Barra de Potosí: el corazón de la vida simple
Éste es en verdad un destino poco —muy poco— explorado. Un sitio donde parece que se ha detenido el tiempo y que da la sensación de estar fuera del mundo.
POR: Inés Saavedra
Barra de Potosí es pequeño: el pueblo se recorre en unos cuantos minutos caminando y por las tardes todo cierra. Aquí no hay cajeros, la señal del teléfono es débil, hay apenas un par de hoteles y sólo dos lugares abiertos para cenar por las noches.
Paraíso en Guerrero
En la costa del Pacífico guerrerense, ahí donde se forma una barra de arena que separa el mar de la laguna de Potosí, en el sitio donde las ballenas llegan para cuidar a sus crías y los bobos azules migran en invierno, justo ahí está Barra de Potosí. Este pueblo toma su nombre de la barra de arena que separa y une el mar con la laguna de Potosí, dependiendo de los caprichos de la lluvia.
Barra, como la llaman los lugareños, es una comunidad conformada por 150 familias y uno que otro ser humano que llegó en busca de un lugar alejado del ruido y las luces de la ciudad. El pueblo está lleno de casas de colores pintadas con murales de naturaleza en sus fachadas. A la orilla del mar y la laguna, las enramadas conforman el atractivo principal. Todo simple, todo real.
A este destino se llega por un camino de palmerales y mangos desde el aeropuerto de Ixtapa-Zihuatanejo; se llega buscando el canto de las aves al amanecer y los cielos estrellados por la noche.
Viajar a Barra de Potosí es un poco como hacerlo al lado más salvaje de uno mismo. Aquí, las horas se miden con el ritmo del sol y los zapatos son opcionales.
Tierra calma
El pueblo es pequeño, sólo tres calles principales que fueron construidas por la Cruz Roja después del tsunami que golpeó en 1985. Las fachadas están decoradas con murales: una mantarraya en esta casa, unos delfines en la estética, mariposas en la biblioteca, una tortuga en la casa rosa y en el muro de la escuela está plasmado todo el fondo del océano. Es como si la vida subacuática se hubiera apoderado de la vida terrestre. Es un pueblito de mar, se nota en su arte y en los tatuajes de sus pobladores, que llevan los brazos con marcas de ballenas y tiburones como un muestrario de fauna marina.
Cada casa viste sus entradas con macetas llenas de flores en sus portales. En esos mismos portales algunos pescadores pasan la tarde reparando sus redes, remendando con paciencia sus atarrayas y dejando que la vida pase. Cuando comienza a bajar el sol, grupos de mujeres y niños salen en sus sillas a esos mismos portales a tomar el fresco, observar la tarde o jugar.
Al final del pueblo está Casa del Encanto, un hotel que recibe a huéspedes de todo el mundo en una casita de colores fresca y apacible. La puerta abierta invita a curiosear por su sombreada estancia. Hay una fuente encendida y se escucha música al fondo. No hay nadie, está tranquilo. Un gatito recibe a la gente y de pronto aparece Laura, la propietaria. Se sienta con calma, como si apenas despertara de la siesta de la tarde, y, con el lujo de la gente sin prisa, cuenta con calma la historia del hotel y cómo ella llegó desde Estados Unidos para quedarse en Barra hace casi 30 años. Puede que este espacio sea el patio más fresco de todo Barra de Potosí durante el día y el más acogedor por la noche, con sus lucecitas blancas y veladoras que alumbran el espacio.
Más cerca de la playa está Hacienda La Rusa, un hotel que mira al interior —casi como un patio árabe—, con tan sólo una pequeña puertecita atrás para salir al mar. La cercanía con las olas es casi imperceptible hasta que se abre esa puerta y la playa aparece a sólo unos cuantos pasos. Hacienda La Rusa se ubica donde fuera la casa de playa de la diseñadora de modas Betsey Johnson —quien hace apenas unos años se mudó a una playa aún más remota, un poco más al sur de la Costa Grande—.
La Rusa toma su nombre de su propietaria, Stasya, quien llegó desde tierras nórdicas para dejar su corazón en el trópico. Aquí, Yogui, el encargado, te recibe con amabilidad y te acompaña a desayunar con una sonrisa desde la barra de la cocina común. La casa está llena de estancias acogedoras, una mecedora aquí y otra allá, una hamaca aquí y otro sofá por ese otro rincón.
Como dice Avimael, el joven comisario que porta un elegante sombrero decorado con una pluma de chachalaca, el encanto de Barra está en que “la gente es tranquila, te reciben muy bien y se acuerdan de ti si es que ya has estado aquí antes. La gente regresa porque los visitantes se sienten en un pueblo que se organiza muy a su manera, como en un pueblo aparte”. Hace una pausa y agrega sonriendo: “Lo más lindo es la gente, pero también la naturaleza”.
Barra de Potosí es la localidad que inspiró a María Novaro a filmar la película infantil Tesoros, que se estrenó en 2017. Los niños que salen en el filme ya crecieron y ahora son los protagonistas de la vida local.
La vida en Barra se apaga por las noches, ya que al día siguiente toca madrugar porque la naturaleza no espera. Para cenar está la cenaduría de doña Alma o, si están abiertas, las quesadillas de doña Chayo, enfrente del kínder. No hay más, sólo tres tiendas de abarrotes o esperar al desayuno de mañana.
El manglar y la laguna
En la enramada Rosita hay que preguntar por Chely, la guía experta en aves. Ella espera a los visitantes relajada, con los pantalones remangados hasta las rodillas mientras recolecta jaibas en una red. “Ya salió para el caldo”, dice riéndose. Chely, como la mayoría de los habitantes de Barra, está consciente de lo que tiene y lo cuida mientras lo muestra con cariño y orgullo.
La laguna es el lugar de las aves y adentrarse en lancha a la zona alta es la mejor manera de observarlas. Familias enteras de espátulas rosadas, pelícanos, monjitas o garzas azules y blancas habitan este sitio, y se observan fragatas y cormoranes perchados en los árboles a la orilla del agua. Entre las ramas de los manglares anida la garza cucharón —que no se deja ver a primera vista y toma un momento encontrarla con la mirada—. También se escucha el sutil canto del zarapito trinador, en conjunto con el escandaloso sonido de las chachalacas.
La travesía llega hasta los esteros de las salinas. Apenas terminó la temporada de lluvias y ahora no hay sal; es durante los meses de secas cuando se pueden ver las salinas en plena producción de los cristales de sal más delicados del mundo y que pueden comprarse por costal a orillas de la carretera.
Hace falta volver al día siguiente al amanecer para vivir una experiencia mística dentro de la laguna en kayak. Las alarmas suenan en medio de la oscuridad, el café está caliente en la cocina de la Hacienda La Rusa y los kayaks ya están listos en la enramada. La entrada a la laguna tiene un poco de oleaje, justo donde se une con el mar, y el cielo comienza a teñirse de rosa.
Hay que remar en dirección de las montañas para ver el sol salir justo detrás de la Sierra Madre. El resto es perderse por los canales entre manglares, con el cerro del Guamilule como referencia.
El mar
Parece que la vida marina hubiera salido de las profundidades para protagonizar la vida del pueblo. Barra de Potosí existe porque está al lado del mar. Es un poblado de pescadores que ejercen su oficio desde el litoral y que se adentran noche a noche a buscar langostas cerca de las rocas; antes del amanecer ya están echando las redes y por la tarde se dedican a reparar las atarrayas. Aquí, el Pacífico se expresa en plenitud, es salvaje e indómito, y a veces caprichoso, con esas contradicciones que sólo el mar se puede permitir con absoluta congruencia.
Su playa es apasionada y se pinta de colores con las enramadas que la rodean. La pesca del día por acá y un guiso más allá, una brocheta a la plancha, ceviches o unas pescadillas…, nadie sabe cuál enramada recomendar ni qué platillos sugerir porque, como los lugareños dicen, “todas son muy buenas”. Las tiritas de pescado, ésas sí hay que probarlas, así como el ceviche insignia de la Costa Grande. Un coco o una cerveza para acompañar. Los músicos que pasan se encargan de la banda sonora por las tardes y el broche de oro de cada comida son —o deberían ser— los plátanos machos recién preparados que venden las señoras de la comunidad, ofreciéndolos de mesa en mesa por todas las enramadas.
En la enramada El Velero vive Ramón, un chivito vestido con una camiseta que es la mascota de la familia de este local. ¿Por qué trae una camiseta? “Aquí así se usa”, aclara Orlando, uno de los capitanes que descansa en la hamaca y que rápidamente muestra fotos en su celular de todos sus perritos con camisetas, igual que Ramón.
Vale la pena tomar una lancha y salir para intentar encontrar a “los cuatro grandes” que rigen esta costa en una especie de safari marino: ballenas jorobadas (durante la temporada), tortugas, delfines y mantarrayas.
Los Morros de Potosí son los guardianes de estos mares. Son ocho formaciones rocosas también conocidas como el Santuario de Aves. Aquí habitan más de 2,000 ejemplares de al menos cuatro variedades distintas. Vale la pena acercarse a ellos al atardecer; estos titanes no dejan a nadie indiferente y son el hogar de miles de fragatas, bobos cafés, gaviotas y rabijuncos, que regresan a dormir cuando se pone el sol. Ahí están también los bobos azules en su temporada migratoria, aferrados con sus patitas a estas inmensas rocas que son su refugio.
Las rocas gigantes y serenas en el mar, el oleaje apasionado estrellándose sobre las cuevas bufadoras, el sol poniéndose en el horizonte y tú, ahí, en el centro de la inmensidad.
El cielo comienza a pintarse de violeta y el mundo de pronto se ve en alta resolución. El mar también se ha teñido con una gama de tonos de púrpura y hay que saltar de la lancha con un visor y un esnórquel para ver por debajo del agua. Saltar al mar para sentirse vivos y enamorarse un poco más de la vida. Saltar al mar, nadar cerca de los arrecifes de coral, las mantarrayas y los peces de colores, todo esto teñido por la luz del atardecer.
La playa, otro clásico para las caminatas al atardecer. En ésta conviven visitantes y pobladores por igual. Los pescadores, quienes ya hicieron el trabajo del día, sacan sus mesas para tomar una cerveza al final de la jornada, mientras los niños juegan en el agua tranquila de la laguna y el sol se pone detrás del cerro del Guamilule. Una mezcla armoniosa de animales humanos y no humanos. Los pelícanos se zambullen a un lado del pescador o esperan a que les regale una sardina. En este lugar, la costa les pertenece a los lugareños, quienes viven y disfrutan este mar que es honesto y apasionado. Salvaje.
Rodeado de agua por varios frentes, Barra de Potosí es the real thing. Un destino simple y sin pretensiones. Tan cerca del mar que los límites son difusos y la vida marina está en todas partes.
Especiales del mundo
Travesías Recomienda
También podría interesarte.