El maíz abraza cualquier ingrediente que se le pone enfrente. Con su consentimiento, claro. Tranquilo y pacificador, pero al mismo tiempo independiente y revolucionario, el maíz se extiende por el país con todo tipo de formas, usos y recetas. Por eso, me decidí a imaginar una semana perfecta comiendo maíz de norte a sur.
Primero llego a Monterrey y desayuno unas migas con huevo y chorizo, junto con unos empalmes —¿Los conocen? son tortillas de maíz con frijolitos guisados con orégano y chile de monte, cubiertos de manteca, asados—. Después hago tiempo paseando por la ciudad y para comer pido unos tacos de cabrito con tortilla de maíz. Se hace de noche y ceno un tamal de cerdo en chile rojo. No sufro de gastritis, gracias por preguntar.
Despierto temprano para teletransportarme a Tijuana. Desayuno dos quesabirrias y un consomé. Paso por unas margaritas y una cosa llevó a la otra; ya son las dos de la tarde así que voy por una tostada de mariscos: pulpo, camarón, y callo con mucho aguacate. Caída la noche (y caída en la noche) me voy por unos tacos de adobada, que más bien es pastor (y viceversa).
Tomo un vuelo a Guadalajara para comerme unas dobladitas de maíz con pasta verde y salsa de chile elote. Por ahí de las cuatro me entra el hambre y obvio iré por un pozole rojo acompañado de tejuino, esa bebida fermentada de maíz (fermentos, nunca me dejen). El tiempo pasa volando y ya son las ocho, así que voy por media tostada raspada de Zapotlanejo. Media porque conozco mis límites, niños.
Al día siguiente llego a la Ciudad de México. Combato el cansancio con mi desayuno revividor favorito: chilaquiles divorciados con carne de res y huevito estrellado. Hago una siesta porque quiero esquites de tuétano para hacer hambre y poder comerme cinco tacos al pastor sin problema. Ya como a las 10 de la noche pido un tamal al señor que pasa afuera de mi casa. Se le acabaron los de pollo en salsa verde; rajas con queso entonces.
Soy de Yucatán pero tengo sangre de la Vera Cruz. Nunca he ido. ¿Cómo será desayunar allá? Supongo que hay que pedir unas picadas (como las que hacía mi abuela) y un café; después ir al malecón a ver la vida pasar. Cuando me vuelve a dar hambre —que eso pasa casi cada dos horas— paso por un chile atole con flor de izote en salsa de chile guajillo, tomate, cebolla, bolas de maíz y pétalos cocidos de la flor (en la vida real ya estoy comprando mi vuelo a Veracruz, ¿van conmigo?) Para cerrar, ceno unos molotes de maíz con chile ancho y chorizo.
Este viaje imaginario no está completo sin pasar por Oaxaca. Esta ciudad me trae tantos recuerdos de cuando era una puberta sin rumbo fijo. (Sigo sin rumbo, pero ya no soy puberta.) Primero voy al mercado 20 de Noviembre por unas enchiladas de quesillo en mole coloradito, acompañadas de tasajo y un tejate (bebida a base de maíz y cacao). Luego voy hacia el centro por un mole de maíz o segueza, y ya cuando cae la noche paso al puesto de tlayudas.
Para terminar, Mérida. Llegó al mercado por unos huevos motuleños con su tostada bien fritita; luego tengo que visitar a mi madre por que no me perdonaría ir a mis tierras y no pasar a saludar. Como no puedo llegar con las manos vacías le compro unos polcanes (algo así como las gorditas yucatecas); a ella le gustan las de poc-chuc, pero también llevo de lechón, que son mis favoritos. La cena estará a cargo de unos salbutes y panuchos de pavo.
Me despido. Les recuerdo que si quieren mantenerse sanos coman tortillas tres veces al día. Si no, no se coman ni una. O cómanse cinco. Allá ustedes.
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