Cuando se viaja en tren, el tiempo se manifiesta en la forma del paisaje. Los segundos se convierten en árboles que pasan efímeros, los minutos corren detrás de la ventana como valles y montañas, y el cúmulo de horas son un panorama que se guarda en la memoria como una fotografía. Una fotografía que, justo como un recuerdo, nunca hará justicia al escenario real.
Viajar en un tren es un acto nostálgico, que huele a viejo. Es una rebelión en contra de la tecnología. El automóvil resume la voluntad humana para moverse adónde y cuándo uno quiera. El avión es la cúspide del progreso para cruzar largas distancias en el menor tiempo posible, mientras que viajar en barco es una pausa. Pero ir a bordo de un tren es una experiencia que implica someterse al riel como única vía, a una máquina descomunal que sólo tiene un camino como posibilidad y que fuera de las vías resulta obsoleta.
Abordar el Chepe, el tren que conecta el Pacífico mexicano desde Los Mochis, Sinaloa, hasta el corazón de Chihuahua, es un viaje en el tiempo y el paisaje del norte de México. Desde el mar hasta los valles, cruzando sobre montañas y bosques que parecen desbordarse sobre uno. Su nombre viene de las siglas Ch.P., es decir, el tren Chihuahua-Pacífico. Che-Pe. El Chepe, como se le conoce de manera popular.
Justo en medio del trayecto de 673 kilómetros se abren las majestuosas Barrancas del Cobre, una enorme red de cañones en la sierra tarahumara. Contemplar las barrancas es una parada obligatoria en el viaje. Ahí donde la inmensidad de las cumbres y del silencio lo dejan a uno sin palabras.
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En 2007 viajé por primera vez en el Chepe. Tenía 24 años y mi presupuesto era reducido. Viajé solo, con una mochila cargada con ropa escasa, el mismo par de tenis, una cámara y un par de libros. Aquella ocasión seguí la ruta de Chihuahua a Los Mochis, convencido de que acabar en el mar era una gran manera de cerrar el viaje. ¿A quién no le gusta la playa? Sin embargo, la impresión que me dejó esta ciudad de Sinaloa no fue grata. La inseguridad se respiraba en cada esquina.
Once años después estaba otra vez en Los Mochis, dispuesto a hacer la ruta opuesta del tren. Apenas se desciende del avión, un golpe de aire caliente y húmedo impacta a quienes no estamos habituados a semejante temperatura. La ciudad también es diferente. Ahora luce radiante, limpia, con un nuevo teatro y hay más vida en sus calles.
Los Mochis está a unos cuantos kilómetros de Topolobampo, un puerto pesquero que no tiene playas para descansar. Sin embargo, eso no es impedimento para disfrutarlo. Los barcos camaroneros pintados de colores vibrantes —naranja, amarillo, verde—, adornan el horizonte. Sus tripulantes son hombres mayores, con la piel morena ajada por el sol y la sal. Cuando no están en altamar, se dedican a reparar las maquinarias de sus embarcaciones.
La primera impresión de Topolobampo es de un lugar rudo, habitado por personas de clase trabajadora que se dedican a la pesca. Sin embargo, desde hace unos años en el puerto ha ido creciendo un movimiento para convertirlo en un sitio acogedor para los turistas. Grafitis y murales de artistas nacionales e internacionales ahora recubren los muros de la calle principal. Un nuevo malecón fue construido por el municipio para contemplar los cielos azules que sólo Sinaloa es capaz.
También han surgido hoteles boutique como Casa Aduana y restaurantes como Don Gato. Todos los productos son de la pesca del día que es transportada en bicicleta por la dueña del lugar. Este local ha logrado lo impensable hace una década: tener los fines de semana filas de personas de Los Mochis esperando por un lugar. Topolobampo antes no atraía ni a sus propios vecinos.
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Topo, como lo llaman los habitantes, es un puerto donde parte y desembarca el ferry que lleva a La Paz, Baja California. Cientos de personas van y vienen de ambos puertos cada día. Para quienes desean recorrer la península, abordar el transbordador es una opción increíble: pueden subir con todo y auto y llegar en unas horas, en vez de subir hasta Tijuana y volver a bajar.
Por estas razones, Los Mochis quiere ser destino, no sólo un lugar de tránsito. Y para ello tiene las playas de Maviri, una pequeña isla rodeada de manglares que está conectada a través de pequeños puentes vehiculares. Para los amantes de la naturaleza, poco antes de llegar a la playa está la cueva de los murciélagos. Al atardecer, es posible ver la inmensa nube de mamíferos alados que salen a comer insectos y frutas. Un espectáculo que puede aterrar o asombrar ante su particular forma de belleza. En Maviri hay una larga fila de restaurantes que ofrecen la pesca del día y el famoso pescado zarandeado.
Otra posibilidad es rentar un yate y anclar a mar profundo para disfrutar de un momento de calma. Los habitantes de Los Mochis que tienen este tipo de embarcación disfrutan así sus fines de semana: cargan comida y bebidas, reúnen a familia y amigos, y se adentran en el mar de Cortés para tener fiestas privadas donde, si corren con buena suerte, pueden ver grupos de delfines o incluso ballenas.
Los Mochis quiere ser destino, no sólo un lugar de tránsito.
Los Mochis fue una ciudad azucarera, donde se asentó una importante colonia de ciudadanos estadounidenses. De ahí que se conservan grandes casonas estilo californiano de grandes jardines. El mejor ejemplo es el jardín botánico de la ciudad, donde estuvo la casa principal del estadounidense Benjamin F. Johnston, dueño del ingenio más importante. El industrial creó un hermoso jardín para su esposa, en el que incluyó el banyán, un árbol originario de la India y que es considerado como sagrado para los indios. Hoy es un parque público.
En su camino para convertirse en una ciudad para recibir turistas, en Los Mochis han surgido hoteles como La Casona, una impresionante mansión atendida por los propios dueños, con alberca y amplio jardín. También ha surgido la cadena de restaurantes Manzara, dedicada a ensaladas y vinos. Grecia Guerrero, su fundadora, abrió una tercera sucursal llamada Manzara Gaudir donde los platillos son hechos con productos locales, aprovechando que Sinaloa es el gran huerto de México, y se acompañan con vinos mexicanos. La chef Micaela Guzmán, originaria de Chiapas, es la responsable de la mezcla de sabores.
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Cerca de Los Mochis hay dos comunidades que deben ser visitadas: Villa de Ahome y El Fuerte. La primera es una pequeña población de estilo colonial, rodeada de grandes campos de cultivo. Mangos, naranjas, guayabas, sandías, papayas, etc. La tierra sinaloense es un prodigio del que brotan todos los sabores. El guisado regional “gallina pinta” —una sopa que mezcla maíz, frijol y cilantro— es de un sabor que deslumbra, a pesar de su simplicidad. La gente de la comunidad es franca. Esa sinceridad de la que sólo son capaces las personas del norte. Cerca de Villa de Ahome, en un sitio conocido como La Florida, se reúnen indígenas mayo para practicar la danza del venado y realizar sus rituales.
Para llegar a El Fuerte hay que tomar una media hora de carretera. Aquí el calor es inclemente: más de 35 grados en un paisaje más árido que Los Mochis o Villa de Ahome. En la plaza principal, se pueden comer mariscos en la Mansión de los Orrantía. El filete de lobina cubierto en salsa de naranjitas —una variedad miniatura y muy dulce de la naranja— es obligatorio. Las tostadas de mariscos en realidad son montañas de pescado, camarones y pulpo en una tostada de maíz que queda oculta. El sabor fresco sólo es posible gracias a la cercanía con el océano Pacífico. El museo mirador El Fuerte, en la cima del poblado, tiene una colección de objetos y fotografías antiguas. La construcción es una réplica del fuerte que se erigió para proteger a la población de una serie de ataques de los indios mayos, en el siglo XVII.
Cerca del centro del poblado está la presa Miguel Hidalgo, una imponente construcción que contiene el agua del río Fuerte. Hay un antes y un después de estar ante ese cuerpo de agua confundiéndose con el cielo. El paisaje hace recordar que hay algo más grande, más profundo.
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La primera estación del Chepe está en Los Mochis, pero es posible también abordarlo en la segunda estación que se ubica en El Fuerte y ahí lo hacemos. Viajar en este tren requiere disciplina. Su paso ocurre sólo una vez al día en cada dirección. Los pasajeros —mexicanos y extranjeros— esperan desde temprano. Oír el silbato de la máquina y sentir la vibración de su cercanía en los rieles causa una emoción casi infantil. Aunque cada día el Chepe cumple con su ruta de las 6 a las 21:30 horas, hay algo asombroso en cada una de sus llegadas. Su arribo es una promesa cumplida.
Una vez a bordo, al interior del carro hay una atmósfera de tiempos pasados, nostálgica. Desde la manera en que visten los meseros —chaleco, corbata de moño— hasta los acabados del carro comedor.
Viajar en tren causa la sensación de estar dentro de una película. Infinidad de títulos vienen a la mente: The Lady Vanishes y Strangers on a Train, de Alfred Hitchcock; Murder on the Orient Express, basada en el cuento de Agatha Christie; la mexicana Vámonos con Pancho Villa, sobre la época de la Revolución mexicana, hasta películas de zombis como la caótica Train to Busan.
Mientras en Estados Unidos, Europa y Japón tomar el tren para ir de una ciudad a otra es una actividad cotidiana, en México el uso de este medio de transporte es casi inexistente, pues cayó en desuso los últimos 30 años. En la década de los noventa, por decreto presidencial se privatizaron los ferrocarriles y, con esta decisión, desaparecieron los trenes de pasajeros y sólo se mantuvo su uso para fines de carga e industriales. El Chepe logró sobrevivir gracias a que era la única opción de medio de transporte para las regiones de Sinaloa y Chihuahua por las que cruza. Tal vez por ello el asombro de viajar en tren en tierras mexicanas.
Hay algo solemne al viajar en tren. Los pasajeros en general guardan silencio, absortos en el paisaje que se muestra por los grandes ventanales. Cada uno de los 37 puentes y 86 túneles por donde pasa la máquina es motivo de admiración y respeto. El Chepe es un prodigio de ingeniería que atraviesa la Sierra Madre Occidental y que fue creado en 1961.
Después de El Fuerte, las siguientes paradas son Témoris y Bahuichivo, en esta última los pasajeros pueden descender para tomar un transporte a los pueblos de Cerocahui y Urique, y tener una vista diferente de las Barrancas del Cobre. Uno de los puntos más importantes de la ruta es el puente de Santa Bárbara, o también conocido como La Herradura, donde el tren da una vuelta en forma de “U” y comienza a ascender para introducirse a la sierra. La vista es imperdible.
Hay dos opciones para disfrutar las barrancas. La primera es descender del tren en la estación Posadas Barrancas y alojarse en uno de los tres hoteles que tienen vistas hacia los cañones. La segunda, más sencilla y si no hay posibilidad de alojamiento, es bajar en Divisadero, la parada estrella de toda la ruta. Es ahí donde los pasajeros tienen la opción de descender del tren para ir al mirador y disfrutar la vista imponente de las barrancas. Esta oportunidad se limita a 15 minutos y los viajantes son advertidos que el tren está a punto de partir con un pitido de silbato.
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El hotel donde nos alojamos es conocido como El Castillo, debido a los techos puntiagudos que tiene su edificio principal. Las cabañas y habitaciones están distribuidas a su alrededor en un terreno lleno de pendientes, bajadas y escaleras en medio de un área boscosa. Visitar las Barrancas del Cobre y sus alrededores demanda un esfuerzo físico importante. Ahí no hay transporte ni caballos. El único medio de desplazamiento es caminar, caminar y subir pendientes de terracería. Ropa cómoda —ligera si hace calor o abrigadora si es tiempo de frío— y zapatos cómodos y resistentes son indispensables. Cargar con una botella de agua también es importante.
Hay diferentes rutas para explorar la sierra. Nosotros optamos por tomar un sendero desde donde se pueden ver las casas de los indígenas rarámuris —también conocidos como tarahumaras— que viven en las barrancas. Afuera de sus hogares se pueden comprar pulseras, textiles y artesanías hechas por ellos mismos. Los rarámuris son personas de pocas palabras; la primera impresión que dan es que son tímidos, pero en realidad son respetuosos. Quienes los conocen dicen que la vista imponente de las barrancas los ha enseñado a guardar silencio. Ellos prefieren observar esos atardeceres en que parece que el cielo está ardiendo en llamas.
Cuando llegamos a la orilla de un precipicio, el horizonte se abre y muestra la cordillera cubierta de un cielo azul intenso y nubes que flotan cercanas. Guardar silencio es el único modo de apreciar esa vastedad. Las corrientes de aire, algunas aves cruzando el cielo y el rumor de las hojas de los madroños —unos árboles de corteza roja— son los únicos sonidos que interrumpen el espectáculo. No importa las veces que se intente quitar la vista, uno queda hipnotizado ante el panorama.
Esta zona de la sierra tarahumara se ha vuelto popular para los corredores de largo alcance. Aquí se practican los ultramaratones de 60, 80 o hasta 100 kilómetros. Los rarámuris son grandes corredores. Este deporte ha llamado la atención de mexicanos y extranjeros que buscan la experiencia de correr en las montañas.
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La contemplación del paisaje y el atletismo no son las únicas actividades en las Barrancas del Cobre. Sabiendo el potencial que tiene el área para el turismo nacional, en 2010 se fundó un parque que cuenta con distintos tipos de tirolesas y puentes colgantes que cruzan sobre los abismos, así como un teleférico que sirve de atracción y, al mismo tiempo, de medio de transporte para los indígenas que viven en la zona y a quienes no se les cobra por el servicio.
Nosotros optamos por el Zip Rider, un tipo de tirolesa en el que se va sentado y se avanza a lo largo de más de dos kilómetros a cientos de metros de altura, de extremo a extremo de la barranca, y en la que se pueden alcanzar entre 90 y 120 kilómetros por hora. Daniel Almazán, el fotógrafo, y yo nos alistamos y salimos disparados juntos. Pero a los pocos metros lo rebasé: soy un hombre con unos diez kilos de sobrepeso, los cuales me ayudaron a alcanzar una velocidad apabullante. Cuando llegué a la otra punta, los trabajadores del parque me dijeron que nadie, durante ese día, había logrado llegar hasta el fin del trayecto. Decido, entonces, ponerme a dieta de manera inmediata. Daniel es un hombre delgadísimo y alto, y obviamente se quedó a unos 100 metros del fin del recorrido. Un joven colgó un arnés sobre el cable y fue por él. La maniobra daba vértigo, pero el joven la ejecutó con simpleza. Rita Meraz, nuestra guía, también debió ser rescatada al quedarse varada en las alturas. Durante unos años, esta tirolesa ostentó ser la más larga del mundo, hasta que una en Arabia Saudita la superó.
Llegar a la estación del teleférico para volver al parque implica subir unos 700 metros en un camino rústico justo bajo el sol. Es, quizá, la parte más pesada de todo el recorrido. Una vez a bordo del teleférico, la cabina se mecía con suavidad mientras se desplazaba sobre el abismo. Hay pasajeros mexicanos y franceses que platicaban en grupos, y en medio de ellos una mujer rarámuri miraba en silencio el paisaje. Es la única que, quizá, de verdad comprendía la maravilla de estar desplazándonos en el aire.
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En Divisadero tomamos el tren hacia Creel. La ciudad es famosa por los valles de piedras que tiene a su alrededor. El primero, en el que las rocas tienen forma de hongos gigantes. El segundo, donde los enormes pedruscos asemejan ranas. Y el tercero, y más importante, el valle de los Monjes o Gigantes. Unas altas columnas que se erigen entre el bosque como obeliscos. Los rarámuris lo llaman Bisabirachi que, en su idioma, es simplemente “valle de los penes gigantes”.
A partir de este punto, viajamos en automóvil por carretera. Extrañamos el tren durante el camino a Cuauhtémoc, donde uno puede asomarse a la vida de la comunidad menonita y a los enormes cultivos de manzanas que se venden en todo el país. Hay tres clases de menonitas: liberales, aquellos que han aceptado la tecnología y realizan su vida de manera común; los conservadores, quienes sólo utilizan la tecnología con fines de trabajo; y los ultraconservadores, quienes se niegan a usar electricidad o el automóvil.
En el Museo Menonita es posible conocer parte de su cultura y cómo es que miles de personas de esta comunidad llegaron en 1922 a México, durante el gobierno del presidente Álvaro Obregón. Si uno corre con suerte y es aventurado, es posible contactar a alguna familia liberal que permite conocer el interior de sus casas, a cambio de que se les compré algunos de los productos que tienen a la venta: textiles, quesos o postres caseros, como galletas o un fantástico strudel de manzana. Actualmente, hay más de 150000 menonitas en todo México.
Cuauhtémoc es la tercera ciudad más grande de Chihuahua y, por su diseño, recuerda a localidades de Estados Unidos o Canadá. En esta zona, el inglés se mezcla con el español en las pláticas. Las cadenas de comida, como la pizzería La Sierra, recuerdan la cercanía con la frontera norte. Las pizzas son fabulosas: entre sus ingredientes está un queso elaborado por los menonitas de un sabor insuperable.
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Chihuahua recibe a sus visitantes con un golpe de calor seco. Aquí no hay humedad como en Los Mochis. El centro de la capital del estado suena a banda. Los andadores peatonales están llenos de gente que visita los comercios. Nuestro tiempo se está acabando, pero antes visitamos los principales edificios de gobierno, donde se conservan vestigios de los últimos días del cura Miguel Hidalgo.
Llegamos en automóvil al aeropuerto. Registramos equipaje y pasamos los filtros de seguridad. En la sala de espera, el tiempo pasa lento, aburrido. El vuelo hacia la Ciudad de México tiene un retraso. Pasan los minutos y también pasa la hora pactada para el despegue. Nosotros seguimos pegados a las sillas, esperando que anuncien el abordaje. Pienso, entonces, en el milagro del tren y su llegada portensosa.
Siento nostalgia. Quiero volver al Chepe y sentir cómo el tiempo se transforma en el paisaje.
Daniel Almazán Klinckwort. Basado en la Ciudad de México, Daniel Almazán Klinckwort trabaja como fotógrafo independiente para distintas marcas y publicaciones en el mundo. Además, es cofundador y director creativo de airelibre.run, un proyecto que crea contenido y experiencias de viaje alrededor del conocimiento ancestral, la actividad física, la espiritualidad y el bienestar en general. @dklinckwort
Rafael Cabrera. Periodista independiente mexicano nacido en 1983. Ha publicado en Reforma, Emeequis, Animal Político, Aristegui Noticias, Gatopardo y BuzzFeed, entre otros medios. También es autor del libro Debo olvidar que existí. Retrato inédito de Elena Garro, una biografía de la polémica escritora mexicana, y coautor de la investigación y del libro La casa blanca de Enrique Peña Nieto. @raflescabrera