Hace ocho años vivo en un barco de vela de doce metros de largo por seis de ancho, con mi hijo de seis años y su padre. Con la ayuda del viento navegué cincuenta mil millas náuticas; más de la vuelta al mundo, visité cuarenta países y cientos de islas en cuatro continentes.
Me acostumbré al ritmo y sonido de las olas, como si fuera una música que nunca se acaba. Navegué con fuertes vientos, temporales, lluvias y grandes olas que sacudían el barco. Sufro de mareos insoportables que trato de sobrellevar con todo tipo de pastillas, tés y parches que nunca funcionaron; lo único que puedo hacer es acostarme en mi cabina y esperar a que llegue la calma.
Dejé todo por amor: mi casa, mis padres, mis amigos, mi trabajo y mi cómoda vida en la ciudad, para vivir un sueño que nunca fue el mío. Por amor fui capaz de hacer muchas cosas nuevas. Aprendí a navegar, ayudar con las velas, el ancla y las guardias nocturnas.
Me adapté a una nueva vida, a vivir en un espacio pequeño con pocas cosas, sin grandes lujos materiales; aprendí a convivir con mi pareja las veinticuatro horas, sin tirarnos por la borda pues dependíamos el uno del otro. Aprendí a comer lo que encontrábamos, a limpiar y cocinar la pesca del día; a las quemaduras de sol y manchas en la cara. Al olor a sal y mar en mi piel, a la humedad en mi pelo y ropa; a tener los pies hinchados por el calor y andar descalza todo el día. A las picaduras de mosquitos, al frío de invierno que cala los huesos, al cansancio cuando navegas varios días, a los delfines que saltan en la proa, al miedo ante la inmensidad del mar, a las noches negras sin luna. A estar solos en silencio, a racionar el agua potable, a ver cangrejos en el lavabo, a no tener un trabajo remunerado, a estar desconectados del mundo, a disfrutar y respetar la naturaleza. A los peces voladores que aterrizan en cubierta, a no salir del barco durante semanas; a no poder correr, a inventar juegos para entretener a mi hijo, a no tener a mis padres, hermana y amigos cerca. A la soledad.
Pero sobre todo, aprendí a convivir intensamente con mi hijo y su padre durante semanas, meses, y años, encerrados en un espacio pequeño. Y me di cuenta, que había desarrollado una gran capacidad de tolerancia y paciencia que antes eran impensables.
La navegación en sí no me gusta, me cansa; se me hace pesada y monótona. Lo que realmente disfruto es cuando se dibuja la silueta de la tierra a lo lejos y un nuevo destino me espera para bajar a tierra a descubrirlo con mi cámara de fotos. Desde que mi hijo empezó la escuela hace año y medio vivimos en Tahití. El coronavirus llegó a la isla y, para evitar su propagación, el gobierno decretó el confinamiento.
Llevamos veinte días en el barco, encerrados al aire libre, en nuestra casa flotante. Al menos podemos nadar, no estamos cruzando un océano pero la experiencia es parecida; ahora el destino, para nosotros y muchas otras personas en el mundo, es incierto. Sólo espero llegar a tierra pronto.
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Evitar el mareo en los viajes