Mucho antes de lo esperado, alguien te llama por tu nombre. Tienes más frío que nervios; es demasiado temprano para andar en manga corta, incluso en Florida. Alguien más te sujeta con un chaleco de cuerpo completo, que se cierra por la espalda, y te indica que te acuestes boca abajo. Quedas ligeramente suspendido, a 15 centímetros del suelo, y tus pies luchan por alcanzar el tubo contra el que deben quedar recargados. Iniciarás una aventura de hang gliding.
Walter, de pelo largo, entrecano, con bermudas y playera negra, se acomoda junto a ti en cosa de dos segundos. A esta persona se le ve a una legua que ha hecho esto mil veces, te dices, pero la verdad no lo sabes. Movimientos confusos ocurren alrededor y Walter te dice que, si vas a tener las manos en el tubo, mejor distiendas los brazos. Que te relajes, dice. Que te relajes de una vez por todas.
Inicia el despegue
La avioneta frente a ti comienza a avanzar y ya te estás arrepintiendo. De esto y de todos tus pecados. En unos instantes asciende y, con ella, sube también tu ala delta, que bien mirado no es más que un trozo de plástico. Subes. Atraviesas una franja de brisa matutina, ¿o qué es esta helada humedad del aire? Tienes, ahora sí es seguro, más frío que nervios.
El viento helado toca tu piel, que no estaba preparada para este momento. Sigues subiendo. El campo verde en el que estabas hace unos instantes se achica y parece ahora un jardín rodeado de jardines. Ahora es un parche verde rodeado de parches verdes.
Dice Walter que vas a sentir un jalón, porque la avioneta, tu única conexión con el mundo, va a soltar el ala delta. Instructor y piloto intercambian señales ininteligibles con las manos y de pronto sobreviene una turbulencia que te anuncia que tienes muchos más nervios que frío. Tu corazón se detiene, tu mente se pone en blanco, se acaba el frío. Y de pronto se acaba también el miedo. El ala delta planea con la suavidad de una pluma sobre el edredón de parches verdes con diferentes texturas y estampados.
Walter quiere que conduzcas el ala delta a la derecha y a la izquierda, pero, cuando lo intentas, te das cuenta de que él está haciendo todos los movimientos y decides no intentarlo más, dedicarte sólo a absorber la experiencia reservada a las aves.
Panorámicas de altura
El mundo es infinitamente pequeño desde los 2,000 pies de altura en los que vino a depositarte la traidora avioneta (en ese momento no te preguntas cuánto son 2,000 pies; si piensas demasiado en lo que estás haciendo, quizá dejes de disfrutarlo).
Walter señala su casa, los sembradíos de naranjas, el terreno de su amigo Chuck (aunque quizá no se llamaba Chuck), la propiedad entera de Wallaby Ranch, que es inmensa, y lo que está más allá de su territorio. Dejas que todo gire suave o intensamente, que el viento se encargue de la operación, hasta que los parches se convierten en jardines y los jardines vuelven a tomar la dimensión de un inmenso campo. Aterrizas con la misma sutileza con la que despegaste. Estás de vuelta en suelo firme, extrañamente aturdido, extrañamente feliz.
Ésta es una de las experiencias que desde 1991 ofrece Wallaby Ranch, a unos 40 minutos del centro de Orlando. También imparten cursos, ya sea que se quiera pilotear la avioneta o dominar el ala delta. Es una opción magnífica para quienes buscan tachar actividades de su bucket list, pues no se requiere ningún tipo de entrenamiento previo y la sensación de planear a más de 600 metros (casi tres veces la altura de la Torre Mayor) no puede compararse con ninguna montaña rusa del área.
Tras el vuelo en tándem, la comunidad que habita y administra Wallaby Ranch abre las puertas de su casa, donde tiene dispuesto un comedor. El desayuno —que se sirve en una colección irregular de vasos y tazas, entre parafernalia australiana, frascos de Vegemite, un gato gordo y calcomanías con leyendas como “The hippies were right”— consiste en huevos, pan, espárragos, verduras al vapor, pastel de zanahoria y fresas cubiertas de chocolate: justo lo necesario para después de una sesión de emociones fuertes…, y antes de más emociones fuertes.
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