El nuevo paisaje de Barcelona es de no creerse. Un Parque Guell vacío. Una Sagrada Familia en silencio. Una Barceloneta donde la mirada se pierde en el horizonte marítimo. Hasta hace unos meses, nadie hubiera creído estas imágenes, pero la semana pasada —cuando las medidas de la contingencia empezaron a relajarse en Cataluña— los barceloneses empezaron a salir a la calle y se toparon con una ciudad que hacía años no veían: una ciudad sin turistas. Por primera vez, Barcelona es, exclusivamente, de ellos. Ver sus plazas vacías, sus parques despejados y sus calles limpias tiene su encanto, pero también tiene un costo altísimo.
Santiago Martín es el encargado del área de Comunicación y Relaciones Públicas del Majestic Hotel de Barcelona, que ocupa un magnífico edificio sobre el Paseo de Gracia, entre la Pedrera y la Casa Batlló. Para estas alturas del año, el hotel estaría lleno y la calle repleta de gente. Pero este junio es diferente. Desde marzo, el hotel cerró sus puertas y aún no hay fecha de reapertura. Y la calle, aunque cada día con más tráfico y transeúntes, tampoco es lo que era. Falta una pieza clave: el turista. Exactamente 11,977,277 de viajeros que llegaron a la ciudad mediterránea el año pasado, según cifras publicadas por el Ayuntamiento de la ciudad.
Cuando España declaró el Estado de Emergencia en marzo, el turismo desapareció de la noche a la mañana. Ahora, cuando Santiago sale de su casa, justo enfrente de la Estación de Francia, y se acerca a pie a la Barceloneta, se encuentra con una postal atípica: en lugar de turistas trasnochados, hay gente haciendo ejercicio. Algo que me asegura —y me consta— no sucedía antes. La última vez que estuve en Barcelona, salí a correr una mañana para descubrir que la vida nocturna de la ciudad acaba más bien temprano, y en los alrededores de la playa.
En Italia, donde esta semana abrieron la mayoría de sus museos, lo extraño fue ver que en la fila para entrar había solamente italianos. Entre las estrictas medidas de seguridad —que obligan a limitar el número de personas— y la ausencia de turismo; los italianos pueden, por primera vez en años, disfrutar de estos espacios a sus anchas. Algo inconcebible hace un par de meses, cuando para consguir una entrada a los Museos Vaticanos había que hacerlo con dos o tres semanas de anticipación.
La imagen se repite en toda Europa: las ciudades que hasta hace poco sufrían el sobreturismo hoy lo echan de menos. En París, las calles han vuelto a la vida, a comparación de hace unas semanas, cuando todo parecía desierto. Pero la diferencia es que los parisinos ya no pueden quejarse de los turistas porque sencillamente, no hay. Todas las imagenes que acompañan esta nota fueron tomadas por amigos que salieron a descubrir sus ciudades desiertas, como Santiago en Barcelona.
Con los turistas, desaparecieron las filas afuera de los museos, los camiones de tours, los grupos con banderitas y las bicicletas mal estacionadas. Pero en su lugar quedó un vacío: físico, anímico y económico. Para muchos de los que viven en estas ciudades —Venecia, Roma, París y Barcelona— estos días hay mucho que pensar. El respiro del turismo les ha devuelto una ciudad que sentían pérdida pero también les ha quitado la vida a sus calles y el ingreso del bolsillo. En un país como España, por ejemplo, se calcula que la derrama turística equivale más o menos a un 12% de PIB anual: con un cierre absoluto del sector en la primera mitad del 2020, el descalabro es clarísimo.
Aquí, lo importante es conseguir un balance. Pero nadie sabe muy bien cómo. Por ahora, la pandemia se encargará de que la reactivación sea lenta, al menos por unos meses. Pero luego, ¿volveremos al mismo punto donde nos habíamos quedado?, ¿seguirá Barcelona rompiendo cada año su propio récord o encontrará un balance después de esta emergencia?
Mucho tendrán que ver las políticas de gobierno —medidas como las cuarentenas obligatorias podrían retrasar drásticamente la vuelta de los viajeros—; el papel de la aerolíneas, los hoteleros y los cruceros como catalizadores de ese regreso del turismo; las crisis económicas en los países de origen de los turistas pero sobre todo, la actitud del viajero mismo. Como en cualquier intercambio comercial, el consumidor tiene mucho que decir a la hora de elegir (o tal vez deberíamos pensar en la palabra exigir). Tal vez es momento también de replantear lo que aceptamos como viajeros, y de lo que queremos cuando viajamos. Tal vez, si hay suerte, en un par de meses, los barceloneses y los viajeros puedan seguir compartiendo su maravillosa su ciudad, en un sano equilibrio.
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