“Estamos en la punta donde aparecen los primeros amaneceres del continente americano”, comenta Sean con tintes de irlandés. Su acento difícil de entender se explica porque la pequeña isla de Fogo, situada al norte de la isla de Newfoundland, en Canadá, fue poblada por inmigrantes ingleses e irlandeses en el siglo XVIII, quienes venían por la pesca del bacalao y por eso se quedaron. Sean trabajó durante 40 años en la Fogo Island Co-operative Society, una planta de pesca que pertenece a una cooperativa, la cual sigue siendo el pilar de la economía de la isla.
Para llegar a esta esquina del mundo hay que tener paciencia, pues supone una travesía. Gander es el aeropuerto de aterrizaje más cercano, cuyos espacios parecen sacados de una película de Wes Anderson, con muebles originales de cuero diseñados en los años cincuenta, en tonos amarillo y naranja. Este pequeño poblado se hizo conocido por los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando más de 35 aviones aterrizaron aquí debido al cierre del espacio aéreo de Estados Unidos. Incluso una célebre obra de Broadway, Come from Away, revive el episodio.
Sin embargo, para los que tienen una memoria menos corta, es probable que recuerden que durante los años sesenta éste fue uno de los aeropuertos más importantes del mundo, ya que los vuelos trasatlánticos procedentes de Europa hacían aquí una parada obligada para abastecerse de gasolina. Desde Gander hay que tomar un auto para llegar al ferry que sólo tiene tres horarios de partida. A esto hay que sumarle que el reloj se ha adelantado 30 minutos, pues es de las pocas zonas en el mundo donde el huso horario aumenta media hora. Desde el barco, que tardará 45 minutos, ya se empieza a asomar este reino encantado. Serán otros 30 minutos hasta llegar al Fogo Island Inn, un hotel singular incrustado sobre las rocas en los límites de la tierra y en la orilla de un mar poderoso. El Inn, inaugurado en 2013, no es cualquier hospedaje: ha sido un factor definitivo en el desarrollo y el porvenir de la isla, generando impactos positivos en toda la comunidad.
Desde lejos, el hotel pareciera un exceso de modernidad, una aparición extraña y espectacular, que al acercarse va develando los materiales y formas familiares con los que se construye en la región. Al verlo por primera vez, hay una fascinación, la misma que genera una dimensión desconocida.
Al llegar a la habitación, hay calor y un sentimiento inmediato de acogida. Una bandeja con té y pasteles está dispuesta de manera impecable. La vista, enmarcada por ventanas que van de piso a techo, es imponente. Con cada sorbo de la bebida se va sintiendo un silencio pronunciado y la fuerza salvaje del Atlántico. Poco a poco se revela un horizonte infinito, como si éste trajera una nueva perspectiva del mundo.
La historia de esta obra arquitectónica, tan familiar y tan extraña al mismo tiempo, nace del deseo de Zita Cobb de hilar el pasado con el futuro. Zita, hija de un pescador, nació y creció en Fogo, pero se mudó lejos a los 16 años. Le siguió una carrera exitosa y extraordinaria en la industria de las nuevas tecnologías y quiso regresar para redefinir su relación con su lugar de pertenencia. Cuando volvió a Fogo en el año 2000, la sobrepesca mundial había hecho que los niveles de bacalao bajaran tanto que la isla se tambaleaba frente a una grave crisis económica. Por lo tanto, esta visionaria, junto con sus hermanos, creó la Shorefast Foundation, una fundación que es dueña del hotel y cuya misión es construir resiliencia cultural y económica en Fogo, partiendo del supuesto que todo negocio puede ser comunitario.
Para construirlo, Zita llamó a Todd Saunders, un arquitecto nativo de la provincia de Newfoundland, con su estudio en Noruega. Según Zita, ningún arquitecto que no fuera de la región podría entender sus matices.
La arquitectura es contemporánea, pero sin alejarse de las raíces. La punta del edificio principal del conjunto parece elevada en zancos, haciendo alusión a la manera tradicional de construcción de las casas pesqueras, levantadas sobre troncos de madera. Esto sucedía porque los colonos de Newfoundland no podían construir estructuras permanentes, ya que se les pedía que al final de la pesca regresaran a Irlanda o Inglaterra. Al recorrer la isla, se ven estas casitas que se levantan en medio del mar y en las orillas, construidas con tablones de madera pintados de rojo, blanco, azul, gris y un verde menta que es un tono recurrente en cenefas y puertas.
Como los arquitectos del Fogo Island Inn querían crear un lugar que conectara la tierra con el mar, todo el proyecto está orientado hacia el norte, mirando de frente al océano Atlántico.
Cada elemento del hotel, cada detalle, fue cuidadosamente pensado. Si la intención era crear novedades a partir de lo existente o lo antiguo, el resultado supera las expectativas. Los muebles de madera —las sillas, mecedoras y mesas— fueron hechos por artesanos de la isla bajo la dirección de diseñadores internacionales, quienes cumplieron con la consigna de imaginar una expresión contemporánea de su herencia cultural. El papel tapiz de cada cuarto es único y remite a los íconos que definen el paisaje de Fogo: renos, hierbas, botes, casas pesqueras. Los cobertores de cada habitación fueron hechos a mano con telas vintage por mujeres que honran la tradición de las colchas de retazos en la región. Los hermosos y coloridos cojines en forma de caracol y en lana pura que se encuentran en zonas comunes y habitaciones se tejieron a partir del diseño de una mujer que los elaboraba hace 50 años.
Todos los objetos que habitan el hotel se pueden adquirir en la tienda-taller The Woodshop, donde se desentrañan las historias de cada uno. La Silla Punt, por ejemplo, diseñada por Élaine Fortin, se inspiró en el método de los isleños para construir botes, usando las formas de la naturaleza, es decir, las curvas naturales de los abetos y los enebros para formar el esqueleto de sus pequeñas embarcaciones pesqueras. En esta silla moderna es posible obtener la trazabilidad del árbol con el que se fabricó y, al mismo tiempo, celebrar la antigua tradición de los fabricantes de barcos.
Curiosamente, como si se tratara de un producto de supermercado, cada pieza trae consigo una tabla de salud económica donde se puede ver a dónde va el dinero, con el fin de generar conciencia en el consumidor y mostrarle el impacto directo de su decisión de compra. Esta silla gastará el 9% del valor en materiales directos, 10% en diseño, 7% en marketing, 59% en la mano de obra y 15% en excedente que se invierte en la comunidad. Así mismo, muestran geográficamente en dónde se quedó el dinero: 79% en la isla de Fogo, 4% en Newfoundland, 11% en Canadá y el 5% restante en otros países.
Igualmente diseñaron las etiquetas para las estadías en el hotel con porcentajes que muestran el destino de las ganancias, de las cuales el 10% va para la contribución a Shorefast Foundation que se reinvierte en la comunidad.
El hecho de que la isla se encuentre geográficamente aislada, hizo que por siglos los habitantes se acostumbraran a construir todo, barcos, casas y muebles. Lo mismo se hizo con este Inn: todo se fabricó en casa.
Al salir del hotel, se deja el abrazo caluroso que supone estar en sus instalaciones, para enfrentar la aventura. Desde finales de mayo y durante el mes de junio, los glaciares se van asomando a las costas. Estos inmensos pedazos de hielo, de un azul que no parece de este planeta, flotan imponentes. Como si estuviéramos en una cacería, recorremos varios puntos de la isla para acercarnos a ese viento helado que desprenden y dejarnos sorprender por su inusual presencia. La misma sensación generan los cuatro estudios —de formas geométricas—que se destinan para las residencias de escritores, cineastas, músicos, curadores o artistas plásticos. La percepción cambia cuando se les mira desde distintos ángulos, pero todos tienen una ventana enmarcada hacia el mar que, seguramente, será fuente de inspiración inagotable.
En las caminatas, donde se siente el paisaje marcado por los extremos y la generosidad, nos acompaña Lori McCarthy, quien se dedica a hacer talleres y excursiones explorando todas las maravillas comestibles que crecen de manera silvestre en los alrededores del hotel. Las rocas de las pequeñas colinas están cubiertas por musgo, líquenes y rodeadas de arbustos. Lori escarba y encuentra frutos rojos diversos (hay alrededor de 34 comestibles a lo largo de la isla) para hacer tartas o acompañar las carnes de caza, como el alce —un animal preciado que se consume curado, secado, salado o simplemente cocido al fuego como un steak—.
La despensa regional también tiene abundancia de productos de mar, como el famoso bacalao, aunque la cooperativa de pesca también maneja —según la temporada— mejillones, callos de hacha, cangrejo, rodaballo o langostinos.
Jonathan Gushue, el reputado chef del hotel, pone en el plato herencia, tradición y vanguardia a través de ciertos giros creativos y cocciones modernas. Preservar, curar, fermentar son técnicas en boga hoy en día, pero resultan milenarias en la isla, debido a su clima inclemente. El saber del mundo natural implica sobrevivir en el duro invierno y para eso se necesita reservar provisiones, salando el pescado, curando la carne de alce, guardando los vegetales y fermentando los frutos silvestres. Sin embargo, no es invierno aún, y, para felicidad de muchos, la cooperativa se encuentra en los meses de cangrejo. Es una oportunidad espectacular para sentarse a la mesa, tenazas en mano y disfrutar de su delicada y sabrosa carne.
El nombre de Fogo remite a fuego en portugués. No se sabe con exactitud por qué los navegantes de Portugal le dieron este nombre a la isla mientras sus barcos la divisaban. Lo cierto es que en la actualidad, este recóndito lugar goza de un renacimiento gracias a la visión de una mujer apegada a su tierra que supo revertir el destino de una comunidad entera.
No se puede pedir el paisaje para llevar, pero una cajita de madera, cual telescopio, tiene el poder de evocar a través de un lente ocular esa entrañable habitación, de frente al mar, logrando en cada huésped un recuerdo imborrable.
Foto de portada: cortesía Fogo Island Inn.
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