo necesario y seguir trabajando.
Él es Juan Cabrera, un cocinero para el que no hay imposibles y que pone mucha pasión en cada cosa que realiza. Si hay algo que lo distingue enseguida es su eterna sonrisa. Se nota de inmediato que disfruta inmensamente lo que hace y que ama compartirlo. Aquel joven estudiante que abandonó la carrera de Periodismo para meterse de lleno en la cocina no se arrepiente del drástico cambio de vida que le costó la reprobación paternal (hoy convertida en orgullo). De no haberlo hecho, México se hubiera perdido de uno de sus más orgullosos embajadores.
Comenzó en las aulas de la Universidad del Claustro de Sor Juana —de donde es egresado— y en el Culinary Institute of America en Nueva York, donde estudió pastelería. Su eterna curiosidad y amor por el vino lo llevó también a estudiar un curso de sommelier en la Universidad del Tepeyac. Como dicen que la práctica hace al maestro, Cabrera empezó su carrera profesional con la legendaria familia Briz en El Cardenal, posteriormente comenzó a trabajar su técnica en L’Olivier. Su insaciable búsqueda por la perfección lo llevó a realizar prácticas en la meca de la cocina: El Bulli, un parteaguas en su carrera.
De regreso a México trabajó con Enrique Olvera —chef a quien considera su mentor—, con quien se desempeñó como jefe de Cocina en Pujol y líder de TEO y Catering. En busca de una propuesta propia decidió ser parte de un ambicioso proyecto comandado por el restaurantero Ramón Orraca y un grupo de socios para abrir Fonda Fina en septiembre de 2015. A los pocos meses de su apertura se posicionó rápidamente como uno de los restaurantes más interesantes de Ciudad de México. Gracias a ello fue invitado a participar en diversos festivales gastronómicos, como Morelia en Boca, Come Jalisco y Sabores Polanco.
Su propuesta se distingue por su belleza estética y por ofrecer una cocina de siempre (que todo mexicano reconoce y añora). En Fonda Fina, Cabrera ha logrado materializar una cocina llena de sabor pero sin pretensiones, muy de acuerdo con el nombre del local. Recientemente, el chef extendió su carrera al participar en la segunda temporada de Top Chef México —donde fue uno de los cuatro finalistas—. Preocupado por hacer un cambio social a través de la cocina es chef aliado de Gastromotiva, un proyecto que capacita a personal para restaurantes. Esto es apenas el principio para Juan Cabrera, un hombre cuya cocina va directo a las emociones.
Fabián Delgado y el café que lo inició todo
El que no haya ido a Guadalajara y no haya visitado Palreal se está perdiendo de una de las experiencias culinarias más redondas de nuestro país. Palreal ofrece excelente gastronomía, muy buen ambiente, buena música y una cultura de café que muchos restaurantes envidiarían.
Aunque estudió Sociología “desde chiquito le ayudaba a hacer cosas a mi mamá, mi tía y mi papá que cocinan muy rico, pero a los 18 años comencé a trabajar en un café que inició el art latte en Guadalajara y me clavé”.
Fue así que abrió el Café Caligari, una de las cafeterías de especialidad más importantes de la ciudad que le sirvió de escuela de cocina, pues Fabián es un chef autodidacta que hizo de la cafetería su universidad gastronómica. Comenzó haciendo comida mediterránea, y poco a poco fue evolucionando.
Abrió Palreal con su primo y otros dos socios cafeteros. Contrario a la propuesta de Caligari, en su segundo restaurante la cocina es netamente mexicana. Si hay un plato que lo ha hecho famoso es el lonche de pancita. “Ha sido un fenómeno. Cuando iniciamos Palreal hice ese plato por error, porque quería hacer un confit de otro ingrediente, pero sólo tenía pancita, así que lo hice de lonche. A la gente le gusta tanto que ahora ya no podemos quitarlo. Es como una torta ahogada reloaded”.
Jesús Durón, cocinando en el paraíso
Tiene 29 años y ya tiene un currículum envidiable. Es el flamante nuevo chef de Carolina, el restaurante insignia de The St. Regis Punta Mita Resort. Desde su apertura, en 2008, Carolina fue reconocido con AAA Cinco Diamantes, por lo que mantener el nivel no es tarea fácil.
Antes de emigrar a Europa, Durón comenzó su carrera en Les Moustaches, Pujol, Quintonil y Biko. Posteriormente, viajó a España e inició su formación en restaurantes con estrellas Michelin, como Martín Berasategui, en San Sebastián; El Celler de Can Roca, en Girona; Azurmendi, en Vizcaya; así como en la empresa Texturas de Albert y Ferrán Adrià. Después se mudó a Francia para trabajar en otro local de estrellas Michelin, La Marine, en Noirmoutier, bajo la tutela del chef Alexandre Couillon —lo que le ganó una aparición en Chef’s Table Francia—. Finalmente, se desempeñó como chef de Partie Garde Manger y Patîsserie en Elmer, en París. “Viajé a España, pero siempre tuve la mirada puesta en Francia. Necesitaba construir una base gastronómica fuerte antes de ir a trabajar a restaurantes franceses. Cuando llegué a La Marine me abrió los ojos a la cocina. Los franceses traen la gastronomía en los huesos”.
Tal vez sea por eso que la cocina de Durón despliega una técnica francesa inmejorable, una creatividad alucinante —en uno de sus platos utiliza espuma de mar y una cocción en arena de la playa del hotel—. Durón tiene la comodidad que da el saberse talentoso, pero es también tremendamente humilde, su filosofía lo explica bien “dalo todo y no esperes nada”.
Puebla más allá del mole y los chiles en nogada
Teziutlán, Puebla ha tenido muchos hijos pródigos, como el presidente Ávila Camacho, Clavillazo y ahora el joven cocinero Fernando Hernández Ruiz. Él es —junto con el chef Ángel Vázquez del restaurante Intro—, uno de los más férreos embajadores de la otra cocina poblana, ésa que a menudo es opacada por los moles. Lo que distinguió a Fernando desde el principio fue su misión de reinventar la cocina de calle, ésa de diario que no requiere ceremonias, pero no por ello es menos importante y sabrosa. Hizo suya la cemita, un antojito poblano emblemático. La genialidad de Hernández Ruiz fue no sólo elevarla a un plato completo, sino hacer su propia versión con distintos rellenos, que van del pork belly al portobello o el curry. Todo eso lo ofrece en su restaurante Moyuelo —residuo que queda después de moler el trigo—, en donde la experiencia de Fernando se resume con el eslogan “la otra Puebla”.
El chef poblano es un apasionado de recorrer su estado natal para encontrar los mejores ingredientes, productores e historias. Lo mismo puede visitar Cuetzalan en busca de un lechón, meterse a la sierra para encontrar un productor de miel melipona, indagar en Zacatlán de las Manzanas para encontrar el mejor pan que ir a Tetela de Ocampo a disfrutar del paisaje serrano que lo inspira a crear cada uno de sus platos. Lo que más le gusta es subirse al coche, dirigirse a un pueblo y probar, preguntar y conocer a su gente.
Gracias a eso, la cocina de Fernando dice mucho de su estado y por ello ha sido invitado a numerosos eventos para mostrar su propuesta culinaria. Incluso fue semifinalista de la edición 2016 de Young Chef de S. Pellegrino, un concurso mundial que busca encontrar nuevos valores en chefs menores de 30 años. Es un tipo trabajador, curioso incansable y, desde luego, orgulloso de su estado.
La familia Rivera Río
En Koli todo gira alrededor de la familia Rivera Río, cuatro hermanos que han cambiado la manera de ver la cocina del norte. El capitán del barco se llama Rodrigo y junto con sus hermanos Daniel, Patricio y Gabriel crearon un restaurante que ha dado de qué hablar en Monterrey. Fue nominado como mejor apertura del año, y este 2017 participarán en Millesime en la modalidad Jóvenes Talentos. Fue Rodrigo quien les propuso abrir un sitio entre los tres —Gabriel se incorporó después—, puesto que todos habían estudiado Gastronomía y querían algo propio. Comenzaron a hacer una lista de sueños que incluía ser un sitio fine dining desde el principio y encontrar un local que se ajustara a su presupuesto. Conforme iban armando un menú se dieron cuenta de que fuera de la zona metropolitana de Monterrey existía una riqueza cultural y de ingredientes que los mismos cocineros regios desconocían. “Teníamos que comunicar esto. Descubrimos el uso del mezquite, el anacahuita —un árbol nativo—, un poleo distinto al oaxaqueño, las mahacuatas —semilla del ébano—, pepino de monte y muchos otros ingredientes que desconocíamos”, comenta Rodrigo Rivera Río.
Cuando abrieron, Rodrigo y Daniel, en cocina, y Patricio, en sala, nadie sabía de ellos, aunque pronto se fue pasando la voz del menú de degustación de 13 tiempos en un local que sólo funcionaba bajo reservación. Cada cinco o seis meses cambian el menú —lo que ellos denominan temporadas—. “Para nosotros es muy importante que cada plato tenga historia, el proceso creativo depende de ello. Por ejemplo, el primer menú abarcaba la historia de Nuevo León, como la cultura sefaradita, y la temporada anterior exploraba las técnicas norestenses, como la fritada —caldo de cabrito con sangre— o los machitos. Nuestra cocina siempre ha estado enfocada en el regio”, dice Rodrigo.
Francisco Molina: descubrir Tlaxcala
Lo que comenzó como la respuesta ante un meme —que se burlaba del pequeño tamaño de Tlaxcala—, hoy es uno de los pilares de la filosofía del joven chef Francisco Molina. Francisco acababa de salir de la escuela cuando decidió abrir un restaurante en Apizaco, una ciudad industrial que no se distinguía particularmente por su oferta gastronómica. Contando con el apoyo incondicional de sus padres, decidió volver realidad su proyecto de tesis y abrir un restaurante enfocado sólo en los productos de su estado natal.
“No tenía ni idea de lo que era tener un restaurante. Hace cinco años empezamos con algo muy básico, lo único que tenía era muchas ganas. No tengo familia restaurantera y el primer año fue muy complicado, no se paraba ni una mosca”, recuerda el chef. Hoy es uno de los restaurantes emblema del estado, y el joven cocinero ha destacado en varios foros por sus investigaciones sobre productos y recetas locales. “El restaurante se tardó dos o tres años en tener éxito. Primero empezaron a reconocernos los de fuera y después la gente de aquí. Cinco años después me siento más seguro, y eso se proyecta en los sabores, estoy seguro de lo que sé y mi cocina se acerca más a lo que quiero”, afirma el chef Molina.
Vivir en un estado con apenas cuatro mil kilómetros cuadrados representa un reto en cuanto a la oferta de la biodiversidad, pero Francisco Molina ha sabido capitalizarlo bien. Ha explorado mercados orgánicos, sociedades de agricultores, viajado por pueblos y visitado ferias para conocer directamente a productores que le muestren la riqueza de su estado. Así ha encontrado una interesante variedad de maíces, magueyes y recetas que sólo se preparan en Tlaxcala, como el mole prieto, el atole agrio y el mole de ladrillo o matuma (una especie de tamal líquido que se prepara con masa y chile guajillo).
Muchos lo han elogiado, pero sin duda uno de los comentarios más bonitos lo recibió del reconocido chef Guillermo González Beristáin de Pangea —quien cocinó con él durante su quinto aniversario—. Al finalizar el menú degustación, el chef regiomontano subió una foto en sus redes sociales con la leyenda: “De las mejores comidas en mucho tiempo”. Para un joven cocinero eso equivale a ganarse la lotería.
De regreso a la raíz
Oswaldo Oliva es quizás uno de los cocineros mejor preparados de nuestro país y que poca gente conoce. Acaba de abrir dos ambiciosos proyectos en la colonia Roma —Alelí y Lorea—, aunque lo suyo es la investigación, la creatividad y dejarle los reflectores a otros. Oswaldo es como un científico que disfruta estar más en el laboratorio, algo que posiblemente heredó de sus padres que son investigadores (inmunóloga y biólogo) y que comparte con su hermano que es genetista. Oswaldo estudió Gastronomía en Ambrosía, una elección que causó sorpresa en una familia dedicada a la academia. “Descubrí que la cocina es una manera de expresar cosas. Me atrajo la idea de poder plasmar pensamientos, formas y sentimientos”.
Entró a trabajar a la Taberna del León mientras estudiaba. Después de un año saltó al Tezka y cuando llegó la hora de hacer prácticas profesionales decidió irse al Celler de Can Roca por cuatro meses. “Entré con miedo y respeto, pero me propuse matarme para que por lo menos se aprendieran mi nombre y sobresalir. Los restaurantes de ese nivel son como aplanadoras de personas, debes comprender que eres una pieza de un organismo vivo”, recuerda el chef.
Estando en el Celler, Oswaldo Oliva debía preparar los chocolates en la cava del restaurante, lugar donde además guardaban los libros de todos los grandes cocineros del mundo. Fue así que mientras esperaba a que los chocolates se temperaran, él leía propuestas, nombres, ingredientes y lugares hasta que descubrió su próximo objetivo: después de ver el libro Clorofilia decidió que quería trabajar en Mugaritz.
Oswaldo llegó a hacer prácticas y se quedó siete años y medio hasta convertirse en el líder de investigación del restaurante. Le tocó vivir la entrada del restaurante al listado de World’s 50 Best y el incendio que obligó a cerrar el restaurante por seis meses, eso le enseñó a reconstruirse, aprender y a no tenerle miedo a nada.
Regresó a México para acompañar al chef Andoni Luis Aduriz a una ponencia en Mesamérica —congreso gastronómico organizado por Enrique Olvera—, y a cocinar en Pujol. Después de no haber estado en su país por más de 10 años, Oswaldo vio la posibilidad de hacer su propio proyecto.
Decidió volver y tuvo la fortuna de encontrar un socio que le dejó explorar su creatividad para abrir dos restaurantes junto con su esposa Liz Chichino, él en cocina y ella en sala. Alelí es un lugar de barrio, con buen producto y cocina de buena relación precio-calidad. Por el contrario, Lorea es el sitio para explorar su propuesta de fine dining donde Oliva puede desarrollar su creatividad al máximo, siempre de la mano de un exhaustivo proceso de investigación que se ve reflejado en cada uno de los tiempos que ofrece en su menú degustación. Uno de menú fijo y el otro en constante evolución, Alelí y Lorea son la fórmula perfecta con la que Oswaldo Oliva le demuestra al mundo de lo que es capaz.
Gabriela Ruiz y el renacer de Villahermosa
A los 22 años le llegó la oportunidad con la que sueñan millones de cocineros: colaborar en un evento al lado del entonces mejor chef del mundo, René Redzepi. Gabriela le causó tan buena impresión al chef danés que cuando le pidió ir a trabajar con él, aceptó gustoso.
Ya independiente, la chef montó una empresa de comedores industriales, junto con quien hoy es su socio y aliado, pero el negocio no funcionó. Gabriela se vio obligada a dedicarse al catering como alternativa. Les empezó a ir tan bien, que tuvieron que buscar más espacio para montar una cocina de producción, fue así que llegaron a una bodega en una zona industrial de Villahermosa. Pronto Gabriela vio una oportunidad de negocio en aquella zona olvidada y abrió un pequeño restaurante informal como una manera de mantener viva su creatividad culinaria. Se corrió la voz de que en aquella bodega se cocinaba algo bueno. Hoy, Gourmet Mx es uno de los restaurantes más importantes de Tabasco.
Con el tiempo y a medida que las cosas mejoraron, los tablones y las sillas de plástico dieron paso a las mesas de madera y sillas con tapicería. Lo que nunca cambió fue el techo de lámina. “Cuando pensaba en abrir un restaurante, tenía en mi cabeza desde el diseño de la vajilla, las mesas hasta cómo iba a ser el lugar. Terminé poniéndolo en una bodega, y en lugar de entristecerme, agradecí que la vida me diera todo esto. Hoy, aunque ya lo hemos remodelado, dejamos el techo feo para que, al mirar hacia arriba, me recuerde siempre cómo empezamos”, dice la cocinera tabasqueña.
Gabriela es la responsable de haber creado uno de los corredores gastronómicos más importantes de Villahermosa. Gracias a su éxito más restaurantes comenzaron a abrir en aquella zona industrial —algo así como el Meatpacking District tabasqueño—. Hoy la incansable cocinera está a punto de abrir otro proyecto en Ciudad de México, en Torre Virreyes, para compartir los sabores de Tabasco con el resto del país.
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