Los cuervos sobrevuelan los cielos de Tokio y Kioto. Ambas son ciudades accesibles que facilitan la vida a los débiles visuales, ya que cuentan con paneles en braille sobre las banquetas. Las calles se organizan por bloques en lugar de nombres. Las fachadas de los edificios tienen azulejos blancos y grises. Los cables de luz están revueltos. Si llueve, los japoneses andan en bici con el paraguas abierto; y si van al béisbol, las aficiones se turnan para echar porras cuando su equipo batea. Los niños van y vienen solos a la escuela. Los ancianos suben las colinas con un bastón y una joroba que no les permite levantar la mirada. En el metro se escuchan melodías que salen de bocinas invisibles, pero la gente anda en silencio: cada vagón es como una biblioteca. Se siente la humedad de la isla. Se piensa primero en el otro.
Éstas son algunas de las cosas que nadie nos había contado sobre Japón. Tampoco se habla mucho de su variedad gastronómica más allá del arroz y el pescado. Nosotras decidimos hacer un viaje culinario fuera del lugar común para averiguar qué ofrece la comida japonesa más allá de esas ideas preconcebidas.
TONKATSU
El plato con el que inauguras un viaje marca la bienvenida al país que visitas, y existe una alta probabilidad de que sea la comida que más recuerdes. Por eso, no hay mejor manera de iniciar tu viaje a Tokio que con un banquete detonkatsu: un corte de cerdo premium con la proporción exacta de empanizado crujiente. A nosotras nos recibió con brazos abiertos el Butagumi, en la zona de Nishi Azabu. Lo reconocerás por ser una pequeña casa con una puerta de madera y un letrero de bienvenida con una media luna. Además de acogedor, este restaurante tiene 50 variedades de cerdo.
Destaca el ibérico de bellota y el mangalica; de los japoneses, el Hokkaido y el Gunma. Nos sentamos en el segundo piso, sin zapatos, en una mesa de banco corrido que quedaba como sumergida al ras del suelo. A nuestro lado dos parejas jóvenes estaban en una mesa baja, sentados en cojines con las piernas cruzadas en el piso. El menú parece una enciclopedia por la cantidad de páginas que tiene y te muestra un diagrama del cerdo con las partes a elegir. Pedimos belly y tenderloin, pero no hay por qué preocuparse, cualquier decisión será correcta. También ordenamos nuestras primeras cervezas japonesas que nos acompañaron a lo largo del viaje: Asahi, Kirin y Sapporo.
A la hora de servir los platillos, la mesera se sentó de rodillas (lo que los japoneses llaman seiza) para acomodar todo en la mesa, dándonos la sensación de formar parte de un ritual. En este lugar colocan el tonkatsu sobre unas rejillas de cobre del tamaño del plato para que el borde empanizado con hojuelas de panko no se humedezca y se mantenga crujiente. El cerdo dorado a la perfección, jugoso y tierno, viene con arroz al vapor, ensalada de col, verduras encurtidas y una exquisita sopa miso. Es costumbre remojarlo en una salsa casera espesa, hecha a base de tomates, ciruelas, dátiles, manzanas, limón y apio. Con esta comida sentimos que Japón nos abrazó. Cuando dejamos los platos vacíos, miramos a las parejas de al lado: para ellos era una tarde cotidiana de sábado; para nosotros, inolvidable.
Hay otro tonkatsu imperdible en Tokio, no sólo por tener una Bib Gourmand Michelin (que reconoce las buenas mesas asequibles), ni por la personalidad seria y atractiva del chef, Seizo Mitani, quien desde la cocina controla el restaurante con la mirada y atiende a los comensales en la barra, sino también por la oportunidad de ver cómo preparan el mejor cerdo del mundo: el de Okinawa. El restaurante se llama Narikura, y se encuentra en Takadanobaba, es un sótano y el menú está sólo en japonés. Nosotras elegimos a ciegas el corte y el tipo de cerdo. Sin saber qué significaba nada, cada una señaló algo diferente en la carta y, de nuevo, no hubo error: todo fue espectacular.
Hay que llegar temprano para hacer la fila que va desde la calle hasta las escaleras que descienden al restaurante. Los horarios de comida en Tokio son de 11:30 de la mañana a 14:00, y tiene que estar el grupo completo para entrar. Si bien son algo estrictos durante la espera, una vez dentro te tratan como rey. Las porciones de cerdo aquí son más grandes y se fríen en ollas de cobre a baja temperatura, por lo que la carne queda en su punto, de un color rosa claro y muy tierna; el empanizado también es más crujiente. Quien haya inventado la frase de “barriga llena, corazón contento” seguro comió este tonkatsu.
TEMPURA
Localizar cualquier restaurante en Japón requiere de paciencia y perseverancia. Por más que el mapa digital indique que has llegado, casi nunca lo verás a la primera. Toda esta búsqueda se convierte en un verdadero reto, casi como resolver un misterio, ya que tampoco es fácil preguntarle a cualquiera. Para llegar a Tempura Abe, en Ginza, dimos como 30 vueltas en la misma esquina durante media hora, pero no claudicamos. La clave fue buscar entre los letreros el ideograma japonés que coincidiera con el de nuestro mapa. La pista la encontramos en un elevador en plena calle que señalaba al botón del sótano. Pensamos que quizás invadíamos propiedad privada, pero en cuanto descendimos y se abrieron las puertas supimos que habíamos llegado al lugar indicado.
La recepción es un espacio muy pequeño, y el restaurante, sin ventanas, cuenta tan sólo con 12 asientos en la barra y una mesa chica para cuatro personas. Esperamos en la fila con algo de claustrofobia, hombro a hombro con otras siete personas. Éramos las únicas extranjeras. El elevador se abrió un par de veces con gente que ya no cupo y tuvo que resignarse. Por suerte, a los pocos minutos, nos asignaron la mesa de cuatro con una pareja de locales que nos enseñó a comer tempura como se debe.
Este platillo consiste en verduras y mariscos con un capeado fino, como escamas de pan. La degustación es parecida a una de nigiris, por presentarse pieza por pieza. Hablamos en inglés con nuestros compañeros de mesa y nos sugirieron pedir el Tempura Abe Special Course. Abe es el chef y dueño del lugar con más de 30 años en este oficio. El menú consistió en berenjena, seta, calabaza, camote, cebolla, una pieza de pescado blanco y dos camarones. La fritura era ligera, crujiente, apenas dorada y a la temperatura exacta para que tanto los vegetales como las proteínas se mantuvieran frescos, en su punto.
Al singularizar los ingredientes, el tempura por sí solo te enseña a disfrutar cada bocado y a conectarte con el tiempo presente a través del sentido del gusto. Ese día también aprendimos que vale la pena añadir los distintos tipos de sal en la mesa para sazonar las verduras y los mariscos a tu antojo. Estos condimentos ayudan a realzar las diferentes propiedades de cada elemento y vale la pena consultar al chef para saber qué va mejor con qué. Como guarnición nos dieron la habitual sopa miso, arroz al vapor (que nuestros nuevos amigos locales pidieron en dos ocasiones como si fueran tortillas), y de beber, té verde. Aún cuando este restaurante tiene una Bib Gourmand Michelin, sentimos que descubrimos un lugar clandestino (el cual no íbamos a compartir con nadie, hasta ahora). Y hay más información secreta: cuando llegó la cuenta no creímos el precio, pagamos 1500 yenes (13 dólares, cerca de 255 pesos mexicanos). Dato importante: fuimos a la hora del lunch; por la noche, la misma degustación cuesta cinco veces más.
Otro tempura muy especial fue Miyakawa, en Aoyama. El chef Isao Kanemasa se encarga él mismo de su restaurante, que abrió hace 50 años, sólo lo apoya una persona más para servir y retirar los platos. El lugar es más elegante que Tempura Abe, hay más turistas y su especialidad son los mariscos. La calidad del capeado del tempura y de los ingredientes tiene el mismo nivel que el anterior; sin embargo, el carisma y la alegría del chef por su trabajo le dan un valor agregado a esta experiencia. La realidad es que mucho de la gastronomía japonesa gira en torno a unapersona hiperespecializada cocinando sus platillos con paciencia y dedicación durante toda su vida. Conversar con ellos, en la medida de lo posible, fue muy valioso para nosotras. Al chef Kanemasa, como a muchos otros, le dijimos “oishii” (delicioso) y “gochisosama deshita” (gracias por una comida exquisita), e hicimos una reverencia al despedirnos. Era nuestra manera de rendir tributo y agradecer a estos grandes maestros.
RAMEN
Comer ramen en su lugar de origen es cruzar un umbral sin retorno. Es como ver una obra de Shakespeare en Londres, por más que se replique —y hasta supere— en otras partes del mundo, nada se compara a disfrutarlo en el contexto debido. A simple vista, el ramen parecería sólo una sopa de fideos, pero la realidad es que desde la primera cucharada te sumerges en un potaje de complejidad culinaria. Nuestro preferido en Tokio fue Afuri, en Omotesando. Se trata de una cadena que tiene varias sucursales, pero ésta, en particular, se encuentra en un barrio con increíbles tiendas de diseño e interesante arquitectura en los alrededores.
Después de hacer fila por casi una hora, llegamos a la máquina en donde ordenas tu pedido, y nos pareció el monolito de Kubrick. Por intuición desciframos las opciones, elegimos: base de caldo, tipo de noodles, nivel de picante. También, los toppings: cerdo, huevo, alga, y el tamaño de la cerveza. Optamos por una pinta. Al finalizar la compra, con efectivo o tarjeta, se imprimen unos boletitos con lo que seleccionaste y debes entregárselos a alguno de los cocineros.
Nos sentamos en la barra alrededor de la cocina abierta para observar la preparación del platillo y abrir el apetito con una cerveza helada. Lo que hace a este ramen tan diferente es el método de cocción: asan la pieza de cerdo (pork belly) al carbón y el ahumado permea el caldo. El huevo perfecto (no es adjetivo, así se le llama), con la yema blanda y la clara dura, también le da una particular consistencia cremosa. Y el balance precio-calidad es maravilloso. El plato llegó más pronto de lo que imaginamos y muy caliente. Del caldo salía un vapor denso, como el de las caricaturas. Nos detuvimos por un instante a apreciar su belleza. Fue imposible resistirnos a tomarle una fotografía, y una parte de mí se sintió apenada por romper el orden de ese universo con la cuchara.
Al igual que en muchos restaurantes (menos los izakayas, que son como cantinas) aquí no hay tradición de sobremesa. Comes y te vas. Los japoneses degustan el ramen a gran velocidad, sorbiendo los noodles aún cuando el caldo está hirviendo. Se nos antojó poder comerlo así algún día, estamos seguras de que se disfruta más de esa manera que a cucharadas lentas. Al salir coincidimos en una idea: “Comer ramen en Tokio y después morir”.
La variedad de ramen en la capital nipona es enorme, desde los que tienen mención Michelin, como el Menya Ishin, hasta los sobas milenarios hechos de trigo sarraceno, como el Sarashina-horii; pero otro que a nosotras nos cautivó se llama Ichiran y tiene sucursales en todo el país, desde su natal Hakata hasta Tokio y Kioto. Al igual que el anterior, el ramen se le ordena a una máquina para armarlo a la medida, como si fuera el avatar de un videojuego. La experiencia aquí es fascinante porque no ves a ninguna de las personas que atienden. La barra alrededor de la cocina está diseñada con cabinas que dividen los lugares de manera individual y ocultan a los cocineros. Sólo se escuchan sus voces trabajando, y sabes de su existencia hasta que abren una cortinita y aparecen unas manos con tus alimentos.
Para llamarlos hay que pulsar un botón y apuntar en una hoja de menú lo que necesitas. Tanto el sabor potente del caldo de cerdo, reducido por un mínimo de 14 horas, como la opción de pedir otra tazade noodles para alargar ese deleite en solitario son un distintivo de este ramen, al igual que la salsa picante que es la receta secreta y sello del lugar.
YAKITORI
A diferencia del resto del mundo, en Japón se puede fumar en locales cerrados y no en la calle. La lógica detrás dicta que el ciudadano elige libremente asistir a un lugar privado a diferencia del espacio público, que es de todos y no debe estar supeditado al gusto de unos cuantos si dañan a los demás. En el delicioso yakitori de KushiWakaMaru, en Nakameguro, se puede fumar. Contrario a lo que se pensaría, la atmósfera del lugar es muy agradable y no se percibe ningún tipo de humo por la tecnología de los extractores.
Este platillo, que consiste en sencillas brochetas, se ofrece en espacios mucho más relajados, menos sobrios y más ruidosos. Las mesas casi se enciman unas con otras, como si estuviera hecho a propósito para obligar a la convivencia mientras los platos llegan conforme van saliendo de la cocina abierta desde el centro del restaurante. Se podría pensar que el yakitori se trata sólo de un acompañamiento a la charla, la bebida y el cigarro, pero nada es secundario en Tokio, cada pedazo de comida prensado en ese palito de madera es un manjar.
Aquí cocinan las brochetas en asadores especiales, con un tipo de carbón cuadrado que se consume más lento y dura más tiempo, aunque de vez en vez los cocineros reviven el fuego con sus abanicos de palma. Constantemente las giran para lograr la cocción perfecta, y luego las barnizan con una pincelada de salsa a base de soya agridulce que las carameliza. Probamos pollo, pescado, res y una variedad de verduras del menú. Todo estaba jugoso por dentro, perfectamente sellado, saladito y ahumado.
El yakitori es ideal para acompañar con cerveza y sake. En este local lo sirven en unos vasos de bambú (que ojalá los vendieran). Del techo de la barra cuelgan tablas de madera con el nombre de las brochetas que aún hay disponibles, que van quitando conforme se terminan, y la cuenta se cobra a partir de la cantidad de palitos de madera que dejas al centro de tu mesa en un vaso de porcelana. Tan bien nos la pasamos aquí, que regresamos a los dos días.
SHABU-SHABU
No sé si es por el imaginario de nuestra infancia, pero siempre habíamos querido conocer una casa tradicional japonesa. Nuestro deseo se hizo realidad en el barrio de Gion, en Kioto, en el restaurante Junidan-ya, en donde además presumen la creación del shabu-shabu, un platillo de carne y verduras que uno mismo se cocina en la mesa al sumergir los ingredientes en la olla del centro con agua hirviendo. El lugar es una casa de madera, que los japoneses llaman machiya, la cual fue construida hace más de un siglo y se conserva en su disposición original. Conviene ir de noche para que sea una experiencia aún más interesante por la atmósfera que crea la iluminación interior.
Al entrar, nos presentaron a nuestra host vestida en un precioso kimono azul marino. La seguimos sin zapatos hasta nuestro cuarto privado (previamente reservado), que parecía la sala de un samurái poderoso, con sus clásicas puertas corredizas, conocidas como shōji, de marco de madera y papel washitraslúcido. En las paredes colgaban como guardias los grabados en blanco y negro de unos monjes de ojos grandes, obras originales del artista ShikōMunakata. La mesa en el centro a la altura del piso era la protagonista en espera de sus comensales, y en vez de sillas había cojines. El menú de shabu-shabu lo elegimos previamente, así que nos pusimos en sus manos, un acto de desapego muy recomendable en Japón.
Como entrada nos dieron una serie de platillos por pieza que debían comerse en sentido opuesto a las manecillas del reloj. Algunos fueron imposibles de descifrar, una especie de canapés de huevo y tofu con texturas desconocidas para nuestro gusto; otras, consistían en sashimi, alitas de pollo, miniberenjenas. Después llegó la olla de cobre con agua hirviendo, como una especie de lámpara de Aladino, las charolas con verduras (col, hongos, enoki) y seis delgados filetes de carne wagyu de Tamba (región cerca de Kioto) para cada una. Las vacas de las que proviene esta carne han tenido una buena vida: han sido masajeadas diario para que la grasa quede distribuida equitativamente.
Nuestra host nos explicó que la col debíamos dejarla por más tiempo, pero para la carne nos dio una técnica: tomar el filete con los palillos de madera, meterlo en el agua y moverlo de un lado al otro diciendo dos veces en voz alta: “Shabu-shabu, shabu-shabu” y ¡listo! Probablemente nos relajamos demasiado al estar en un cuarto privado, porque no censuramos ninguna de nuestras exclamaciones de “mmmm” con la carne que se derretía en segundos en nuestra boca.
Al terminar la cena, que acompañamos con sake y cerveza, nos escapamos a inspeccionar la casa. Con una sensación onírica, caminamos por los pasillos entre las puertas de papel blanco cerradas. El piso crujía debajo de nuestros pasos, y los murmullos en japonés se enlazaban como estrofas de poesía renga. Ahí, descalzas en esa machiya, escuchando ese rompecabezas lingüístico mientras afuera caía una lluvia de otoño, hicimos conciencia de estar del otro lado del mundo.
CAFÉS Y TÉ VERDE
Al pan tostado, huevo y café, los japoneses lo llaman “desayuno occidental”, ya que ellos suelen comer por la mañana pescado crudo y vegetales. Para no perder tiempo buscando nuestro habitual alimento matutino, optamos por los exquisitos sándwiches de huevo duro empaquetados y los onigiris (triángulos de arroz envueltos en alga y rellenos de delicias como ume o salmón) que venden listos para llevar en los 7 Eleven. Y después, eso sí, buscábamos un buen café. Hay excelentes opciones por todos lados, pero hay uno muy diferente que vale la pena conocer: el Koffee Mameya, en Omotesando.
El lugar es un cubo de concreto, un espacio impecable y silencioso de pequeñas dimensiones, atendido por tres baristas vestidos con bata blanca como de laboratorio. A diferencia de la tendencia de servir el café en serie, aquí no tienen prisa, le dan tiempo y atención a cada cliente, como si fueran a recetarte un medicamento. No hay comida, ni galletas, ni revistas, ni tazas a la venta: sólo café. Tampoco sillas, sillones y mesas, el café se toma de pie en la barra o lo puedes llevar.
Te harán preguntas sobre tus gustos y preferencias para darte su mejor recomendación. El expreso doble que probamos estaba cremoso, sin ser cortado, con una amargura balanceada y un aroma que se disfruta desde antes de tomarlo. Es posible también comprar granos del café que más te haya gustado. Yo elegí el Ogana. Te lo entregan en un hermoso costal de tela, en donde incluyen la fórmula exacta para prepararlo en casa, cantidad de agua, el nivel de temperatura y la manera de molerlo.
Otros dos cafés muy agradables, y con desayuno occidental, son el Clamp Coffee Sarasa, en Nakagyo-ku, Kioto, y el Kayaba Coffee, en Yanaka, Tokio.El primero es un lugar contemporáneo; el segundo existe desde 1938. En Clamp crearon un concepto interesante al tostar café in situ. Parece una especie de fábrica con una gran selección de música (en ese momento sonaba un acetato de Count Basie y Dizzy Gillespie), objetos de diseño y libros para consulta (nos encantó el de Cooking with Scorsese and Othersde Hato Press). Se encuentra en una zona residencial, de camino nos acompañaron los cantos budistas de un templo. Junto al local hay una tienda increíble de antigüedades (Artifact 32) y otra muy bonita de plantas (Cotoha).
Por su parte, el Kayaba es un local de principios del siglo XX en el barrio más antiguo de Tokio. Ofrecen un café de gran calidad y desayunos deliciosos con una guarnición de sopa de cebolla. Nosotras empezamos el día aquí y después recorrimos las calles de Yanaka, las cuales conservan la atmósfera de otra época. Si en lugar de café buscas té verde, el mejor lo hacen desde hace 300 años en Ippodo; donde hay salones especiales para disfrutar del ritual o para tomar un taller.
BARES
Durante el viaje también conocimos algunos bares. En Kioto descubrimos el Common Bar, escondido al final de un camino de piedras dentro de una casa con un típico jardín japonés. El mayor atractivo es el diseño de la barra de madera brillante, larga y pesada, con sillas bajas. Los bartenders se encuentran del otro lado en un nivel más abajo del piso. Probamos un delicioso martini seco, con la aceituna servida por separado en su propia copa de cristal. Es un buen lugar para tomar una copa antes de cenar.
En Tokio nos fascinó el Imperial Bar, que es lo único que se conserva de la estructura original del Imperial Hotel de Frank Lloyd Wright. Fuimos a mediodía, aunque quizá sea mejor ir de noche, pues el espacio es completamente cerrado. La barra de madera también es achaparrada y con sillas bajas para los clientes, pero aquí tienen una iluminación especial que proyecta varios círculos que delimitan el área donde sirven cada trago. La decoración mezcla murales tipo frescos, con piedras de estilo prehispánico y columnas adornadas, todo conectado de manera simbólica, geométrica y minimalista.
Como muchos otros locales en la ciudad, el Ginza Music Bar se encuentra en un cuarto piso. El espacio es rectangular con sillones de terciopelo e iluminación azulada. Los ventanales ofrecen una increíble vista a los edificios delgados y los letreros luminosos. Nos enteramos de que para abrir un bar no necesitas permiso. Una vez que lo inauguras sólo tienes que dar aviso al gobierno de que has iniciado labores, y ellos confían en que los ciudadanos respetarán las reglas de convivencia. Así cualquiera puede compartir edificio con el bar más popular y nunca escuchará ruido, ni será molestado por los comensales.
El Ginza Music Bar nos hizo pensar en el escritor Haruki Murakami. Se notaba que el dueño era un melómano apasionado con la colección de acetatos más impresionante que haya visto, no por la cantidad sino por la selección. El volumen al que se escuchan los discos era perfecto para conversar, pero también para notar el sonido raspado de la aguja sobre el vinilo. Sólo había dos personas atendiendo el lugar, ambos servían tragos y ponían los discos. En la repisa de arriba colocaban la portada del que vendría y en la de abajo el que escuchábamos, lo cual hace que continuamente prestes atención a la música y te quedes por más tiempo. Sin duda, fue uno de nuestros bares favoritos. Otro gran detalle es que en las servilletas viene apuntado el número telefónico del bar como si estuviera escrito con pluma. Una tendencia en Japón es la recuperación y reinvención del pasado, los negocios no dan nada por pasado de moda.
Aunque turístico, el Memory Lane de Shinjuku es una experiencia única de bares diminutos, entre callejones, uno tras otro. Son más de sesenta. Nuestro objetivo fue encontrar el bar al que asiste el fotógrafo DaidōMoriyama. Utilizamos nuestra misma estrategia detectivesca de buscar la pista a partir de la letra japonesa en nuestro mapa, y lo ubicamos rápido, pero desafortunadamente estaba cerrado. De cualquier forma seguimos caminando. Todos los bares estaban llenos, tuvimos suerte de encontrar lugar en uno llamado Euphoria. Sólo cabíamos ocho personas en la barra, escuchamos buena música y no nos quedó de otra más que convivir con las personas que estaban ahí, una pareja local y otra de australianos. Hablamos de las costumbres alrededor del trago en nuestros países, algo de política y futbol. Y brindamos por la ciudad en la que Moriyama ha caminado desde hace 50 años para transformar los instantes urbanos, como ése, en imágenes monocromáticas como expresiones del deseo.
Y SÍ, UNA PIZZERÍA
Por último, aunque parezca extraño, tenemos que hablar de una pizzería en Tokio. Abrió en 2016 en Azabujuban, se llama Savoy y tiene fama de ser una de las mejores del mundo (en parte culpa de David Chang y su serie Ugly Delicious). El chef Tsubasa Tamaki decidió únicamente cocinar dos tipos de pizza: marinara y margarita. Una vez más, nos sentamos en la barra con espacio para diez personas alrededor del horno de piedra para observar la forma de preparación. La masa la sacó de unas cajas de madera que conservan la humedad, el ajo lo cortó rapidísimo en las capas más finas que jamás habíamos visto y no escatimó en el aceite de oliva, el cual vertía de una jarra de cobre sobre la pizza antes y después de meterla al horno. Por el sabor puro, simple, la sensación del tomate, el aceite de oliva que parece mantequilla, el aroma del ajo y el orégano, la marinara fue nuestra preferida. Los japoneses saben llevar las cosas a la perfección, y esta pizza fue una sorpresa que rebasó nuestras expectativas.
Cuando volvimos a México, nuestra visión había cambiado. Japón nos confrontó con nuestro anterior concepto de civilización y evolución. Las comparaciones fueron inevitables, aunque tampoco nadie nos lo advirtió. En el terreno gastronómico se sembró en nosotras una nueva forma de apetito: ahora cuando tenemos antojo de comida japonesa en lo último que pensamos es en sushi.
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