Sus olas color esmeralda, enormes y furiosas, son el deleite de los surfistas y el azote de los pescadores. Sus arenas van del dorado fino al negro volcánico, pasando por un gris pedregoso. A excepción de Manzanillo, casi todo el litoral colimense es mar abierto. La costa de Colima no se parece a las postales acapulqueñas con las que crecimos. Estas playas son agrestes, medio solitarias, reacias a los estándares turísticos. Aquí la norma son las enramadas, las cabañas rústicas y los pequeños hoteles familiares que vieron sus mejores glorias en los años ochentas, cuando la incipiente inversión turística cambió de industria y se fue a levantar el puerto de Manzanillo. El encanto de estas playas es, probablemente, su carácter indómito.
Esta cualidad agreste, más poética que turística, es consecuencia de lo que ocurre tierra adentro desde hace millones de años: el Volcán de Fuego y la sierra de Manantlán captan la lluvia, ésta forma arroyos y manantiales que luego se convierten en tres enormes carreteras de agua rumbo a la costa y que sirven como marcadores territoriales: el río Coahuayana señala la frontera con Michoacán, el río Armería pasa por el centro del estado; el río Marabasco separa a Colima de Jalisco. El volcán, la sierra y sus tres brazos de agua cambian constantemente la apariencia de este litoral.
Cuando Osvaldo Farrés compuso el verso “En el mar, la vida es más sabrosa”, no estaba pensando en Colima. Aquí la sabrosura no está en el mar, sino unos metros más adentro. Los tres ríos colimotes, luego de regar huertas y sembradíos en los valles, llegan a la planicie costera y forman estuarios, manglares y bocas de río. Ahí está la sabrosura para quien busca la calma costeña. Si uno quiere pescar sin temor y refrescarse, hay huertas llenas de fruta, pozas y ojos de agua. Pero la playa, lo que se dice la playa, es más bien un encontronazo con el océano.
Costa sur
Ahí donde Michoacán se convierte en Colima está Boca de Apiza, que junto con Boca de Pascuales presume de sus olas para surfistas todo el año. Los paladares realmente conocedores deben parar en la playa de San Telmo, en la Concha de Don Concho, una enramada que sirve el aguachile de gorro, un molusco de roca que se pesca artesanalmente; su sabor es más delicado que el callo de hacha y yo no lo he encontrado en ninguna otra parte.
La otra playa es Tamarindillo, una pequeña bahía prácticamente virgen a la que se llega solo en lancha. Un poco más hacia el norte, en El Ticuiz, una comunidad afromestiza llegada de Guerrero a mediados del siglo XX, se encuentra el estero de Mezcala, uno de los lugares más hermosos para el avistamiento de aves. En Tecomán, donde abundan los campos sembrados papayas, plátanos, piñas y otras frutas tropicales, está la playa de El Real, a donde solo se va a comer. El lugar más interesante es la enramada de El Chivo, un cocinero autodidacta que ha roto la barrera regional entre la cocina de mar y la de tierra.
Costa centro
Aquí encontramos una reliquia tropical llamada Cuyutlán, cuyo encanto costeño es previo a la era del aire acondicionado: sus casas conservan las celosías para que corra el aire; sus calles, la piedra bola para que no se inunden; y su memoria, recuerdos como el del barquito de vapor que atravesaba la laguna de Cuyutlán hasta Manzanillo, o la ola verde que arrasó con el pueblo y que sigue provocando temor entre los habitantes.
Su mobiliario de playa es involuntariamente retro y habla de cuando este era un balneario popular allá en los años 40, antes de que nos colonizaran la memoria haciéndonos creer que la única arena bella era blanca o dorada. Aquí la arena es fina, negro azabache, piedra volcánica hecha polvo que contrasta con el verde de las olas esmeralda. Pueblo adentro están las bodegas de sal de la cooperativa; más allá, la antigua estación de tren, abandonada pero digna, todavía en pie. Desde hace tres mil años, aquí se cosecha la mejor sal que he probado en mi vida. Visitar las salinas entre marzo y junio, al amanecer, y luego platicar con los salineros de su oficio, te hace poner los pies en la tierra.
En la costa central abundan las huertas de coco y de limón. Hay que internarse en una huerta y pedirle a los peones que nos vendan una manzana de coco, una esponja comestible que crece dentro de la semilla de coco. La experiencia traza un nuevo camino sensorial en la memoria.
Costa norte
Las playas de Manzanillo son difíciles de asir. Por un lado, la calma de la bahía y sus colores pastel al atardecer. Por otro, la permanente imagen de los barcos rompiendo el horizonte, sus ruidos, su huella industrial. Hay que alejarse de la zona portuaria, rumbo a las míticas Hadas, y aterrizar en dos playas chiquitas y populares: La Boquita y Santiago. En esta pequeña bahía se puede nadar en familia sin temor a las olas.
La ruta costera hacia el norte obliga una parada en Playa de Oro, amplia, hermosa y despoblada, limpia y solitaria. Para llegar hay que atravesar un buen tramo de sierra en camioneta y llevar consigo una sombra, agua y ganas de escuchar el mar. Más arriba, ya esquina con Jalisco rumbo a Barra de Navidad, hay una tira de playas sin nombre, de mar abierto, algunas casas vacacionales, y finalmente, Isla Navidad, un resort con su propia marina en la laguna de Cihuatlán, donde alguna vez atracaron las antiguas naos que traían y llevaban mercancía a Asia. Ahí, del lado de Colima está Colimilla, un pueblo pequeño en cuyas enramadas hay que probar el ceviche colimense, preparado con zanahoria y con los mejores limones de la región, y esperar a que llegue la tarde.