En nuestros días, las grandes obras ingenieriles y arquitectónicas son aquellas que son monumentales, que combinan materiales, que responden al diseño y superan cualquier estándar anterior. Pero en las altas montañas del sur de Perú se erige un puente hecho únicamente de pastos secos, tejidos, entrelazados y reforzados magistralmente: el puente colgante de Q’eswachaka que cruza el caudaloso río Apurímac.
Q’eswachaka significa en quechua puente de cuerda, pero el material orgánico no es lo único que hace de esta infraestructura algo especial. Cada año, los habitantes de cuatro comunidades del distrito de Quehue hacen una ceremonia peculiar que dura tres días enteros y consiste en tirar el puente viejo y construir, desde cero, uno nuevo como reemplazo con las mismas dimensiones: 28 metros de largo, 1.20 de ancho y a 10 metros sobre el río.
Si bien en la era contemporánea ya existen otras formas de pasar de un lado a otro del Apurímac, la reconstrucción anual del Q’eswachaka es más bien una forma de no desapegarse de la tradición quechua; los locales creen que la renovación de paso elevado traerá buenas cosechas. Hoy, este puente es el único en su tipo que queda en Perú, pero entre los siglos XIII y XVI, formaba parte de la extensa red de vías y conexiones conocida como Qhapaq Ñan –Camino del Inca– que cubría los casi dos millones de km cuadrados que llegó a abarcar el Imperio Inca.
Q’eswachaka, un puente que se renueva año con año
La reconstrucción del puente es una muestra de trabajo comunitario. Desde finales de mayo, las mujeres y los niños comienzan a cosechar qoya ichu, una especie de pasto seco y alto que crece a más de cuatro mil metros de altitud. El paso siguiente es ablandar las fibras, espinosas y rígidas, para hilar los mecates llamados q’eswa, los cuales tienen dos cm de diámetro.
El primer día de la ceremonia los protagonistas son los chamanes y sabios de las comunidades. Ellos se encargan de hacer ofrendas y altares a los espíritus protectores de las montañas para que permitan que la hazaña de reconstruir el puente transcurra sin accidentes. También se realizan cantos y danzas, y se ofrece una bebida alcohólica ancestral a los hombres elegidos para conectar los extremos del cañón del Apurímac.
La jornada siguiente, los hombres derriban el puente viejo cortando los extremos y dejado que caiga al río y que su cauce lo arrastre. Acto seguido comienzan a fijar las seis maromas de base, las más resistentes, y las aseguran a pilares de piedra. Los chakaruwak, los artesanos veterano y expertos que se han dedicado toda la vida a esta tarea, supervisan el trabajo. Mientras tanto, las mujeres continúan tejiendo cuerdas.
Por último, el tercer día se atan las cuerdas que fungen como barandilla –de cuerdas más delgadas– y el piso –de ramas y hojas–. Este proceso comienza paralelamente de ambos extremos del nuevo puente hasta que los hombres se encuentran a la mitad. El nuevo Q’eswachaka está terminado y está listo para usarse. El momento inaugural consiste en cruzarlo; primero por las personas involucradas en su construcción, después por el resto de la comunidad. Eso sí, la capacidad máxima es de cuadro personas.
Sabiduría ingenieril de hace 600 años en pleno siglo XXI
Los primeros registros que se tienen de esta tradición datan de principios del siglo XVII con las crónicas del Nuevo Mundo del sacerdote jesuita Bernabé Cobo, aunque la idea de su elaboración se rastrea hasta el siglo XV y se atribuye frecuentemente a Pachacuti, uno de los gobernantes más importantes de la historia quechua. Y si bien antes era una parte esencial para el comercio en el Imperio Inca, pronto su reconstrucción pasó a ser una tradición.
Gracias al compromiso de las generaciones recientes de la región Quehue, la renovación del puente colgante de Q’eswachaka entró a la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la UNESCO en 2013.
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Foto de portada: Ricardo Chirinos Portocarrero /Wikimedia Commons
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