El sentimiento de tradiciones auténticas y de originalidad se aprecia mucho en una era de globalización en la que el turismo masivo tiende a arruinar los lugares. En las grandes capitales europeas, a veces es fácil percibir a los sitios hechos para turistas, como artificiales, donde uno va a tomarse la foto y ya está. No es el caso de Cracovia.
Las calles lucen llenas. Cientos de personas disfrutan de los últimos rayos del cálido verano y se dirigen al monte Wawel, centro histórico de la ciudad y piedra angular de la existencia polaca, amenazada y asediada en tantas ocasiones, que resulta sorprendente la supervivencia de la nación. Los polacos lo consideran casi un milagro y, por eso, una abrumadora mayoría —superior al 70 por ciento— de quienes recorren hoy esta montaña amurallada provienen del interior del país.
Los más pequeños aprenden sus primeras lecciones sobre Casimiro III el Grande, uno de los reyes polacos más célebres de la historia. Es fácil notar su relevancia por todas las construcciones, calles y barrios con su nombre.
Aquí, en el castillo que mandó construir en el siglo XIV, quedan muchas de las edificaciones originales, lo cual es bastante decir para un país que desapareció del mapa por más de 100 años, cuando desde finales del siglo XVIII a principios del XX su territorio estuvo repartido entre Prusia, Rusia y Austria-Hungría, y, apenas hace unos años, en la Segunda Guerra Mundial, fue de los países más dañados por los alemanes.
La colorida Catedral de Wawel, en el ala izquierda del castillo, resalta con sus torres de arquitectura renacentista, gótica, clásica y barroca. Los levantamientos y ampliaciones duraron tantos siglos, que terminó adoptando algo de cada época, por lo que es un edificio único en Europa Central. Por dentro, incluso, hay frescos bizantinos. Esta catedral es el punto más al occidente donde puede encontrarse este estilo.
Debido a la gran cantidad de visitantes, durante el recorrido se prohíben las fotos, lo cual ayuda a que sea más fluido y se aprecie de mejor manera este recinto religioso (todos los días hay misa católica) que, además, funge como sepulcro de los héroes de la nación y museo.
Una de las áreas más visitadas es la dedicada a Juan Pablo II, que fue clérigo aquí de 1962 a 1978, cuando fue nombrado papa. Frente a su fotografía y reliquias los más fieles se hincan, dan las gracias y rezan un rosario mientras uno que otro desobediente intenta tomarse una selfie de contrabando.
Esta catedral da para quedarse horas, subir al campanario y admirar la ciudad, y bajar al sótano y entender la historia a través de las tumbas de la familia real (el último de sus miembros: Stanisław August Poniatowski, pariente de la escritora mexicana) y de los presidentes. Los polacos salen de la catedral orgullosos. Y, en nuestro caso, salimos impresionados por el milagro de la supervivencia de la nación polaca.
Fuera del castillo, a tan sólo unos cinco minutos caminando, comienza la otra parte del centro histórico de Polonia, la Plaza del Mercado, que con sus 40 000 metros cuadrados es una de las explanadas medievales más grandes de Europa.
La Basílica de Santa María, La Lonja de los Paños y la Torre del Ayuntamiento adornan con elegancia el paisaje. Entre ellas, restaurantes, cafés y tienditas ocupan lo que hace siete siglos fue un mercado donde miles de personas compraban y vendían especias, telas y comida. El museo subterráneo Rynek Główn, abierto apenas en 2010, da cuenta de ello, haciendo uso de las capas de basura encontradas en el subsuelo.